Tres cuentos de Nieves Botella Cañamares

Nieves Botella Cañamares. Foto cortesía de la autora.

Desde la revista Trasdemar, presentamos tres relatos de Nieves Botella Cañamares (Llerena, 1955).

El espíritu del búfalo

El primer hijo de Tatanka nació del amor que le profesaba a su esposa. Se criaron juntos. Pero ella murió en el parto de su primer hijo, al que llamaron Umi. Tatanka tardó tiempo en recuperarse de esta pérdida; pero sabía que era su obligación volver a casarse. A su segunda mujer la conoció en la fiesta anual. Pertenecía a una tribu vecina y quería asegurar la paz entre ambos clanes. Le propuso al jefe casarse con la princesa Saima para sellar, con un contrato de matrimonio, su acuerdo. Celebraron una gran boda que duró tres días.

Fue presidida por el tótem de Tatanka, el espíritu del gran Búfalo y por el tótem de la tribu invitada, el espíritu del gran Oso pardo.

Además del ídolo de madera, cada linaje le perdonaba la vida a un ejemplar de su animal protector y lo trataba hasta su muerte con veneración y respeto.

Desde que Saima se quedó embarazada, supo que Umi se interpondría siempre entre su hijo y el trono. Por este motivo, comenzó a pertrechar un plan para deshacerse de él. Ella se mostraba amable y cariñosa con el niño para que su marido se confiara.

En verano, durante la caza del búfalo, en el poblado solo se quedaban algunas mujeres con los niños pequeños. Umi tenía un amigo de su edad; estaban siempre juntos. Ese día, Saima le preparó un plato suculento, al que le agregó veneno, y llamó a Umi para el almuerzo. Lo que no vio es que el amigo no se fue a su casa para comer.  Entraron los dos y Umi volvió a salir para ir a las letrinas. Mientras, el amigo no pudo resistirse, y probó la comida. Cuando Umi regresó, lo encontró muerto, y gritó: «¡Ayuda! ¡Socorro!». Los mayores se precipitaron dentro. Saima, fingiendo consternación, se lamentó: «Ha sido la comida que le preparé. Nunca pensé que podía estar mala. ¡Oh! ¡Manitú!».

Al fallar en el intento, lo olvidó todo; dejó pasar dos años, y tuvo un hijo más. Pero a Saima cada día le resultaba más complicado disimular su antipatía al ver a su hijastro.

* * *

Umi, con doce años, se encargaba de llevar a los rebaños a pastar. Volvía al anochecer y los dejaba dentro de las cercas. Entraba, por la parte de atrás, al poblado. A su madrastra, esto le pareció una gran oportunidad. Sin ser vista, fue a trazar un plan con el chamán de su tribu. Le pidió por la sangre del gran Oso pardo que la ayudara a matar al hijo de su esposo. Así, su vástago sería el jefe de las dos tribus. Este le preparó una trampa para colocarla en el suelo, exactamente por donde Umi accedía al poblado. Cuando él pusiera el pie en el artefacto una flecha le partiría el corazón en dos.

El espíritu del enorme y viejo Búfalo le alcanzó antes de llegar al punto crítico y le hizo saber que debía entrar por la puerta principal. Al verlo, Saima corrió hacia la puerta trasera para borrar el rastro de lo que había preparado.

Rabiosa, comenzó a pensar en un tercer plan. Su hijo tenía una edad cercana a la de Umi y eran más o menos de la misma estatura. Saima les propuso a los dos que se quedaran esa noche en su cabaña, porque debía asistir a una boda. Su intención era que, cuando los chicos durmieran, ella se llevaría a su hijo y luego incendiaría la choza.

Aquella noche, el gran Búfalo le propuso un juego a Umi: «Esta noche cambia la ropa con tu hermano y no duermas en el mismo tipi». Él le siguió la corriente sin saber que su hermano estaba en peligro. Cuando se fueron a acostar, Umi le propuso a su hermanastro lo que el Búfalo le había dicho: «Ya verás qué divertido cuando mañana tu madre te vea con mi ropa», bromeó.

Saima cumplió con su plan; el fuego de la casa se veía desde el poblado. Todos se dirigieron hacia la choza. Las mujeres echaban agua mientras los hombres usaban trapos para apagar el fuego. Una hora después, estaba completamente calcinada. Uno de los hombres llamó a los otros y se pusieron de acuerdo para descubrir las causas del accidente.

Uno de los ancianos sugirió que mirasen en otras chozas porque solo se había encontrado un cuerpo. Durante la búsqueda, encontraron a Umi durmiendo. Todo el mundo estaba confundido. Le pidieron que explicase lo sucedido. «Vino el espíritu del Búfalo, y me propuso un juego», relató titubeando. Todos pensaron que el Búfalo había querido salvar su vida.

Saima se sentía tan furiosa y asustada que corrió hacia el pozo, y saltó. Se rompió el cuello y murió. A la mañana siguiente, cuando Umi sacó los animales de la tribu, encontró muerto al viejo Búfalo. Se dio cuenta de que su amigo había hecho un trato con un poderoso espíritu y había cambiado su vida por la suya.

Vuela, gorrión, vuela   

Amaro, si no comprende lo que lee, no es capaz de retenerlo. No le gusta parecer un loro. Abre la ventana para disfrutar de los árboles y del cielo. Se concentra con los ojos cerrados y canta su mágica canción: «gorrión, gorrión, despliega tus alas y vayamos al sol». Sale como un rayo y en un segundo está jugando con las nubes: salta, da volteretas, se deja caer. A él le gusta volar sin rumbo. El canto mágico lo heredó de su abuelo.

Su mejor amigo es Hugo. Viaja a través de las historias escritas. Cuando camina le rodea un torbellino de letras. Sus compañeros, con astucia, le quitan las iniciales de sus nombres.

A Hugo, desde pequeño, le han leído cuentos antes de dormirse. Con cada año que cumplía se acrecentaba su curiosidad. Se levanta y va al baño, estos días, con “La isla del tesoro”. Desayuna junto a su héroe.

Aunque pelean en ocasiones, Amaro y Hugo son amigos y se respetan y ayudan. A mitad de curso, el colegio organiza un campamento en la naturaleza. Hugo nunca ha ido. Esta vez los padres se empeñan. Él no quiere ir, protesta y se enfurruña. Ellos se hacen los sordos; preparan el equipaje con su cantimplora y su gorra. Para consolarlo, le dejan llevar un libro. A él le cambia la cara; corre por su búsqueda del tesoro, dispuesto a seguir a barlovento con el capitán John Silver. Les asignan la misma tienda de campaña a los dos amigos. Hugo se echa en el camastro y abre el libro:

—¿No habrás venido hasta aquí para quedarte encerrado? —Amaro está enfadado.

—Vale, salgo un rato.

Después de rascarse la cabeza y mirar a Hugo, su amigo salta de alegría.

—Ten cuidado por donde pisas: tus ojos solo ven palabras.

—¡Las dejaré caer para que sepamos volver!

Marcharon por el campo abierto y pedregoso. Amaro llevaba una lupa para ver plantas, florecillas y animales diminutos y el catalejo de su abuelo para los pájaros y las copas de los árboles. Miró atrás para mostrarle a Hugo un gorrión. Lo vio a unos metros de distancia y lo llamó a voces. Se debió tropezar con un tronco y su cabeza la recibiría una piedra. Estaba inconsciente.

Amaro corrió hacia el campamento. Buscó a los monitores. Con el botiquín de primeros auxilios recorrieron la distancia que los separaba de Hugo. Él lloraba desconsolado. A su amigo se lo llevaron al hospital. Le hicieron muchas pruebas. Sus padres le dijeron que Hugo había perdido la visión.

Amaro (que se sentía culpable, aunque no lo fuera) iba todas las tardes a leerle “La isla del tesoro”. No recibía ninguna respuesta de su amigo. Él siguió sin perder el ánimo. Cada vez se metía más en el libro y lo leía con más brío. Sus padres aprovechaban el tiempo de lectura para irse al campo y llorar a gusto. Hugo poco a poco volvió a entrar en “La isla del tesoro” y se fue animando. Cuando llegaba su amigo, le esperaba sentado en el sillón. Amaro le dijo que el capitán era tuerto y le faltaba una pierna y no le paraban ni los huracanes. Al fin volaban juntos.

Después de un mes, sus padres le llevaron a una organización para ciegos. Hugo les preguntó si podría volver a leer. Le respondieron que empezaría a aprender el alfabeto braille al día siguiente. Lloró de alegría, alegría y llanto que contagió a sus padres. A partir de entonces sus dedos serían sus ojos y, por un tiempo, Amaro sus piernas.

Un día sus padres oyeron una cancioncilla: al abrir la puerta de Hugo, los niños habían volado.

De niño a dragón

¡Feliz cumpleaños! Tu decimotercer cumpleaños es importante. Durante el último año te has ido transformando. Ahora tienes algunos pelos en tus axilas y alrededor de tus partes íntimas. Espirales duras de pelo negro.

Esta tarde será tu fiesta. Quieres ir solo a la piscina, pero, según tus padres, hoy debe ser un día familiar. Sobre el césped, han colocado las hamacas y se han tumbado al sol. Llevas todo el verano mirando como las personas se tiran del trampolín. Se querrán ir temprano. Hazlo ya.

El miedo es solo producto de la mente. Caminas rápido al ritmo de tu corazón. El trampolín es como un castillo que hay que defender desde la torreta más alta. El agua está silenciosa y tranquila entre las zambullidas. Tiene un ritmo corto. Como la respiración.

Hay cola. En la cola todo el mundo se hace el aburrido con los brazos cruzados sobre el pecho y resoplan. Nadie habla. Llegan a la escalera y después de unos tramos de peldaños desaparecen; esta es la señal para que el siguiente se ponga en marcha. Tú miras las nubes y escuchas cómo rompen el agua cada vez que se tiran. No te has traído la toalla y se está levantando el aire de la mañana.

Al poner el pie en los travesaños das un paso atrás: son muy finos y están mojados. La torre del castillo todavía no la ves. Una señora con un bañador muy apretado, de la edad de tu madre, va delante. Imaginas que se resbala y se te cae encima. Aprietas los barrotes con más fuerza. Te asomas, y ves a tus padres girando las tumbonas, marcando el ritmo de las horas. Los niños corren por la hierba con las toallas en plan de Superman. Un hombre sale del bar con su camada bebiendo refrescos.

Hace viento. El viento no te deja oír la algarabía de abajo, te pitan los oídos. En tres escalones estás en la torreta. La lengua del dragón acoge a la señora, ella salta y al volver a tocar las papilas del monstruo, este mira hacia abajo y la impulsa fuera de sus fauces. Ella abre los brazos y desaparece en un segundo.

La escalera está repleta detrás de ti. A todos se los come la ansiedad. El tiempo se ralentiza. Mientras, tu corazón late cada vez más rápido. Para ti el tiempo se ha detenido. El dragón te llama y su furia chilla en tu cabeza. Si pudieras bajarías corriendo las escaleras. Miras hacia donde están tus padres; ellos no te ven. El hombre calvo y corpulento que va detrás te dice: «Eh, chaval. ¿Quieres tirarte de una vez? Eh, ¿te pasa algo?»

Él los mira: al pisar su lengua, el dragón lo coloca en sus lomos; se agarra a sus púas con fuerza y salen volando en picado; tocan el agua de la piscina y desaparecen entre las nubes.

* * *

Nieves Botella Cañamares (Llerena, 1955) es escritora y activista por los derechos humanos, diplomada en Enfermería y licenciada en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid. Realizó una estancia de investigación en La Habana, en la que estudió la salud mental de los adolescentes en Cuba y obtuvo una maestría en Salud Pública por el Instituto de Desarrollo de la Salud cubano. Militó en la clandestinidad contra la dictadura del general Franco y forma parte de los miembros fundadores de la Asociación de Ayuda Humanitaria al Pueblo Palestino, vinculada al Centro de Defensa y Estudio de los Derechos Humanos. En su etapa como actriz, formó parte del grupo de teatro independiente Espacio Cero, dirigido por Roberto Villanueva, y participó en el estudio del teatro como fenómeno social llevado a cabo por este director de escena.

Colaboró en la redacción del Libro Blanco sobre el trato a los inmigrantes no comunitarios en la Comunidad Autónoma de Madrid, así como en un proyecto de investigación sobre las personas sin hogar dirigido por Madrid Salud. Trabajó en Madrid Salud, organismo autónomo creado por el Ayuntamiento de Madrid para gestionar las políticas municipales de salud pública, hasta su jubilación. En los últimos años, ha participado en los talleres de escritura creativa impartidos por la escuela Fuentetaja y por los escritores Clara Obligado, Miguel Ángel González e Itziar Sistiaga. Ha sido incluida en la antología Cuentos para leer en el metro (Editorial Popular, 2021).

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