“Viaje en tren” Por José Edgardo Cruz Figueroa

En la Revista Trasdemar difundimos la creación literaria contemporánea de las islas
Fotografía cortesía del autor para Trasdemar

Desde la Revista Trasdemar compartimos la nueva colaboración del autor José Edgardo Cruz Figueroa (Puerto Rico), con el relato titulado “Viaje en tren” que incluimos en nuestra sección “Conexión Derek Walcott” de narrativa contemporánea del Caribe.

Nuestro colaborador es natural de San Juan y criado en El Fanguito y Barrio Obrero en Santurce. Tiene una maestría en estudios latinoamericanos con una concentración en literatura e historia de Queens College-CUNY y un doctorado en ciencias políticas del Graduate Center-CUNY. Su trabajo académico ha sido publicado por Temple University Press, CELAC, Lexington Books y Centro Press y por varias revistas académicas. Su trabajo creativo ha sido publicado en las revistas Confluencia, Sargasso, Cruce, 80grados, Trasdemar, Alhucema, El Sol Latino, y el Latin American Literary Review. Una selección de sus relatos está incluida en el libro Formas lindas de matar (Julio 2023)

La imagen desapareció al instante, desplazada de mi campo visual como un flash gracias a la velocidad del tren. Más adelante vi un pequeño lago, de agua tan lisa como un plato, con reflejos de luz sobre la superficie que le daban una textura a la misma vez quieta y ondulada, sobre la cual reposaban escombros de árboles que parecían cadáveres a medio sumergir

JOSE EDGARDO CRUZ FIGUEROA

El tren es mi forma favorita de viajar. No soy tan viejo como para haber viajado en tren en Puerto Rico y cuando se inauguró el tren urbano ya hacía tiempo que no vivía en la isla. Creo haberlo cogido de Rio Piedras a la parada 26 una vez hace miles de años pero no recuerdo los pormenores. El tren pudo haber sido algo importante a pesar del tamaño de la isla. Después de todo, el subway de Nueva York, al igual que el metro de Madrid y el de Washington, D.C., es una red extendida a través de un pequeñísimo espacio. En contraste, el tren urbano es un adefesio de alcance muy limitado. El sistema de Puerto Rico, y llamarlo “sistema” es desproporcionado, no se presta para viajar absorto en una lectura, para meditar sobre el significado de la vida o simplemente para soñar despierto, para divagar. Yo recuerdo haber leído La Habana para un infante difunto yendo parriba y pabajo en el número seis de la línea de la Avenida Lexington, desde la estación de la calle Spring hasta Pelham Bay Park en el Bronx. Las distancias en el tren urbano son tan cortas que no te da ni para leer un paquín o un cuento corto, que decir una novela, a menos que vayas de un punto cualquiera a otro setecientas mil veces.

Cuando viajo en tren lo único que me pone como un güavá es la gente que habla por teléfono a toa boca o aquellos que les da por entablar conversaciones cuya banalidad es directamente proporcional al volumen alto en que las llevan a cabo. Mientras más duro hablan más grandes son las estupideces que comparten. El tren es como las bibliotecas, donde el ruido más mínimo, la distracción más pequeña, es suficiente para sacarlo a uno de quicio. Para disfrutar de un tren el silencio tiene que ser absoluto, como el de un cementerio a medianoche. Si no es así, es imposible leer, reflexionar, imaginar que estás en una nube cantando bájate de esa nube y ven aquí a la realidad, porque la realidad solo se puede apreciar desde lo imposible, desde lo fantástico, desde las nubes del silencio.

                A mi regreso de Madrid, en el tren de camino a Albany, una doña le preguntó a la muchacha en la fila frente a mí si se podía sentar a su lado. La muchacha dijo cómo no. Por lo general, la persona que pide permiso se sienta y ahí termina el intercambio. Cuando a mí me ha pasado me limito a hacer un gesto con la mano que le dice a la persona el asiento es suyo. Muy pocas veces les digo algo para que no se sientan invitados a entablar conversación. Con la doña no fue así. Primero hizo una llamada. Al principio no sabía si hablaba con la muchacha de al lado pero cuando dijo nos vemos más tarde supe que estaba hablando por el celular. La cosa no paró ahí. En las contestaciones a las preguntas de la doña, yo percibí un dejo de nerviosismo, de renuencia de parte de la muchacha e imaginé su risa sin ganas como la ilustra el emoji de la carita que sonríe con los dientes apretados. La doña dijo que estaba contenta de tener alguien con quien hablar y yo dije me jodí. Pensé que era una de esas personas que son totalmente incapaces de darse cuenta de su impertinencia. Después de cada respuesta monosilábica de la muchacha, la doña profería otra pregunta o comentario como si no pudiera plantearse que la parquedad de la chica significaba que no estaba interesada en seguir conversando. Yo intentaba leer y no podía concentrarme por la cháchara de la doña.

                Cuando llegamos a Yonkers, la doña se calló. Era claro que la chica no quería conversar pues entre Yonkers y Croton-Harmon no dijo nada. Silencio que responde a silencio dice más que las palabras ásperas de un desaire. Yo estaba ensimismado en mi lectura y el embrujo de las páginas se rompió cuando escuché la voz de la doña. Ahora le hacía una pregunta que era a la vez un comentario a la señora de la fila contigua. La señora le contestó con amabilidad e intercambiaron risas. ¡Maldita sea!, dije yo. ¡Esta doña no se da por vencida! Solté el libro con rabia y miré por la ventana. Al otro lado de la vía, en una pradera, atisbé a un joven venado, trigueño como un pan recién horneado, tieso como una estatua. La piel le brillaba y los ojos reflejaban asombro, quizás ante el sonido del tren sobre los rieles. La imagen desapareció al instante, desplazada de mi campo visual como un flash gracias a la velocidad del tren. Más adelante vi un pequeño lago, de agua tan lisa como un plato, con reflejos de luz sobre la superficie que le daban una textura a la misma vez quieta y ondulada, sobre la cual reposaban escombros de árboles que parecían cadáveres a medio sumergir. La doña me hacía envidiar a los árboles, ahí tirados, flotando sin otro propósito que disfrutar del silencio del agua. El tren pitó con fuerza y entonces me di cuenta que la doña ya no hablaba. Cansada de su silencio trató de entablar conversación con la señora de al lado. La señora se volteó y siguió mirando una película en su ordenador, después de ponerse los audífonos. Su señal no podía ser más clara y decía en código cortés, déjeme quieta. Yo regresé a mi libro con beneplácito cantando no me moleste mosquito…

                Cuando estábamos llegando a Albany se me metió algo en la nariz que me hizo estornudar. No importa cuan apretada esté mi boca contra mi brazo, mis estornudos son estruendosos. La gente que me conoce se ríen por el alboroto que causo. En el tren, nadie reaccionó excepto la doña que sin siquiera tenerme de frente o a su lado respondió con un God bless you. Yo no le di las gracias. Seguí leyendo mi libro pero no por mucho tiempo pues a los pocos minutos de echarme la bendición reanudó su monólogo. Me imaginé a la muchacha asintiendo en silencio y volteando la cara para disuadir a la doña de su empresa. Si fue así, no tuvo éxito pues ella seguía hablando. Volví a mirar por la ventana y vi a otro venadito trigueño y sutil, pero al pasar el tren éste salió corriendo asustado. Después surgió la imagen de un pequeño parcho de flores que parecía una alfombra anaranjada sobre un piso verde. La belleza de la naturaleza era corrompida por rieles mohosos y maderas podridas tiradas de cuando en cuando a la vera del trayecto. A un lado del tren, naturaleza, casas y materiales de construcción abandonados a su suerte y del otro, la estela majestuosa y reluciente del Río Hudson al que veía como una versión más ancha del Río Grande de Loíza.

La doña dejó de hablarle a la muchacha, sacó el celular e hizo otra llamada. Ya no podía leer. Ante mis ojos el paisaje se movía como un microfilme se mueve cuando uno le da hacia adelante. Yo me movía desde un punto fijo al igual que el paisaje. El verdor era intenso pero no tan variado como el verdor de Puerto Rico. Vi una mata de amapolas a la orilla del río. El amarillo de una casa construída con piedras de río y ladrillos hacía un bonito contraste con las plantas y los árboles que le rodeaban. Un complejo de apartamentos pintado de rojo y gris era obviamente de construcción reciente pues a su alrededor no habían árboles. En una piedra del río un Egret posaba como una figura de porcelana. A su lado se congregaba una familia de patos Mallard. Por el PA system una voz dijo que el tren tenía que reducir la velocidad para darle tiempo a una vaca que cruzaba la vía. En la estación de Pougkeepsie una señora sentada en una banca de hierro se maquillaba. Era un intento inútil de ocultar lo que los años revelaban. Después de pintarse los labios, se pasó una mota por las mejillas y la nariz, y procedió a circunvalar sus ojos con eyeliner, sin entender que el destino es más fuerte que el maquillaje, que la belleza física solo perdura en las obras de arte. Enfrente mío, en el marca páginas que había comprado en El Prado, estaban La Tres Gracias confirmándomelo.

El tren reanudó su marcha. Entre un pito y otro, se oía el murmullo de la doña intercalado por los monosílabos de la muchacha. Ya faltaba una hora de viaje. Decidí ponerme unos tapones en los oídos, guardar mi libro, y seguir mirando el paisaje. Si hacía una abstracción del tiempo y el espacio, este viaje en tren podía haberlo hecho en Puerto Rico. Esa era una memoria de la isla que no tenía y que me hacía falta. Al llegar a Hudson, la doña reanudó su perorata con vigor. Que si miraba el programa tal los martes y el programa más cual los miércoles, que tenía hambre, que si las galletitas Oreo eran sus favoritas, joder que sarta de nimiedades interrumpiendo mis desvaríos. La doña me recordó un diálogo de una película de Luis Estrada: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa que es una manera de decir algo sin decir nada. Entonces vi helechos y petroglifos, matas creciendo en el agua cuyas hojas parecían de yagrumo, vi güajanas y ceibas, árboles de bambú al lado de palos de panas, casas de madera con techos de dos aguas, cotorras conversando con halcones, hicacos y manzanas, piñas en los árboles, peras en la tierra, y un tren cargado de caña en la vía que atravesaba la calle Sagrado Corazón en el Fanguito. Pensé: la virtud no está en la pureza sino en la mezcla. Así era la realidad que construía mientras trataba de elevarme por encima de las palabras insulsas de la doña: una realidad donde se podían comparar chinas con botellas; desde la cual podía imaginar un viaje en el que dos tiempos distintos y dos lugares ajenos uno del otro se entrelazaban.

Ya no aguantaba la voz inculta de la doña diciendo cosas como I should never have went. Su acento de Brooklyn me daban ganas de mofarme. Ese impulso me dio vergüenza. Regresé a Puerto Rico. Caminando de la Matienzo hasta la Sagrado Corazón por la vía, le di patadas a las piedras en el camino. Lo único que permanecía del tren de antaño era la superficie pulida de los rieles brillando en el sol, añorando el contacto con las ruedas que una vez los hizo chirriar. La doña locuaz se me paró de frente con su cuerpo rotundo, esta vez callada y diciéndome con la mirada que la dejara pasar. Era rubia y tenía el pelo recogido. Portaba una blusa negra con estampados de color y un pantalón blanco de tela fina adornado por bioformas de un rojo estridente. Quise tirarla por la ventana y verla estrellarse en la cuneta inmensa que recogía la lluvia y así mantenía secos los rieles y protegía las ruedas del agua. Al moverme para que pasara desvié la vista y noté que tenía una capa de polvo amarillo en los zapatos. Afuera el sonido de la lluvia era estruendoso, un repique alborotado de notas armoniosas haciendo música en el metal de los vagones. Cuando paró de llover un coro de pájaros anunció el final del viaje. La voz de un gallo se impuso sobre todas las demás. Me bajé en la estación de Albany entonando la melodía de un sinsonte, alegre de no tener que seguir escuchando las sandeces de la doña y convencido de que, a pesar de todo, el tren era mi forma favorita de viajar.


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