“La extimidad” Por Alejandro Tarantino (Sobre el libro de artista “Salitre” de Andrés Delgado y Victoria Díaz)

En la Revista Trasdemar difundimos el arte insular en nuestra sección "Latitud 28"
Portada de “Salitre” Libro de artista de Andrés Delgado y poemas de Victoria Díaz

Presentamos en la Revista Trasdemar la colaboración del autor Alejandro Tarantino (Cantabria, 1963) Poeta y ensayista, integrante del colectivo Tresensuma, Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Salamanca, Máster en Estética y Teoría de las Artes por la Universidad Autónoma de Madrid. Nuestro colaborador a quien damos la bienvenida nos ofrece el ensayo titulado “La extimidad humana del espacio/paisaje” que publicamos en primicia dentro de la sección “Latitud 28”, dedicado al libro de artista “Salitre” de Andrés Delgado y Victoria Díaz, que fue presentado el pasado 22 de septiembre en La Fábrica de Madrid. El libro consta de cinco impresiones del artista Andrés Delgado y cinco poemas de Victoria Díaz, “con él los autores buscan compartir el asombro ante la vegetación insólita, la supervivencia en condiciones extraordinarias y la belleza sutil” en el sur de Tenerife.

Andrés Delgado, Alejandro Tarantino y Victoria Díaz (Fotografía, La Fábrica, Madrid)

La extimidad  [1] humana del espacio/paisaje

La sal, la mar, la isla, el volcán, la tierra tocando el origen; lava y vida, calima y turba, un tendal junto a un muro de basalto y rofe rojo de los tarajales

ALEJANDRO TARANTINO

Ser consciente para hacernos conscientes de que la obra artística –los límites difusos de este adjetivo y la necesidad de sustantivarlo están dentro del trabajo de Andrés Delgado– es tal por estar inmersa en el fluir de la historia y el arraigo a la realidad –otro concepto que en la abstracción propia de Andrés se hace habitable, porque su forma de devolvernos el alrededor es ampliarlo, dándonos una continuidad entre lo que se mira, en el afuera, y lo que contemplamos, hacia dentro…[2]–. Esta claridad a la hora de crear, le da la pertenencia y la comprensión de ser paso y eslabón en el esfuerzo común, político (Isegoría; Parresía), para la consecución del bien común: los espacios que la obra de Andrés Delgado generan, son en muchos sentidos un legado democrático, sobre todo por cómo se entiende, y él mismo lo expresa como ciudadano, la república del saber y la sensibilidad,  el arte en su funcionalidad social y cívica: la civilidad estética es una constante entra la materia y la abstracción, entre el hacer con las manos y el pensamiento, en Andrés. Por decirlo con contundencia, él es un valiente, que defiende la igualdad, dialogante y esperanzada, de las artes. No es un egóforo que ensimisma su discurso haciéndolo ajeno al dolor social, Andrés es un lugar para hablar del dolor; tiene la perspectiva de la experiencia, sabe que el dolor es una gradación hacia los infiernos, y que muchos –demasiados…– lo sufren más que él, que nosotros. Desde ahí, ¿cómo no haber comprendido el sentido de la creación? De no haberlo hecho, su obra se hubiese diluido en el engolamiento eyoico del artista, en la construcción de una intimidad inútil. Pero lo hizo, comprendió que todo lo que creamos es un paso, un eslabón, una elevación en la tarea de ser una humanidad menos tanática, más erótica. Andrés es otro, hoy otro [3], entre otros, y serlo le da el aura del nosotros esos hijos del “antes”, de los anteriores…–. Y en esta labor por la consecución del bien común desde el arte, labor por alcanzar la justicia social, se encuentra con Victoria Díaz Zarco, y ambos confluyen en su amor por el paisaje, y lo transitan, y como hicieron los anteriores, hibridan pintura y palabra pisando la juventud volcánica de la tierra, el sentido sin ambages del origen; todos sabemos que él, el sentido, se mancilla y emponzoña con el olvido del antes

La sal, la mar, la isla, el volcán, la tierra tocando el origen; lava y vida, calima y turba, un tendal junto a un muro de basalto y rofe [4] rojo de los tarajales, los pasos silenciosos por la zahorra de Güímar acompasando el pensar y la altura de la vida. El cielo descubierto, no solo en la claridad de los alisios, sino como bóveda del paisaje que tamiza su luz, descubierto por mirado; como si desde su abstracción la distancia y el viento, la memoria de la materia, marcasen las orillas de su insularidad «en las anteras y el vacío» –escribe Victoria–. En esta obra hay conciencia de finitud, eso que sabemos le da sabor y olor a la vida…

En la obra conjunta de Andrés y Victoria, el poema “Tarajal”, nos dice sin decir, con la inversión de los corchetes, que hay un antes y un después que no se dice, que se sabe que guarda el polen de la continuidad, que todos llegamos a lo creado con la posibilidad de entenderlo y hacerlo nuestro, aunque no supiéramos que podíamos hacerlo. Esa inversión nos remite a la materia; y es la palabra la que aporta una información adicional, la que interrumpe con su respiración el sentido inaprensible de una segunda naturaleza que nos es necesaria desde el Paleolítico… así el poema se hace lítico y salino ante la materia que se sabe ella misma, y busca, solo busca, porque encontrar no pertenece al lenguaje de la esperanza. Busca entre la dunas, entre los balancones [5] cubiertos de salitre, la raíz de la palabra que pareció adentrarse en el barranco de Erques, en las tierras de Malpaís, en la Playa de la tejita, donde uno puede pasear con fantasmas mnémicos –huellas de la memoria– junto a las fortalecedoras palabras poéticas que urden aquello que nos sostiene con el paisaje; entre sal y piedra deambula Andrés, junto a Victoria, como lagartos en la Montaña Grande buscando el sol: la luz que, como un naturalista, describe en sus obras él; la luz que ella puede encender –la tea poética de los faros interiores– en «olas que no se rompen», en el corazón de la simiente del fresno. Cantos azules y palabras blancas, litoral y espuma, bajo el auspicio del volcán, de Montaña Roja en El Médano, del vértigo que provoca la solidez abrupta del suelo, «donde trazar el fuego / donde alcanzar el vuelo» –escribe Victoria–, quizá sobre los verdes de Andrés, que no dejan de expresar la transformación de la memoria, una geografía pictórica de lo mudable que los arbustos, tomillo y orijama en equilibrio con la maresía [6], evidencian; colores de la tierra, de las plantas y del aire, al borde de la inmensidad azul. Hay una generación de lo vivo en el arte, quizá su única perpetuación para los de después, para el luego… que serán, será, el producto de las metamorfosis –de Ovidio a Kafka la tensión entre arte y naturaleza–: la extimidad que surge del devenir y el cambio, tan pelágico, tan real en un archipiélago, tan biológico y metáfora del Eros que ha navegado desde la Grecia arcaica…

Alejandro Tarantino Aréchega

Septiembre 2022


 [1] Lo que yace en el afuera está en el adentro. Creamos lo real con lo que la realidad nos ofrece, hasta convertirnos en parte de la realidad sin nosotros. Nuestro ser candente será petrificado por el tiempo y fertilizado por los que serán.

[2] Este territorio, esta tierra de nadie, en la que se aventura y explora el vivir, fácil de expresar pero complicada en la existencia por desconocida e intuitivamente abisal; este lugar entre el sujeto y el mundo…

[3] La alteridad necesaria, no el lugar de la imaginación, ni siquiera dialéctica, sino el topos simbólico de los significantes de un artista, el lenguaje y el cuerpo de la huella inconsciente.

[4] Rofe es el término específico que se usa en Lanzarote para la arena volcánica de granos gruesos y rugosos, usada como capa superior de un terreno cultivado.

[5] Traganum moquinii es una planta arbustiva nativa en las islas Canarias, que crece en zonas arenosas costeras. Sus flores son solitarias…

[6] Aire cargado de humedad marina. El olor de la mar.

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