Miradas desde el sur: conversando con “Rendición” de Joanna Pocock. Por Belén García Abia

En la Revista Trasdemar difundimos la crítica literaria y el diálogo entre autores contemporáneos
Fotografía cortesía de la autora para Trasdemar

Presentamos en la Revista Trasdemar el artículo dedicado al libro “Rendición” (Errata Naturae, 2002) de la autora canadiense-británica Joanna Pocock, a cargo de nuestra colaboradora Belén García Abia (Madrid, 1973) Escritora, Licenciada en Filología Árabe por la Universidad Autónoma de Madrid, es autora de diversas publicaciones educativas y artículos en medios digitales como El diario o La tribu, una casa propia. Publicó su primera novela: “El cielo oblicuo” (2015) editada por Errata Naturae. Reside desde 2005 en la isla de Santo Antão, en el archipiélago de Cabo Verde.

Al igual que Joanna Pocock en su libro Rendición publicado por Errata Naturae, yo también necesito habitar este planeta con lucidez, aunque ella escribe cordura, y al mismo tiempo tener esperanza. ¿Es eso posible? Su búsqueda para descubrir cómo conseguirlo es el motor de este libro.

BELÉN GARCÍA ABIA

Vivo en un valle amable. Tenemos agua potable durante todo el año, la humedad perfecta para que las plantas crezcan y una temperatura que oscila entre los 15 y los 24 grados. La gente del lugar, al igual que esta isla, también lo es. A los habitantes de Santo Antao, en Cabo Verde, nos llaman “Sampayudos”, una contracción de la expresión en criollo sempre pá ajudá, siempre dispuestos a ayudar. Así es, aún es así. Los vecinos siempre están dispuestos a echarse una mano los unos a otros y a ofrecer un plato de comida al que no lo tiene. En cuanto a los animales, cada uno tiene su función dentro de la comunidad. El perro protege la casa, el gato la limpia de posibles ratones, el cerdo familiar sirve de alimento, la cabra y la vaca dan leche y las gallinas ponen huevos. Salvo algún caso aislado, la gente los trata bien. Aquí no existe la caza, ni los espectáculos con animales, ni las macrogranjas y tampoco los zoológicos. Se respetan las épocas de cría de los peces y desde hace ya muchos años está prohibido el consumo de huevos de tortuga. No es un lugar perfecto, ninguno lo es, pero es mi lugar seguro. Así que cuando me asomo al mundo, allá afuera de esta isla, el cristal que protege mi pecera se llena de grietas por donde entran la violencia contra la naturaleza, la ira y la falta de empatía.

Al igual que Joanna Pocock en su libro Rendición publicado por Errata Naturae, yo también necesito habitar este planeta con lucidez, aunque ella escribe cordura,  y al mismo tiempo tener esperanza. ¿Es eso posible? Su búsqueda para descubrir cómo conseguirlo es el motor de este libro. Una crisis personal empuja a la autora y a su familia a establecerse en Missoula, una población de Montana, allá en Estados Unidos. Ella, su marido y su hija de siete años salen de Londres donde ya no encuentran aquello que siempre les había fascinado. La ciudad se ha vuelto ajena,  un lugar que se estandariza, que pierde sus señas de identidad en favor de grandes cadenas de tiendas y corporaciones. Esa vida que fue su lugar seguro ha dejado de serlo. Y es ahí cuando una debe partir.  Al llegar a Missoula, Pocock se pone en contacto con diferentes comunidades ecologistas porque desea comprender cómo vivir en armonía con la tierra y a la vez “ser productivo”. Los entrevista, convive con ellos y aprende a mirarse desde ese ángulo, mirarse y recomponer los pedazos de sí misma haciéndose otra. Este es, sin duda, un viaje iniciático, el viaje que la heroína  emprende para encontrar las respuestas a sus propias preguntas, que son también las de todos nosotros.

“Quería averiguar cómo compaginar  una vida productiva con ese dolor intenso por la muerte del planeta y por la rápida extinción de las especies. Llevaba décadas de luto. Mi deseo de vivir y disfrutar no concordaba con esa historia de fondo que se desarrollaba en bucle: una historia que nos afecta a todos y donde el planeta muere al final.”

Rendición es un libro mágico, un talismán que página a página consigue ponernos en pie, despertarnos, mirar el mundo fuera de nuestra estrecha pecera. Gracias a su excelente prosa, la honestidad con la que escribe o esa intimidad que crea con el lector  nos provoca mirar al mundo de frente, salir del letargo en el que hemos decidido encerrarnos.

Rendición me insta a observarme, a examinar mi huella ecológica, lo que hiero al pisar y lo que salvo. Una huella que es leve en algunas partes de mi vida. Apenas consumo. Ropa, dos o tres prendas nuevas al año. Los aparatos electrónicos que tengo son de segunda mano. No uso cosméticos y mi jabón es sólido, sin envases de plástico. Además, soy vegetariana. Por otra parte, en mi casa, un pequeño hotel de apenas cinco cuartos, no vendo bebidas que estén envasadas en plástico y  tengo una máquina que depura agua para que los turistas puedan rellenar sus botellas. Los envases y bolsas las reutilizo dándoles utilidades diferentes. Para el agua sobrante de las duchas y la lavadora tengo un sistema natural, mediante plantas y piedras, que limpia las aguas grises para después reutilizarlas regando  el jardín. Compro a los productores locales y en las tiendas del pueblo en el que vivo.

Pero mi huella también daña el planeta. Tengo un coche de 22 años. Cabo Verde importa la mayoría de los productos de primera necesidad. La electricidad que utilizo procede de la red general que se alimenta, en parte, de gasóleo.  Viajo mínimo dos veces a España y en total utilizo cuatro aviones.

Para calcular nuestra huella ecológica hay varias páginas en Internet. Según una de ellas, si todo el mundo viviera como yo necesitaríamos un planeta y un cuarto al año. Si todos viviéramos como los habitantes de grandes ciudades como Nueva York o Londres necesitaríamos dos planetas y medio por persona. Y sí, solo tenemos un planeta para todos.

Mi deseo de disfrutar y de mantener mi economía chocan de frente con esta  necesidad de vivir en armonía y respeto con la naturaleza. Pocock se  pregunta a lo largo de este magnífico libro si es posible compaginar ambas cosas. Para ella, la duda surge en cómo mantenerse optimista siendo, a la vez, consciente de cómo nuestra huella daña la Tierra. En uno de sus encuentros con un rewilder, la autora le formula esta misma cuestión y él le habla de la importancia de los vínculos.

“Hay un montón de cosas que me ayudan. Una de ellas es permitirme a mí mismo llorar y sentir la inmensidad de los problemas a los que nos enfrentamos. Una parte del estímulo para formar la comunidad rewilding en Portland es precisamente compartir ese dolor en grupo y no tener que vivirlo en soledad.”

Mientras leo Rendición le doy vueltas a mi forma personal de alcanzar esa cordura. Creo que cada una de nosotras tenemos nuestra propia forma de hacerlo y la mía está apoyada en esa palabra criolla que ahora también me define a mí, sampayuda. Ayudar y dejar que te ayuden sin sentirse en deuda, sin que el dinero se imponga. Vuelvo a Una trenza de hierba sagrada Robin Wall Kimmerer, un libro que conversa directamente con este Rendición de Pocock. Y escucho cuando me habla de la fuerza de la unión, de la necesidad de actuar como los árboles que nunca van por libre sino que funcionan de forma colectiva. “Lo que nos sucede, nos sucede a todos. Podemos pasar hambre juntos o saciarnos juntos”, escribe Wall Kimmerer,

Hace un par de días recibí un mensaje de uno de los profesores de la escuela de mi pueblo. Me anima a que los visite en uno de los intervalos. Quiere enseñarme los libros que les ha enviado la Delegación de Educación desde Praia. Es una escuela pequeña, a pesar de los casi noventa niños que asisten a ella, donde los profesores hacen malabarismos sin apenas recursos ni materiales.

Desde hace muchos años colaboro con ellos. Fueron tres profesores; Manuel, Neusa y Nelson los que vinieron a pedirme ayuda hace más de catorce años. Aquellas primeras colaboraciones las hacía exclusivamente durante las navidades. Nuestro objetivo era que todos los niños tuvieran un regalo en Navidad. Los profesores organizaban un mercadillo de segundo mano y con el dinero que sacaban compraban lápices, cuadernos o colores y los entregaban el último día de clase. Mi labor en era conseguir que, antiguos huéspedes y amigos, nos enviaran material escolar u productos de segunda mano que podríamos vender en el mercadillo.

A pesar de los esfuerzos, me parecía que aquello, tan solo una vez al año, no era suficiente y entre  los profesores y yo decidimos que debíamos intentar tener una pequeña biblioteca dentro de la escuela. Hemos tardado seis años en crear un espacio que contiene apenas 60 libros. Los primeros años, los libros que pude ir recopilando, de envíos de algunos amigos estaban cerrados en un armario bajo llave a la espera de un espacio que requería tirar tabiques y pintar paredes. Algo que el gobierno local se resistía a hacer. Después de insistir mucho, conseguimos que se remodelara la escuela dejando una pequeña sala de lectura donde los niños se pueden sentar y ojear el libro que deseen. Siempre me había preguntado si los niños no leían porque no había libros o no había libros porque los niños no leían. Ahora ya sé la respuesta.

Cuando entro en la escuela veo a algunos de ellos sentados en esa misma sala. Este es un proyecto que nunca hubiéramos conseguido desarrollar solos, ni ellos ni yo, nos hemos necesitado los unos a los otros para conseguirlo. Me gusta pensar que entre todos hemos creado también un lugar seguro. Y sé que ahí reside mi cordura, en la importancia de crear en comunidad, de ser de nuevo tribu y red. Como escribe Kimmerer, “El florecimiento es mutuo.”

Rendición es también la búsqueda de esa tribu, de establecer una conexión profunda con aquellos que nos acompañan cuando todo se desmorona. La crisis personal de la autora, la pérdida de sus padres, la llegada de la menopausia le hace tambalearse y buscar ese vínculo la ayuda a sostenerse. Esa epifanía le llega en el momento que se encuentra sola en el bosque, en contacto total con la naturaleza que la rodea. Así lo escribe:

“Creía que la tribu había que ganársela, que en ese contexto era algo impostado o pretencioso, o un caso de apropiación cultural. Pero en ese momento, sola en el bosque, empecé a comprender que se puede formar una tribu cuando dependemos de los demás para alimentarnos o cobijarnos, para calentarnos y tener compañía… aunque sea de manera temporal.”

Desde hace ya muchos años  he entendido que lo más importante que tengo en mi vida son mis  vínculos afectivos, tanto los que establezco aquí en esta isla africana como los que que tengo en España. Ellos me devuelven la cordura, me ayudan a crecer, me alimentan y me dan esperanza. Es lo más hermoso que hay en mi vida. Una conversación, un mensaje, un abrazo. Estar para y con el otro. Ser para y con el otro. Y no es fácil hacer tribu pero debemos hacerlo, bien por el amor a la naturaleza, como en el caso de Pocock o por el amor a los libros, como aquí, en nuestro pequeño pueblo isleño. No importan demasiado las razones. Es el vínculo lo que realmente importa, el florecer juntas, el hacernos árboles.


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