“Cartografía de un viaje” Sobre el Festival Internacional de Poesía de Puerto Rico. Por Antonio Arroyo Silva

Presentamos en nuestra sección "Conexión Derek Walcott" una colaboración especial de Antonio Arroyo Silva dedicada al Festival Internacional de Poesía de Puerto Rico
Fotografía de asistentes al Festival de Puerto Rico en 2019 (cortesía de Antonio Arroyo Silva)

Desde la Revista Trasdemar de Literaturas Insulares presentamos con motivo de nuestro aniversario la colaboración especial de Antonio Arroyo Silva (La Palma, 1957) Poeta, Licenciado en Filología Hispánica, autor de libros de poesía y ensayo, obtuvo en 2018 el Premio Hispanoamericano de Poesía «Juan Ramón Jiménez» por “Las horas muertas” Nuestro colaborador nos ofrece una crónica, la memoria y el homenaje al Festival Internacional de Poesía de Puerto Rico

Pero háblame de la desolación y no de la poesía, háblame del desbordamiento y no del poema, háblame del huracán y no de tu voz, háblame del tiro de gracia y no de la gracia de ser poeta, háblame de los moldes para cavar tumbas y no de los moldes para enterrar versos antes de nacidos

ANTONIO ARROYO SILVA

Una vez tuve una isla en la jaula de un pecho. Era como el clavo de Rosalía de Castro pero rectangular: ocho islas clavadas en el corazón – algo parecido a un poema –. Una vez clavé en mis ojos lo que no estoy seguro que vi: no era un destello, no un pájaro, no una hoja cayendo a la realidad de la aurora. Era lo que el sentido común decía que no era, que imposible, lo enterramos hace siglos, le pusimos una losa espesa por si acaso salía a la luz.


Y eso fue durante un nanosegundo; lo suficiente para que no diera tiempo a tomar nota a los linotipistas del caos ni a que el anochecer se iluminara. Por eso me quedo con los ecos y rechazo las medidas y las definiciones. Tampoco me paro a analizar el estado de salud de la conciencia y el cuerpo: que si el dolor, si la alegría, la tristeza, la rabia, la euforia, el hartazgo…Todas son posibles porque quizás en ese nanosegundo pasó ante mis ojos el ocaso de una flor desconocida.


Si uno de estos días alguien me mandara por correo electrónico la invitación para asistir al Festival de Poesía de Puerto Rico; incluso, si a continuación tuviera dispuestos todos los elementos para emprender el viaje (billetes de avión, pasaporte, ESTA, alojamiento…) no podría creerlo. De hecho sigo sin creer que mi estadía allí entre el 15 y el 25 de marzo de 2019 fuera posible. Fue, no obstante, una realidad para mí vital y, dentro de mi ética y estética que considera que vida y poesía son las dos caras de una misma moneda (que a veces gira de canto y por azar cae a un lado o al otro), también fue una realidad poética. Y no lo digo solo por la poesía que por esa isla corrió a raudales, sino por el paisaje, el diálogo con poetas de 16 países de toda Hispanoamérica y por la sorpresa de encontrar en Puerto Rico una diferencia y alguna similitud con mis raíces canarias. Diferencia en cuanto al paisaje, muy poco parecido al de las Islas Canarias; pero, las muchas veces que anduve por las calles del Viejo San Juan me parecía que estaba deambulando por el Barrio de Vegueta, por Santa Cruz de La Palma o por La Laguna. Similitud también en cuanto al habla de los lugareños, no tan expuestos (al menos en los ambientes donde me moví) en la isla al influjo del inglés y de esa mezcla llamada espanglish. Allá me contaron que los conquistadores de Canarias llevaban a Puerto Rico a los guanches aguerridos y, de ahí que un alto porcentaje del ADN de los portorriqueños proceda de los aborígenes de las islas. Además, claro está, las frecuentes migraciones hacia Puerto Rico de canarios.


Pero centrémonos en las impresiones de mi estancia en el recinto y el ambiente del Festival. Nunca había viajado tan lejos; es decir, nunca imaginé que un día cruzaría el Atlántico y me vería en el Aeropuerto Internacional de Miami en espera de tomar el vuelo hacia San Juan al día siguiente. Lo mío no fue un viaje de turista. Nada de pasar la noche en uno de esos hoteles de tránsito, nada de lujos. Me pasé toda la noche dando vueltas por la terminal y de vez en cuando
descansando en alguna banqueta. El poco inglés que tenía aprendido para la ocasión no lo utilicé para nada. Allí todo el mundo hablaba español y no tuve problemas para situarme y encontrar alguna cantina donde tomar café, comer algún sándwich y, de paso, hablar un rato con las camareras o con los demás usuarios.


Al llegar a San Juan, Irene María me estaba esperando para llevarme a la pensión de la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Apenas tuve tiempo de dejar mi equipaje, pues, sobre la marcha nos fuimos al casco viejo de San Juan al encuentro con los demás invitados que habían llegado el día anterior: Gabriela Delgado y María de los Ángeles Rivas, de Argentina; Benjamín Chávez, de Bolivia; Jesús Sepúlveda, de Chile; Ángela Acero, Henry Alexander Gómez y María Tabares, de Colombia; Joan Bernal, de Costa Rica; Luis Carlos Mussó, de
Ecuador; Aida Párraga, de El Salvador; Julio Serrano, de Guatemala; Alma Karla Sandoval y Balam Rodrigo, de México; Óscar Borge Mejía, de Nicaragua; Sandra Santos, de Portugal; Tomás Modesto Galán e Yrene Santos, de la República Dominicana; Agamenón Castrillón y Nedy Varela, de Uruguay; Adalber Salas Hernández, de Venezuela.


En cuanto a los poetas de Puerto Rico la lista era mayor. El Festival de ese año estaba dedicado a la figura del poeta boricua Manuel Joglar Cacho. El escenario de celebración era toda la isla. Cada día, de forma simultánea, las plazas, los teatros, las salas de baile, los colegios, las universidades de los cuatro rincones fueron invadidos a raudales por poetas locales y extranjeros como nosotros. Barceloneta, Betances, Manatí, San Juan, San Lorenzo, Bayamón, Ponce,
Humacao, Vega Alta… En esos viajes a las distintas ciudades pudimos apreciar la exuberancia del paisaje y también, hacia el horizonte, la línea fronteriza que separa el océano Atlántico del Caribe. A un lago, el azul; al otro, el verde.
Por las mañanas y por las noches teníamos tiempo de escaparnos a la ciudad de San Juan, sobre todo al casco viejo. Siempre teníamos un úber a mano, claro. Sobre todo a las salas de salsa. Me habían dicho que fuera a visitar la tumba del poeta Pedro Salinas en el cementerio de Santa Magdalena de Pazzis al pie del imponente fuerte de San Felipe del Morro. Balam y Adalber, antes de entrar al recinto, me dijeron que la tumba del poeta fue asolada el año anterior por el huracán María y ya no quedaba ni la lápida. Así que decidimos ir al barrio de La Perla que está muy cerca de ahí. Para mí fue todo un descubrimiento deambular por él, bajo un amago de lluvia tropical. La Perla, de impensables colores, donde las gallinas te reciben con su cacareo atlántico y a veces te escuchas el tambor africano en la sonrisa de alguien al que le preguntas por dónde se va a la Plaza de Colón.


Pero háblame de la desolación y no de la poesía, háblame del desbordamiento y no del poema, háblame del huracán y no de tu voz, háblame del tiro de gracia y no de la gracia de ser poeta, háblame de los moldes para cavar tumbas y no de los moldes para enterrar versos antes de nacidos.

Pero no me digas de qué lado están los desheredados, no me digas la fisonomía que han de tener los desheredados y los parias para ser ellos y no los otros, no me digas que la desolación, el desbordamiento y el huracán María afectan tan solo a los que nombras y no al resto. No me digas que la poesía no se tiene que desbordar y cambiar los nombres de las cosas o que el poema ha de ser social, surrealista o culterano cuando el huracán arrecia.

Mejor no hables de nada y deja que el aire forje su propia escritura y déjate llevar que el tren que siempre va por la misma vía y a veces no es la de las palabras sino la del mohín antes de decirlas.

Pero, antes de leer este supuesto poema, lee «Masa» de César Vallejo si es que empiezas por el final como yo suelo hacer cuando sospecho que un poema es asesinado desde el principio. Pregúntale a Fabricio Estrada.

Por último, no quisiera dejar esta crónica sin hacer alusión al comité organizador del FIP de Puerto Rico, felizmente comandado por mujeres y para ello tomo prestado, aunque en un estilo diferente, un poema en prosa de mi libro Bahía Borinquen: Vilma Reyes, Linda Rosa, Iris, Michelle, Irene, Violeta y alguna más que no me acuerdo y quiero acordarme…Pero cuántos gigantes abatieron; gigantes de verdad y no molinos; gigantes en fila india por toda la geografía del País; gigantes que brillaban en la noche mientras el alumbrado público en stand by.


Silvio soñaba con serpientes; pero aquí se sueña con gigantes que pisan los bohíos. La pesadilla cunde en esta tierra mientras, el enorme cartel de la T-Mobile le guiña el ojo al sueño americano vedado aquí. Los borinqueños que quieran soñar que vayan p´allá para que los señalen con el dedo y les digan hispanos delincuentes sobre todo si hacen lo mismo que los lugareños. Vilma, Linda, Irene, Violeta, Iris…He visto la bandera de Puerto Rico colgada de la Estatua de la Libertad, esa que está secuestrada en Manhattan y esta que dicen con grilletes en la Isla. He visto el calor de madre de Vilma, la absoluta entrega de Linda, el inmenso entusiasmo de Irene, la absoluta tristeza que estalla en alegría de Violeta, el brillo de Iris en una lluvia que no cesa.

Michelle parecía una mujer saharaui: ese grito profundo y sensual. No hemos visto nada más hermoso que ese olor a hembra en celo por la libertad. Ahí las cinco puntas de ese país que todos llamamos poesía.


Agradecemos a nuestro colaborador Antonio Arroyo Silva la primicia de esta crónica con motivo de nuestro primer aniversario

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