“Una voz migrante” selecciones de prosa y poemas de Belén Atienza

Poemas de la autora Belén Atienza han aparecido en las revistas Alastor literario, Letralia, Destiempos y la Revista Hispano-Cubana HC. Y han sido traducidos al inglés por Rhina P. Espaillat y publicados en las revistas norteamericanas Rattle y THINK. Como gestora cultural, es miembro fundador y organizadora de la Tertulia Julia de Burgos (Worcester, Massachusetts) y la tertulia Miercoletras.
Fotografía cortesía de la autora

Desde la Revista Trasdemar compartimos una selección escogida de prosa y verso de la autora Belén Atienza (Badalona, 1970) es profesora de literaturas hispánicas en Clark University (Estados Unidos). Es doctora en Filología Romance por la Universidad de Princeton y licenciada en Filología Española por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autora de los poemarios Tierra de noches inmensas (Indole Editores, El Salvador) y Mi tierra es una lengua (Proyecto Editorial La Chifurnia. El Salvador) y del libro de relatos Saltaparedes (Pontevedra: El taller del poeta, 2011) Agradecemos a la autora su colaboración especial para nuestra sección “Una habitación propia”


Poe en el puerto de Boston

¿Por una deuda
por un pañuelo ?
Islas lejanas
cantan los cuervos.

Borracho el puente
quemado el cielo
negro el poeta
tenue el silencio.

Arde la noche
martillo y tiempo
los locos saltan
del sueño al fuego.

Poe lascivo
bebe en silencio
licor de niebla
fantasmas tuertos.

Mary flotando
llora en el puerto

¡Que no me entierren
sin ver los cielos!

Maldita muerte
tibia y sin dueño
sucias las olas
despierto el puerto.

Boston antiguo
arde en silencio
Poe dispara
su cuento eterno.

Libre el olvido
sueltos los versos
mares de niebla
vientos eternos.


Nostalgia tras las puertas

Mira por la ventana y ve una ciudad distinta. Donde vivió hace diez años. Anhela imágenes y espacios, imposibles de recuperar, aunque presentes, como una serie de diapositivas proyectadas en sus pupilas. De vez en cuando él regresa, buscando un viejo apartamento o una tienda favorita, ya desaparecida. Su nostalgia es deseo de revisitar, apenas unas horas, su vida vieja. Todo debería haberse quedado congelado, esperando su vuelta. Los niños sin crecer, las flores sin morir. Solamente para poder revisitar el pasado de vez en cuando. Cuando la realidad del cambio hace su tozuda aparición, él se siente confuso, levemente herido.


La nostalgia de ella paraliza los planes. La primera noche durmiendo en la ciudad nueva piensa en la ira destructora de los abandonados, en lo improbable de reencontrar la alegría. Ella sabe que regresará a una persona distinta, con ropas nuevas, a una casa con muebles desconocidos. No quiere rememorar imágenes, sino revivir emociones. Nunca regresa. No habría regreso de esa trampa. Imposible romper el simulacro de seguridad tras perder la inocencia y con ella la esperanza de tiempos alegres. Por eso ella queda atrapada, entre un ahora triste y un imposible nuevo entonces. Entre una elección razonable y suicida y una apasionada devastadora no elección.

Cuando la nostalgia de él habla con la de ella, las palabras no suenan rectas. Escritas en zigzag, tiemblan vacilantes como las pinzas de un cangrejo en la orilla, jugando con las olas. Las palabras la tientan, insinuando la posibilidad de volver, unos segundos, a aquel pasado anterior al dolor, antes de ahora. Y él la arrastra al pasado, con apenas unas sílabas, con una complicidad nunca olvidada. Cuando él llama a la puerta de ella, la puerta aquella verde de hace tres años, su pelo es de nuevo más corto, su sonrisa pronta, están casi a punto de escoger una película, de salir a la filmoteca. Ella alarga la mano para tomar con los palillos un pedazo de pato en el restaurante chino. La corporalidad de esos recuerdos la hieren con un dolor agudo, como un bisturí que escribe sobre la piel de su vida y la deja mutilada.


Cando la nostalgia de ella habla con la de él, se aparta un paso de la ventana y siente miedo. Bebe té. Se da cuenta del peligro. Si el timbre sonara, él no abriría la puerta. Hasta el gato se esconde. La presencia de ella en la casa nueva es una amenaza súbita. A él le gusta su nuevo corte de pelo. Ella no va encaja en el sofá y la intensidad del drama palpitante no conviene a su temperamento flemático, a su presente en la nueva ciudad. El intuye que necesita tiempo para olvidar los errores que cometió y espacio para nuevas imágenes. Qué vergüenza si uno de sus amigos nuevos la descubriera.

Por eso nunca se ven. De vez en cuando se intercambian cartas. Siempre oblicuas, tentativas. Las dos vidas progresan, a pesar del sabotaje continuado de las nostalgias. Avanzan lentamente, incómodamente y con ineficacia. Como los pasos de los astronautas en la luna, con saltos repentinos, con poco control de donde uno cae y un sentido torpe de orientación. Cada astronauta en una luna diferente, dirigiéndose a una audiencia distinta, en la devastación del paisaje sin verde. Luego regresan a planetas distintos. Sin integrarse muy bien en el presente. Y al pasar de los años, la sensación de no pertenencia se hace familiar, casi no se nota, como el acento extranjero de un amigo al que hablas diariamente. La nostalgia susurra en tu oído una melodía íntima que te va calmando el ansia. La nostalgia se vuelve tu patria, tu familia, el verdadero amor de tu vida, el único rostro que reconoces en el espejo. Y en una esquina de ese espejo, la nostalgia de la otra persona completa esa rasgada y a la vez precisa imagen de ti mismo.


Conejos

Me despierto en medio de la noche y te escucho respirar. En la penumbra del cuarto veo tus fotos colgadas en la pared, alumbradas por la luna de agosto. El hombre enmascarado con la cara manchada de ácido me mira huraño escondiendo su desnudez tras los rotos de sus ojos. A tientas bajo a mi estudio en el piso de abajo. Los lirios se han abierto con el calor. Las cuatro de la madrugada. Irracional y sin ironía me pongo un bolero. ‘Si tú me dices ven’. Arriba, seguramente sigues dormido, lejano a los compases de la música, libre de los lirios, sudoroso. El interrogante me hiere desde lo más profundo de las misas, en la esencia de aquella niña de entonces.


El desconocido se ha ido y con su ausencia, las rosas y su aroma. No me dejes caer en la tentación, me dije, pero fue en vano. Al mirarme aquella noche desde un rincón del club, el deseo me clavó a la silla. Los magnolios habían florecido. Maldita noche de cumpleaños. Maldito, maldito, dejándome sola. Sigue durmiendo como un bendito.

La fantasía ajada danza en el bolero, sudorosa. Dos niños monísimos haciendo los deberes en casa. Uno me pregunta algo sobre álgebra, sentado a la mesa. Pregúntale a papá, que sabe más. Papá siempre sabe más, menos esta noche.

Está empezando a clarear. Subo al dormitorio y abro la puerta con cuidadito. Me visto con desgana la ropa sucia, esparcida por el suelo. Jersey negro de lana, pantalones negros de algodón, y unas botas, negras también, masculinas, militares. La misma mujer huidiza, culpable, intensa. Parece que me ha oído, y se da la vuelta, pero no despierta. La luz de la calle me sorprende, ese gris transparente gustaviano de la madrugada desconocida, que a penas piso si no es de vuelta de una fiesta, sola, como siempre.


Al abrir la puerta de la oficina, me refugio mi mesa de trabajo, tan extraña a esas horas. En vano llamo y llamo por teléfono a la enfermera. El mensaje repite siempre lo mismo: si es urgente emergencia, llamen al hospital. No me resigno. Creo que es urgente, que tengo treinta y seis horas y ya han debido pasar cuatro o cinco.

El sol aún no ha salido y hace fresquillo fuera. De camino al hospital me sorprenden los conejos. Están por todas partes. Silenciosos, furtivos, me miran desde la hierba, agazapados bajo los árboles. Nunca había visto tantos. Me pregunto si sueño, pero no. ero no, no sueño. Están ahí, por todas partes, en grupos de dos o tres, debajo de una mata, al borde del camino. Ni siquiera corren o se esconden, solamente me miran. Dudo, me resisto a dar sentido a la escena. Camino más y más deprisa, empieza a faltarme el aliento. El hospital sigue abierto, esperándome.


El hospital, virgen santísima, palabras mayores. A la vuelta todavía me asaltan algunos conejos, aunque menos. Algún día, me digo, los recordaré estos conejos, congelados en la historia. Al cruzar la carretera, el policía de la esquina me pregunta si estoy bien. Me imagino pálida, cadavérica. Quizás no. El secreto lo saben solamente los conejos. Los niños del sueño son rubitos como su padre. Al volver ya es de mañana. Escondo las pastillas. Todavía sin despertar. Aliviada me acuesto a tu lado. El monstruo de la foto me mira compasivo. Nunca había estado tan lejos. El sol brilla en la calle y los conejos seguramente ya están escondidos.


Pérdida de la voz

Me levanté sin voz.
No noté nada.


Ahora que lo pienso,
vi, temblorosos en la ventana,
algunos pájaros alicaídos.

Me robaron la voz.


Sigiloso, en la noche,
un fantasma
todopoderoso
susurró unas palabras a mi oído.

Y yo,
dormida,
sentí miedo.

Eso fue todo.

El miedo.

En sueños había visto
morir a los amigos,
mi hija llorando de hambre,
alguien me había violado…

No recuerdo.


Era un miedo borroso.

Un dictador,
tal vez Dios,
me asesinό de noche,
mientras dormίa, acaso.

No recuerdo muy bien.

Un fantasma sin nombre
me robό la voz,
sembró de telarañas mi pasado,
envenenό mis sueños.

Algo pasó.
No sé exactamente qué.


Ni sé decir si fue
ayer
o si fue la mano
que mecía mi cuna.

Nací sin voz.
Los pájaros,
aterrados de mí,
echaron a volar.


Y debajo de la máscara
de mi miedo
había un monstruo
que me miraba
desde el espejo.
Y me arranqué la lengua.


Pero no puedo recordar.

No sé cuántos nombres,
cuántos amigos delaté,
ni cuándo dejé de gritar
y empecé a confesar.


Torturaron mi voz.

No, no es verdad.
Nadie me tocó.

Los pájaros volaron ateridos
y yo callé.


Guardé silencio.
Estoy viva.
Guardé silencio.
Confesé.
Mentí.


No puedo recordar.
Se robaron,
con mi voz, mi nombre propio,
y ahora soy otra:
traidora de mí misma.


Estoy viva,
viva.
Me los comí yo solita.
Eran débiles.
Y se fueron muriendo.
Me los comί,
a Narváez y a otros.


No me miréis así.


Yo vine con un sueño
a conquistar la tierra.
Me pudieron el hambre
y los naufragios.

Al pasar la frontera
me pusieron un sello
invisible en la frente.
Y el tío Sam susurró:
Do you speak English?


No es verdad.
No vine a conquistar.
Vine exiliada,
a buscarme el pan.


Me robaron mi lengua.


Me cambiaron la voz.


No sé bien dónde estoy.

Ni adónde empezó el miedo.

Sueño con la cruz y con la espada.
Y a veces me despierto gritando
por el olor a carne chamuscada.
«Ahumada,
Teresa,
Ahumada».
Me invadieron la voz.
Me quemaron el cuerpo.
Pero no, no es verdad.
Escapé de la hoguera.
Estoy viva,
escapé.
Mentí,
me creyeron.


Los pájaros en la ventana
decían «pío pío»,
pero al volar dijeron
«judío, judío».
Ya no temblaban alicaídos.
Escaparon cantando.


Me castraron la voz.
El manco de Lepanto
dijo «Adiós» con la mano tullida
y una sonrisa irónica.

Mientras él escribía por entregas
la sentencia de muerte del imperio,
yo me pudría de rabia
en una cárcel.

Y todos mis poemas,
censurados o escritos,
quedaron anegados
por una ola de olvido.
No hay huellas de mi ausencia.

Nunca tuve una voz.

Nací mudita.
Nací mujer.
Nací cobarde.

Nunca escuché mi voz.
Tenía tanto miedo
de que el aire temblara,
de espantar a los pájaros,
de ofender a mi padre,
a mi Dios,
al fantasma,
al hombre que te roba
y te vende en la feria.

Me encogí.
Nunca supe si tenía voz.

No,
no es verdad,
porque recuerdo con claridad
haber llorado,
recuerdo la sorpresa
de mi propia voz,
los ojos aterrados
de mi madre
cuando me vio nacer.

Mujer,
mudita,
cobarde,
en esta tierra
en que los pájaros
caen muertos
un día así sin más.

Así sin más
sin decir ni pío, ni judío.

Levanto este pájaro muerto
de mi voz
con una mano leve
y escucho
claramente
el silencio
del corazón
que ya no late.


Mi tierra es una lengua

A Manuela Flores, mi abuela,
por sus viñas, su cortijo y su duende

Mi tierra es una lengua reseca
agrietada por siglos de injusticias.

La jota jadeante de mi garganta jonda
gime enterrada bajo los olivares.

Y los muertos,
a las afueras de los pueblos,
apilados en cunetas,
tiritan bajo el polvo,
enmohecidos.

El poeta agoniza su amor oscuro.

Las viudas no cantan:
dan a luz a bastardos.

El silbo de las balas sigilosas
silencia los poemas nunca escritos,
los dedos aún manchados por la tiza.

No serán olvidados.

Los verdugos aún viven,
ancianos ya,
aunque no venerables,
acunados con la nana demente
de las adulaciones.
Reciben sepultura junto al Cid.

Vuela el botafumeiro
perfumando la herida
hedionda,
supurante.

Los caídos susurran su lamento
con lenguas de ceniza sublevada:
«Justicia, justicia, justicia…».

No serán olvidados.


Belén Atienza (Badalona, 1970) es profesora de literaturas hispánicas en Clark University (Estados Unidos). Es doctora en Filología Romance por la Universidad de Princeton y licenciada en Filología Española por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autora de los poemarios Tierra de noches inmensas (Indole Editores, El Salvador) y Mi tierra es una lengua (Proyecto Editorial La Chifurnia. El Salvador) y del libro de relatos Saltaparedes (Pontevedra: El taller del poeta, 2011). Especialista en los Siglos de Oro, es también autora de El loco en el espejo: locura y melancolía en la España de Lope de Vega (Amsterdam: Rodopi, 2009). Ha participado en el Festival Internacional del Poesía Amada Libertad (El Salvador, 2020) y LaOtra FIL (Guadalajara, México, 2020). Sus poemas han aparecido en las revistas Alastor literario, Letralia, Destiempos y la Revista Hispano-Cubana HC. Sus poemas han sido traducidos al inglés por Rhina P. Espaillat y publicados en las revistas norteamericanas Rattle y THINK. Como gestora cultural, es miembro fundador y organizadora de la Tertulia Julia de Burgos (Worcester, Massachusetts) y la tertulia Miercoletras.

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