Sergio Barreto “La semilla de los sueños”

La obra poética, narrativa y ensayística de Sergio Barreto es un referente del panorama actual en Canarias. El guión Unbridel Horse derivado de su novela Vs. ha sido subvencionado por la Dirección General de Promoción Cultural del Gobierno de Canarias para el desarrollo de un largometraje, dirigido por el cineasta Iván López, por parte de Insularia Producciones. Recientemente ha publicado el libro de relatos Las estribaciones occidentales de Cydonia, Franz Ediciones, 2020.
Sergio Barreto (1984)

Presentamos en la revista Trasdemar un cuento del autor Sergio Barreto (Tenerife,1984) poeta y escritor, ganador del Premio de Novela Benito Pérez Armas por su libro Vs. en 2015

De pronto, los apuntes en el cuaderno en los que había coloreado el espectro visible que escapaba de los prismas, los variopintos frasquitos de la despensa con sudor de hipopótamo, la botella con savia de drago, su propia sangre, mostraban un matiz desvaído.

SERGIO BARRETO

Cristóbal, todas las noches, sueña con hogueras, incendios, cosas que arden sin más. Sulamita, todas las noches, sueña con lluvias torrenciales, lagos, tormentas. Cristóbal se acuesta temprano y, una vez superada la barrera del vértigo, ve surgir el fuego. Sulamita se acuesta muy tarde y, a la media hora de silencio, llueve a cántaros. Para ninguno es agradable. Los dos sudan y sienten el pecho temblar mientras en un rincón remoto de sus mentes las llamas y las aguas adquieren dimensiones ciclópeas: catedrales emitiendo calor y luz naranja, maremotos de cientos de metros de altura, hectáreas y más hectáreas de arboledas que vomitan humo negro, diluvios, volcanes, géiseres. Cristóbal sueña con frecuencia que despierta y, alertado por un ruido crujiente y amenazante, sube hasta la azotea; el pueblo, la región, la isla y el mar arden como Troya. Sulamita sueña con frecuencia que despierta y, alertada por un ruido crujiente y amenazante, sale al balcón; torbellinos de espuma y montañas de agua se acercan desde el oeste. Luego las taquicardias, el dolor agudo en las sienes y un fogonazo rojo cereza que, en ambos, es idéntico, les obligan a abrir los ojos. Sulamita los tiene verdes como el musgo y Cristóbal negros como la obsidiana, aunque los dos ven el mismo color, exactamente el mismo, antes de incorporarse. Al amanecer, cuando los gorriones se pelean buscando gusanos, cada cual se levanta de su cama. Sulamita abre el ventanal y observa el jardincillo y siente paz al comprobar que las flores y las casitas para aves continúan intactas. Cristóbal respira fuerte la brisa de los huertos y comienza su rutina, su monótona e infeliz rutina. Los dos se sienten solos. Sus camas son pequeñas. Aunque comparten el mismo tiempo, la misma época; miles de kilómetros, innumerables lenguas y varios continentes los separan. Ninguno sabe de la existencia del otro. Jamás imaginarían que ese fogonazo rojo cereza, que los rescata de la angustia nocturna, los unirá para siempre.


Cristóbal vive en San Borondón, en la franja subtropical del Gran Océano donde las nubes cargadas de agua bañan bosques ancestrales. En San Borondón ya casi no queda gente, por lo que los pueblos y las pequeñas ciudades se encuentran abandonados. Al este del cementerio de avionetas que ocupa el centro de la isla, después de atravesar los malpaíses de Pedro Oscuro, un camino de tierra conduce a una casa pequeña, hecha de madera milenaria. Cristóbal no conoció a su padre y lo único que sabe de su madre es que se fue cuando él contaba con seis años. Desconoce a dónde, pero una tía suya que ya murió le dijo que su madre partió por amor en un barco cargado de flores. Lo que la tía de Cristóbal nunca le contó es que a los dos días el barco naufragó y las flores y los cuerpos fueron devorados por el agua. Todavía hoy el joven sube a la azotea de su casa y observa el horizonte a la espera de que aparezca el Nataraja, el mercante en el que partió Hortensia Rododendro. La vida de este joven, que no llega a las dos décadas, es sencilla y monótona. Cuando escapa de los malos sueños, cuando el fogonazo rojo cereza lo despierta, él comienza una rutina solitaria que consiste en cubrir sus necesidades básicas. La isla es fértil y los huertos le procuran la comida que necesita. Siempre se ha dicho que con arrojar un puñado de semillas es suficiente para que en menos de un año la tierra entregue descomunales hortalizas. Cristóbal, en el patio de atrás de su casa, posee un gallinero y una conejera, por lo que comida no le falta. Agua tampoco, ya que las nubes cargadas de océano, gracias a un sencillo sistema de canalización, vierten su líquido en un aljibe que su padre construyó antes de desaparecer. Lo que sí le falta a este joven de pelo casi blanco, ojos negros, nariz ganchuda, cuerpo robusto y ropa de agricultor es compañía. Con frecuencia el deseo nubla su rutina, le empuja a pasar horas en la azotea, con los pantalones por las rodillas o buscando en el paisaje algo con lo que sentir placer: las formas femeninas de los árboles, el color de las papayas en primavera, una sandía, hacen que Cristóbal sea presa de un deseo incontrolable. Luego se siente desdichado, bebe el vino que destila en el sótano y canta barbaridades desde el atardecer hasta que es presa de los sueños de fuego y destrucción. En San Borondón ya no quedan mujeres a las que amar ni hombres con los que emborracharse, sólo queda un puñado de ancianos que se negaron a dejar sus hogares y él.


En el otro extremo del mundo conocido, en la superpoblada isla de Oka, vive Sulamita, fabricante de colores. La isla de Oka está repleta de callejuelas estrechas, fachadas de madera gris y miles de tejados de arcilla. Las calles son de piedra y, salvo diminutos jardines como el que posee, casi no quedan lugares en los que cultivar, por lo que en los tres muelles que forman un anillo alrededor de Oka siempre hay barcazas con productos de tierras lejanas, veleros enormes cargados de especias y traficantes en chalupa que venden todo tipo de remedios. Sulamita, hoy, después de que el fogonazo rojo cereza se interpusiera igual que un telón a un sueño en el que Oka era arrasada por un maremoto, espera en una silla a que llegue el hombre del camello, un árabe bigotudo que recorre el planeta comprando y vendiendo mercancías, desde minerales y semillas, que ella usa para extraer pigmentos, hasta muebles y animales. Está en una habitación enlucida con cal, junto a una mesa en la que hay cientos de frasquitos y morteros. Hace mal tiempo. El agua baja por las estrechas callejuelas. Los adoquines son trampas mortales para los que caminan sin sandalias. Sabe que a los camellos no les gusta la lluvia, por lo que deduce que el árabe bigotudo, cuyo velero atracó hace dos horas en el muelle norte, se demorará. No hay quien estimule a un camello para que se levante y emprenda marcha cuando el cielo descarga. Eso lo sabe Sulamita porque, cuando el árabe bigotudo le entrega los minerales y las semillas, ambos beben té en la cocina y charlan durante horas como si fueran grandes amigos. Se ven cuatro veces al año y, al menos dos, hacen el amor. Luego Sulamita, con su pelo negro sobre el pecho tatuado de su amante, le pregunta por los colores de la India, por las flores de oriente, por los lagos rosa que hay en el desierto del que es oriundo el árabe bigotudo. Él responde con pasión y, como buen comerciante, la seduce para que le encargue las semillas más exóticas y las piedras más raras, aquellas de las que extraer los insólitos polvos cromáticos que Sulamita elabora según técnicas milenarias, transmitidas generación tras generación. En un pequeño cuaderno de pergamino forrado con piel de cerdo negro, la mujer apunta, en lengua materna, no en el idioma universal de los comerciantes, todo tipo de detalles sobre la historia, los compuestos y la magia de los colores. Hoy, una vez pasado el mediodía, cuando es suave la lluvia, el árabe bigotudo y su camello Lucifer aparecen al final de la callejuela. Las pezuñas del animal chocan en los adoquines y el hombre insulta a Alá acaloradamente, como si la realidad le molestara en el alma. Los niños salen a los balcones apilados y crujientes y señalan al camello que hincha el buche y deja en el aire lamentos del desierto. Luego bajan en tropel. Sulamita, en su silla de madera, finaliza una nota sobre el color azul ultramar, deja la pluma de faisán a un lado y se alegra de oír la algarabía que despierta el vendedor. Cuando hombre y camello llegan a la puerta, un grupo de niños con los codos pelados y los dientes torcidos aplaude. Un moreno de siete años le tira del rabo al animal y éste responde con una coz que lo lanza contra un puesto de mojamas en el que una mujer ciega canta: Si no estuvieran hambrientos nadie los escucharía, si no estuvieran sedientos nadie los saciaría… Sulamita abre la puerta antes de que él desmonte a Lucifer. Luego le invita a pasar al patio donde crecen camelias y mimosas. El camello se echa junto a la puerta y los niños lo rodean para retarse entre ellos a ver quién tiene el valor de tocarle el rabo. Sulamita ríe por primera vez en tres meses. Las palabras del árabe bigotudo la alegran.


Tiempo atrás organizaban reuniones para jugar al dominó, pero la soledad devora el seso a cualquiera y acaba por engendrar ideas delirantes, manías peligrosas, paranoias fatales. Cuando el sol hacía del cielo una densidad anaranjada, los pocos de San Borondón salían de sus casas murientes y se echaban a andar hasta una taberna para pasar la noche antes de las tres de la madrugada, pues a esa hora es mejor estar en casa, ya que es conocido que brujas y demonios salen y en los caminos hacen de las suyas a los borrachos rezagados. Ya nadie quiere ver a nadie. Reunirse a beber trae problemas, por lo que, cuando el sol tiñe de naranja los celajes, cada cual sube a su azotea, a un árbol o a una torre y asiste, con el litro de vino, al final de otra jornada durante la que no han sonado las trompetas del Apocalipsis. Cristóbal contempla ese instante preciso en el que el sol toca el horizonte y comienza su ocultación. Luego antepone la botella entre él y el horizonte y ve cómo el punto rojo se extingue dentro del líquido. Hace frío. Si hiciera algo más de calor se bajaría los pantalones y aprovecharía para tocarse, pero hoy no vale la pena. Desciende las escaleras y va hasta el dormitorio. En el suelo hay huesos de liebre y gallina, botellas, manchas. Busca una arpillera, le hace un hueco para la cabeza y los brazos y vuelve a la azotea. En una torre que, años atrás, sirvió de faro, un viejo con una barba muy larga canturrea, enloquecido: Si no estuvieran hambrientos nadie los escucharía, si no estuvieran sedientos nadie los saciaría… Las estrellas parecen ojos. Con esa imagen, el joven da por finalizado el día. Desciende la espiral de hierro colado, come dos muslitos de liebre y echa un vistazo a la colección de semillas que recoge por los alrededores de su casa. En el sótano, junto a los alambiques, hay tres sacos. Eso es suficiente para efectuar un buen trueque con el árabe bigotudo que lo visita cuatro veces al año y que se dedica, entre otras muchas tareas de contrabando, a recorrer la esfera en busca de semillas. En su pequeña cama imagina que el árabe bigotudo le entrega una esclava egipcia a cambio de tres sacos. Luego llora porque eso no le valdría para calmar su soledad. Todo lo contrario. Se transformaría en una bestia como Marcelino Casquero, que hace años trocó un camello por una esclava del norte, la dejó morir y ahora anda violando gallinas a mansalva, desnudo en lo alto de un alcornoque. Cristóbal, triste, se duerme a la espera del fuego onírico.


Sulamita tiembla de risa. El árabe bigotudo bebe té, eructa y cuenta anécdotas. En la callejuela, los niños y el camello. Hay risas, llantos, retos salvajes y alguien que dice: ¡Vamos a tocarle los cojones! El cielo es azul tormentoso y en la salita de estar, junto a la destiladera cubierta de berros, Sulamita y el árabe bigotudo, sentados en el suelo, se miran a los ojos. El agua guisada huele a menta y jengibre. ¿Qué me traes esta vez?, dice Sulamita. Oh, esta vez te traigo el rojo más puro que jamás se ha visto en estas lindes. Sulamita sintió algo en el corazón. El humo del té escapó por la nariz del árabe bigotudo, que se inclinó hacia la alforja y sacó un talego repleto de semillas negras. Los ojos verde musgo de Sulamita brillaron como esmeraldas. ¿De dónde son? De una isla fantasmal. La isla está en el Gran Océano, a tres meses de velero hacia el sur, más allá del estrecho de Gibraltar. Los de allí no saben que estas semillas son más caras que el oro. Fascinante, dice Sulamita, que imaginó una isla cubierta, en su totalidad, de flores rojas. No obstante, ella conoce perfectamente los colores y pronto consideró una osadía aquella afirmación tan grandilocuente por parte de él, así que dijo: ¿Pero cómo puedes decir que ese rojo que me traes, aquí no existe? ¿Qué sabes tú de los colores? Oh, amiga, yo sé muchas cosas que no están aquí (señaló su cabeza) sino aquí (señaló el esternón desnudo de Sulamita). Y sé que tú no has visto ese color. ¡Puedo verlo en tus ojos! Sulamita aceptó la pasión del árabe bigotudo y, con cariño, le dijo: Estás loco. Sí. Los dos rieron. El camello ya había empujado a siete niños cuando el árabe acercó el talego de vejiga y derramó una semilla en la palma izquierda de Sulamita. Vértigo. El poder del fogonazo rojo cereza invadió a la mujer en plena vigilia. Nunca lo había experimentado de esa forma tan nítida. Un choque que invadió oídos, piel, nariz, boca y visión, un choque rojo y profundo como sumergirse de lleno en agua fría y cristalina. El árabe bigotudo se limitó a decir: Lo puedes sentir, ¿verdad? Sí, dijo ella. De pronto, los apuntes en el cuaderno en los que había coloreado el espectro visible que escapaba de los prismas, los variopintos frasquitos de la despensa con sudor de hipopótamo, la botella con savia de drago, su propia sangre, mostraban un matiz desvaído.


Hoy la pesadilla no se presenta como otras veces. Normalmente comienza cuando abre los ojos y, en medio de la noche, percibe el olor de un incendio. Entonces baja de la cama, corre hasta la puerta y, al abrirla, ahí está, el paisaje humeante, el dragón de fuego, los ciclones amarillos que se acercan. Luego el pánico. A veces, impelido por esa lógica de los sueños en la que todas las puertas y ventanas están selladas a cal y canto, se ve obligado a ascender la escalera, salir a la azotea y comprobar qué es lo que pasa. Ha soñado con millones de pájaros de flamígeros que cruzan el cielo como estrellas fugaces, con gigantes blancos, del tamaño de araucarias, que escupen lava mientras desde el mar suben por los bancales baldíos. Varias veces ha despertado en un sueño en el que las crepitaciones, el calor y la angustia corresponden a la aparatosa catástrofe de una región que es pasto de las llamas, pero al subir a la azotea o salir al porche, no había nada más que oscuridad, una oscuridad profunda, devoradora y tan calurosa como una caldera. Hoy la pesadilla es diferente. La casa flota en el océano, balanceándose. Muebles, enseres y herramientas son presa del vaivén. La mecedora que utilizaba su tía se mueve de un lado a otro del dormitorio. Los vasos que hay en la encimera de la cocina ruedan; dos se rompen en el suelo. La casa se escora, gira, recibe en los muros el impacto del oleaje. Esto no es un sueño, dice Cristóbal, que se abre paso a través del pasillo mientras apoya las manos en las paredes. Cuando llega a la ventana de la sala de estar abre las cortinas y ve el océano embravecido y, al fondo, un faro que proyecta luz roja y el contorno abrupto de una costa. La casa se dirige a un acantilado. Esto no es un sueño, esto no es un sueño, esto no es un sueño. El estómago, retorcido, se contrae. La cabeza pita. Respira con fuerza. Las olas chocan en la pared de basalto. Cristóbal comprueba que la altura del acantilado es apabullante. No hay tiempo para pensar, ahora resulta imposible discernir por qué su casa se ha desgajado de la isla de San Borondón. El porche está a punto de romperse en las piedras como la proa de un barco sin gobierno. Todo se da la vuelta. El agua quiebra los cristales. El hogar se parte en dos. El pasillo se inclina y Cristóbal rueda hasta el dormitorio. ¡Las semillas!, grita. Pero sabe que las ha perdido. ¡Las semillas!, se lamenta, aunque durante un instante, ya que los chorros de agua y espuma le dan de lleno en el rostro, y el tiempo para lamentarse es sustituido por la necesidad de sobrevivir. Los objetos se mueven en remolino. Un giro muy brusco hace que su cabeza choque en la mecedora. Cuando se da cuenta está bajo el agua. Una fuerza succionadora lo arranca del cuarto a través de la ventana y un telón negro hace que Cristóbal no sepa si tiene los ojos cerrados o está muerto. Silencio. Luego el grito de una garganta en la que cabe un huracán y el zarandeo de cuatro animales que intentan desmembrarlo, al menos así percibe Cristóbal los roces y los golpes de su cuerpo cuando el mar lo arroja hacia las rocas, donde, para su fortuna, un lecho de algas lo atrapa en su maraña cobriza, impidiendo que el agua y el acantilado lo destrocen. El fogonazo rojo del faro barre la zona. Estoy vivo, susurra. Siente el tacto de las algas alrededor. La fuerza de la tempestad lo desplazó de la línea de rompiente. Mueve los brazos, percibe un dolor agudo en la rodilla derecha, pero no necesita nadar. Los pies tocan piedra. Con dificultad libera un brazo y comienza a despojarse de las algas. El haz del faro vuelve sobre él. Tiene que subir. No puede quedarse allí. El mar se está llenando y serpientes marinas asoman las cabezas desde los arrecifes, hambrientas.


Lo necesitaba, dice Sulamita. Las vértebras se marcan en su espalda. El árabe bigotudo sostiene la humeante pipa. Están en el suelo de baldosas que imitan un mandala. Los dos bocarriba, escuchando llover de nuevo. Los niños y el camello se encuentran en silencio. El animal resignado ante el aguacero. Los niños, en el tejadillo, buscan huecos para espiar. Nos miran a través de las goteras, dice el árabe bigotudo. Sulamita se abre de piernas y frota el pubis. Se escucha una tos y varias exclamaciones. Al instante uno de los espías pierde el equilibrio y cae al patio interior, sobre una pajarera vacía. Los niños de Oka son ágiles y rápidos como monos del Indostán. Éste, nada más pisar tierra, se encarama a los troncos del níspero, sube la tapia y vuelve a la calle. En el tejadillo, risas y el sonido del agua. ¿Quieres?, dice el árabe bigotudo. Sí. Esto hace que salgan los colores del interior. El árabe bigotudo, de costado, pasa la pipa. La mujer se medio incorpora y fuma. Las risas del tejadillo enmudecen. El humo escapa por la nariz. Sulamita accede a una nitidez y viveza que le eran desconocidas. Fuma más, dice el árabe bigotudo. Ella asiente y vuelve a inhalar. Luego se tumba en forma de estrella, abandona la pipa y ve el rostro moreno, de nariz rota y barba áspera, encima. Maravilloso. Percibe el calor. La aproximación. En la piel de ese hombre se encuentran todas las rutas comerciales del mundo. Oh, huele a Malasia, selva de Borneo, desierto de Namibia. Hueles al mundo, dice ella. El árabe bigotudo baja hasta sus ingles. Ella ve una espiral de humo perfecta que parece una serpiente traslúcida suspendida en el aire. Cierra los párpados y el fogonazo rojo de sus sueños, el mismo que percibió hace un rato antes de comprar las semillas, retorna. Pierde la consciencia y al instante ve una escalera de caracol muy estrecha. Se encuentra en el punto más elevado de una construcción tubular. La escalera es de hierro. Tiene que bajar. Cuando llega a la altura de un ventanuco ve el cielo lúgubre y el mar embravecido. El viento hace temblar el tubo. Los cristales de los ventanucos se estremecen. Los peldaños crujen. Cuando la escalera muere y llega a la base del faro, una puerta. Golpean tres veces. Sulamita extiende una mano hacia el picaporte, gira y, antes de abrir completamente, aparece otra mano que presiona y anula su fuerza. El susto precipita una menstruación. Se trata de un hombre joven. Está herido. Antes de caer y de que Sulamita amortigüe el golpe, Cristóbal balbucea: esto no es un sueño. Sulamita le presta ayuda mientras comprueba que el joven tiene algas en el pelo y en la ropa y piensa que debe de ser el superviviente de un naufragio. Mira hacia arriba y comprende que no puede subir la espiral de peldaños con el herido. Ansiedad. La lógica de los sueños se impone. Entonces sufre un mareo y ve cómo la espiral se estrecha y estrecha hasta que el círculo allá arriba, donde está la linterna, se convierte en un punto luminoso que atrapa todos sus sentidos. Sulamita parpadea y vuelve a su isla. Ve el rostro del árabe bigotudo muy cerca. Se mueve de arriba a abajo mientras ella sangra. La angustia de despertar de un sueño que estaba a punto de resolverse la bloquea. Sulamita le pide al árabe bigotudo que pare, que se está agobiando. Él sonríe y le susurra que fumar conecta a los soñadores, pero a Sulamita esas palabras le resultan siniestras. Cuando mira a la boca de dientes negros y encías ulceradas ve una voluta de humo escapar. La temperatura aumenta. El árabe bigotudo se detiene, paralizado. Sulamita mira a su alrededor. Las paredes echan humo. Cuando toca los fornidos hombros con la intención de quitárselo de encima, palpa descamaciones y siente muchísimo calor. Sulamita piensa en la corteza de un árbol y ve que el rostro del árabe bigotudo se vuelve recio, con vetas y nudos propios de la madera hasta que se incendia ferozmente al igual que la casa. La mujer se agita, pero un tronco de noventa kilos en llamas sobre su delgado y desnudo cuerpo la bloquea. No puede salvarse. Va a morir de la peor forma imaginable. Sus sueños la prepararon para catástrofes líquidas, pero el efecto del fuego es desconocido para su mente, que se consume en un calor de matices amarillos hasta transformarse en una sensación de levedad luminosa y luego en un torbellino de oscuridad y violencia en el espacio. Entonces el árabe bigotudo la despierta y le ofrece agua guisada con jengibre para que se reponga. Sulamita, temblorosa y pálida, acepta hasta que llega la hora de partir para el árabe bigotudo, que después de calzarse le da un beso y susurra en la lengua universal de los comerciantes: Tengo que echar de comer a Lucifer. La mujer se queda en medio del mandala. Su cuerpo desnudo forma una cruz que los niños del tejado idolatran y desean.


Intercambiadas las pesadillas después de haber cruzado el umbral rojo cereza a la vez, a partir de ese momento, Sulamita, todas las noches, soñará con hogueras, erupciones, gigantes de magma, cosas que arden sin más… Cristóbal, todas las noches, soñará con cordilleras de agua, naufragios, diluvios, niágaras que se abren de pronto bajo sus pies. Al amanecer, cuando los gorriones se peleen buscando gusanos y las gaviotas insulten a los pescadores, cada cual se levantará de su cama. Sulamita abrirá el ventanal, observará el jardincillo y los puertos al fondo y sentirá paz al comprobar que las flores y las casitas para aves continúan en su jardín. Cristóbal respirará con hondura el aire especiado de los huertos en los que brota, sin dificultad, la semilla de los sueños y comenzará su rutina, su monótona e infeliz rutina en la isla que sólo los navegantes con dos aros pueden ver.


Sergio Barreto (Tenerife, 1984) Escritor. Ha publicado el poemario Los centinelas (Ed. Idea 2011). En 2011 presentó en la Librería de Mujeres la novela Una gasa delante de mis ojos, de Elsa López, leyendo la ponencia Elsa López-Alfonsina Storni: el contexto asumido. En 2012 presentó en el Instituto de Estudios Canarios una lectura de Elsa López mediante la ponencia Para una lectura de Elsa López. En mayo de 2012 participó, junto al poeta Iván Cabrera Cartaya, en el «VI Festival Internacional Palabra en el mundo. La isla en peso», en la Casa-museo Benito Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria. En 2013 participó en las lecturas dedicadas al Día de las Letras Canarias que promueve la Fundación Mapfre Guanarteme, presentando, junto al poeta Iván Cabrera Cartaya, la colección de poemas Sangre de eclipse (Fundación Mapfre Guanarteme, 2013). En 2013 colaboró con un relato para la antología de relatos méxico-canaria Entre el ahuehuetl y el drago (Ed. Baile del Sol).

Ha obtenido los premios Emeterio Gutiérrez Albelo (2012) por Libro del Observatorio, Benito Pérez Armas de Novela (2015) por Vs. (Ed. Salto de Página) y Las Justas Poéticas de Laguna del Duero de Valladolid (2016) por el poema Roma no es bella. Entre 2013 y 2015 fue propietario del café cultural Atelier des Fous, en San Cristóbal de La Laguna, donde se llevaron a cabo exposiciones de artistas emergentes, conferencias, lecturas poéticas (Ernesto Suárez, Francisco León, Isabel Medina, Ángel Guinda, Samir Delgado, Ramiro Rosón, Coriolano González, Miguel Ángel Galindo, Covadonga García Fierro, Daniel Bernal, Cecilia Domínguez, Balbina Rivero, Antonio Jiménez Paz, Bruno Mesa, María José Alemán Bastarrica, etc) coloquios, talleres y performances.


Entre 2013 y 2015 fue coordinador, junto al poeta Javier Mérida, del Área de Literatura del Ateneo de La Laguna. En 2014 presentó en el Instituto de Estudios Canarios, junto a Carlos Eduardo Pinto y Andrés Sánchez Robayna la obra poética de Manuel González Sosa, A pesar de los vientos (2013). En 2015 participó en el ciclo Entre Palabras, a cargo del escritor Daniel María y organizado por la Dirección General de Cooperación y Patrimonio Cultural. Entre 2015 y 2018 gestionó, junto a la poeta María José Alemán Bastarrica, la librería de segunda mano La Sala de Máquinas en San Cristóbal de La Laguna.
Fue miembro del comité de redacción de la revista digital de arte y pensamiento Piedra y Cielo, columnista de La Opinión de Tenerife (2016-2018) y ha reseñado obras y exposiciones para la memoria anual (2017) de TEA (Tenerife Espacio de las Artes). Fue miembro del jurado, junto a Alberto Pizarro, Elica Ramos y Javier Mérida, del IX Premio de Poesía Emilio Alfaro Hardisson. Participó en el IV Congreso de Poesía Canaria en el Ateneo de La Laguna, en el IX Encuentro Bienal de Arte de Lanzarote dedicado a Agustín Espinosa, en la antología de poesía El pescador de letras (Fundación Mapfre Guanarteme, 2019) y en el libro conjunto ARCA, ilustrado por el pintor Sema Castro (Ed. El Pampalino, 2019). En 2019 publicó el libro de poemas Libro del Observatorio 2011-2017 (Ed. La Palma). Fue invitado en 2019 a participar mediante una autolectura en el ciclo Mapas provisionales coordinado por el poeta Rafael José Díaz para el Ateneo de La Laguna. Coordinó para el Festival Internacional de Documentales MiradasDoc el boletín diario El Mirador (2020). Colaboró para la revista de poesía Nayagua, de la Fundación Centro de Poesía José Hierro (2020), y participó en el Programa de Actividades Literarias en Centros Públicos de Enseñanza Secundaria Encuentros literarios y Por qué leer a los clásicos promovido por el Ministerio de Cultura español (2020).


Poemas suyos han sido traducidos por el crítico y traductor Javier Hernández Fernández para el Instituto de Estudios Azorianos. Fue invitado como autor de referencia en el Universo literario de La Laguna (2020) promovido por el Centro de la Cultura Popular Canaria y el Ayuntamiento de La Laguna. Ha escrito para la Biblioteca Básica Canaria el prólogo al libro de poemas de Elsa López, El país de mi abanico, 2020. El guión Unbridel Horse derivado de su novela Vs. ha sido subvencionado por la Dirección General de Promoción Cultural del Gobierno de Canarias para el desarrollo de un largometraje, dirigido por el cineasta Iván López, por parte de Insularia Producciones. Ha publicado el libro de relatos Las estribaciones occidentales de Cydonia, Franz Ediciones, 2020.

2 comentarios

  1. El mundo que escribe y describe Barreto participa de la alucinación perfecta y del sueño. La prosa de la poesía y la poesía de la prosa.
    Fascinante lugar que seduce, con toda la habilidad del comerciante árabe que ha representado.
    Una “matemática tiniebla”, como dijo alguno de Edgar Allan Poe.
    Materia inflamable y peligrosa.

  2. Barreto atrapa desde la primera línea. Su exuberancia léxica pone capas de terciopelo y musgo a su historia. Una enorme delicia narrativa cuyo centro es algo tan pequeño como una semilla.

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