“Entre la piedra y la luz” Por Selena Millares

Retrato original del poeta (Foto cedida por Susana Millares Betancor)

Presentamos en la Revista Trasdemar una colaboración especial de la autora Selena Millares, escritora y filóloga, Doctora en Letras por la Universidad Complutense de Madrid. Con motivo del Centenario de José María Millares Sall, nos comparte el ensayo titulado “Entre la piedra y la luz”

El poeta había nacido en 1921 en el viejo barrio grancanario de Vegueta, en el seno de una familia de artistas e intelectuales republicanos, que le aportó una atmósfera propicia para el desarrollo de su vocación por la poesía. José María Millares era el tercero de los nueve hijos del poeta y dibujante Juan Millares Carló y la pianista Dolores Sall, y se dedicó tempranamente al cultivo de la música, la pintura y, sobre todo, la palabra

SELENA MILLARES

Sólo la palabra puede redimir del olvido los reinos perdidos, y también los robados: convocarlos incesantemente, sembrarlos de luz fecunda, volver a recorrer ese breve relámpago que es la vida con su finitud exasperante, descubrir mil veces el sabor del mar o del deseo, y también mil veces señalar y maldecir, con la debida insolencia, a quienes instauraran el imperio de la sombra. En esa certeza se instalan los versos de José María Millares Sall, que tienen su punto de partida en el ya lejano 1946, año de publicación de Canto a la tierra y A los cuatro vientos, cuando apenas contaba con veinticinco años de edad.

El poeta había nacido en 1921 en el viejo barrio grancanario de Vegueta, en el seno de una familia de artistas e intelectuales republicanos, que le aportó una atmósfera propicia para el desarrollo de su vocación por la poesía. José María Millares era el tercero de los nueve hijos del poeta y dibujante Juan Millares Carló y la pianista Dolores Sall, y se dedicó tempranamente al cultivo de la música, la pintura y, sobre todo, la palabra. Los tiempos sombríos que sobrevinieron para España a partir de 1936 tuvieron graves consecuencias en su entorno: a sus quince años, es testigo de los violentos registros policiales en su domicilio, la detención de su hermano mayor y la depuración de su padre, condenado al silencio y la miseria, que pronto se cobró la vida de uno de sus hijos. El resto hubo de abandonar los estudios, aunque pronto el hogar se hizo escuela, y los hermanos Millares Sall se entregaron a una apasionada actividad artística. Los mayores hubieron de buscar empleo, y José María entró pronto a trabajar en las oficinas de una compañía naviera, donde permanecerá hasta su jubilación, mientras el río de la palabra mantiene su flujo incesante, al tiempo que su formación autodidacta encuentra maestros sucesivos en muy diversas voces, con las que dialoga a través de los años: entre los clásicos hispánicos, Juan de Yepes –San Juan de la Cruz–, Quevedo, Góngora y Villamediana; del modernismo, Alonso Quesada y Tomás Morales; después, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, la generación del 27, Neruda, Miguel Hernández y Vallejo, entre otros.

Con el núcleo familiar, José María Millares se dedica a la preparación de revistas artesanales como La Pandilla, Racha, “Revista íntima de literatura”, o Viento y Marea, “Revista literaria de intimidad en lucha con los elementos” —según reza con humor su subtítulo—. Después, su ferviente dedicación a la poesía lo lleva a participar en tertulias literarias y recitales —en el café El Polo, y luego en El Museo Canario—, a colaborar con las revistas Luces y Sombras y Mensaje, y a elaborar los poemarios citados, publicados en la colección “Cuadernos de poesía y crítica”. Ésta era impulsada por el editor y librero Juan Manuel Trujillo, que en 1927 había fundado en Tenerife, junto con el malogrado surrealista Agustín Espinosa, la revista de vanguardia La Rosa de los Vientos (1927-1928), precedente de la decisiva Gaceta de Arte (1932), y ya en los cuarenta, instalado en Las Palmas, había sido el artífice de la “Colección para treinta bibliófilos” (1943-1945), donde colaboraron, entre otros, Juan Millares Carló, Ventura Doreste, Pedro Perdomo y Ángel Johan, poeta republicano gallego afincado en Canarias, que acababa de cumplir cuatro años de condena en las cárceles del franquismo.


LA AVENTURA DE PLANAS DE POESÍA

En 1947, José María Millares colabora en el primer volumen de la colección “El Arca”, junto con Ventura Doreste, Pedro Lezcano y Ángel Johan, así como sus hermanos Agustín, también poeta, y Manolo, pintor. Se trata de la arriesgada y combativa Antología cercada, primera muestra colectiva de poesía social en la posguerra española, que desde su título delata el clima de asfixia y opresión que condiciona ese momento histórico. El libro recibirá numerosos reconocimientos, como el de los poetas Gabriel Celaya —quien se preguntaba “¿Cómo les han permitido publicarlo?”— o Vicente Aleixandre, que en 1982, en la celebración del 35 aniversario de su publicación, escribe: “En mi memoria está, y mientras yo dure, lo que representó esa Antología en la evolución de la poesía española. Fuisteis los verdaderos pioneros de un movimiento que había de dejar un hondo surco en la marcha de nuestra lírica y además me atrevería a decir que en el mismo decurso de la cultura social”.

La composición de José María Millares incluida en el volumen se titula “Labios de acero”, y su clima onírico deja entrever, como un escalofrío, el cuerpo yerto de un reo ejecutado: “Sobre piedras recientes de soles y silencios / la sangre quedó fija, y en sus ojos / abierta la mañana”. Pronto preparará el poeta una nueva entrega, Liverpool, deslumbrante relato de una anábasis —viaje espiritual, sómnico— hacia los muelles de Liverpool y Hong Kong, de nuevo en busca de un oxígeno que falta en la inmediatez, en una experiencia que se acerca a lo surrealizante: “…abridme paso, dejadme cruzar este túnel de plomo […] Yo he podido navegar / sobre la última ceniza del aliento de una estrella…” La rareza del libro no hacía fácil su publicación, y para poder sacarlo a la luz su autor concibió una nueva colección, que se llamaría Punto y Aparte, un título afín a su espíritu de ruptura, tanto formal como temática. Al proyecto se sumaron de inmediato sus hermanos Manolo —que ilustró Liverpool, y también otros números—, y Agustín, que propuso el nombre definitivo para la serie, Planas de Poesía. Nace así esa colección ya mítica, de exquisita factura, que ha sido objeto de diversas reediciones —totales o parciales—, y cumplirá un papel crucial en ese páramo que fue la poesía de la posguerra española. Ahí colaboraron los hermanos Millares Sall junto con otros artistas del momento, y además se recuperaron piezas de autores como Alonso Quesada, o Federico García Lorca, cuyo inédito “Crucifixión” vio en esas páginas la luz por primera vez. El manuscrito había sido regalado en otoño de 1935 por el poeta granadino a su buen amigo Miguel Benítez Inglott, musicólogo canario, quien lo dejó en su casa de Barcelona; Lorca se lo pidió para incluirlo en Poeta en Nueva York, pero llegó la guerra y su muerte, y el poema, recuperado por Inglott en 1939, permaneció muchos años inédito hasta ver la luz en Planas, acompañado por otros textos, como unas “Seguidillas” de José María Millares, quien ahí se hermana con la vocación musical y popular del poeta asesinado (“Yo tengo, Federico, / de Andalucía, / la guitarra en el vino / de tu alegría…”).

Entre los dieciocho números de la revista que pudieron ver la luz entre 1949 y 1951, se encuentran otros dos dedicados a poemarios de José María Millares, que testimonian su poderosa versatilidad poética: a la vertiente surrealizante y la popular, ya anotadas, se une la clasicista de Ronda de luces —el número 5, del 4 de marzo de 1950—, con sus octavas de estirpe gongorina, cuya intensa musicalidad será definitoria en todo el itinerario del autor. Ya en 1951, una nueva pieza suya supondrá el principio del fin de Planas: Manifestación de la paz, donde el poeta declara tener “abierto, siempre abierto, por la paz, / sangrando el corazón”. El ejemplar se cierra con una fecha decidora en su colofón: 14 de abril de 1951, es decir, el XX aniversario de la proclamación de la República. La maquinaria de la censura extendió al fin sus tentáculos hacia la revista, y en octubre de ese año, cuando ya ha salido el número 18, la Brigada Político Social, dirigida por Roberto Conesa, viaja desde Madrid a Gran Canaria con la misión de cancelar la colección y detener a sus impulsores. La revista es considerada por la policía del régimen como “propaganda efectiva en pro del ideal comunista aunque tratando de disimularlo con la intitulación ‘Manifestaciones de la Paz’; hechos y actos todos que afectan de un modo directo a la seguridad de la Organización política Nacional”, según reza el auto oficial, en todo desmedido; en los archivos policiales de la época aún puede leerse que “era dedicada a difundir versos de Rafael Alberti, obras de Picasso, José Bergamín, todos ellos exilados en el extranjero y colaboradores del movimiento Pro-Paz”. Los responsables son detenidos y sometidos a consejo militar —algo insólito incluso para ese tiempo—, y después pasan a la vía civil, que mantiene lo dispuesto en la ley de enjuiciamiento criminal, en un largo proceso: José María Millares, como director de Planas, es encerrado en una mazmorra bajo el mar, en el muelle de Santa Catalina, durante varios días de incomunicación y oscuridad absolutas, donde es torturado. Esa experiencia brutal del poeta, que en aquellos momentos sólo esperaba la muerte, dejará honda huella en su personalidad y en su escritura, como puede constatarse especialmente en sus últimas composiciones.

Después de una estadía en la prisión de Barranco Seco, el poeta quedará en libertad provisional, circunstancia en la que se casa, en 1952, con la poeta Pino Betancor, con la que habrá de tener siete hijos. Juntos trasladarán su residencia a Madrid en 1956, y salvo un paréntesis isleño entre 1960 y 1964, allí permanecen hasta 1975. En la capital, Millares mantiene su actividad creadora, siempre incesante, y frecuenta las tertulias literarias y los recitales que tienen lugar en los sótanos de la librería Ínsula, en la calle del Carmen, junto a poetas como José Hierro, Leopoldo de Luis o Gabriel Celaya. Éste se expresará en términos entusiastas hacia los versos de Millares: califica su poesía como “alentada por esa hermosa cólera de la verdad”, y enaltece su poemario en eneasílabos Árbol de la unidad —al que después Leopoldo de Luis dedica un homenaje en Caracola—, al tiempo que destaca el ritmo “jadeante” de otro de sus inéditos, ese ritmo entrecortado que es frecuente en la escritura vehemente de Millares, y que será especialmente definitorio de su última etapa. Max Aub, por su parte, lo incluirá en su antología Una nueva poesía española, publicada en México en 1957, si bien la naturaleza de su compromiso, disidente de las servidumbres del didactismo realista que impera en la época, quedó al margen del canon, lo que condiciona una voluntaria marginalidad que define su itinerario biográfico.


LOS AÑOS OSCUROS

Millares se dedica en años sucesivos a la preparación de libros artesanales, que firma en ocasiones con el seudónimo Juan Martín el Empecinado; también se dedica a la composición de letra y música de canciones —como “Campanas de Vegueta” o “De belingo”—, expone su obra plástica en Las Palmas, Tenerife y Madrid, y colabora aún en otro proyecto literario familiar, la revista Millares. El nombre refería a su naturaleza íntima o doméstica, que pretendía burlar a la censura, pero poco a poco fue acogiendo firmas externas y difundiéndose más; la actuación oficial llegó de nuevo en 1967, cuando estaba a punto de salir el número trece de la colección, que quedó trunca. En 1966 publica ahí José María su poemario Aire y humo, ilustrado de nuevo por su hermano Manolo, donde el verso es casi caligrama que dibuja en la página el tránsito vertical de los elementos que dan título al libro. El último poema regresa a la métrica tradicional con sus alejandrinos trepidantes:

            …Ahogad la alegre vía que surca nuestra sangre,

                el paso de los trenes, el cielo, su esplendor,

                tus ojos, mi memoria; ahogadme hasta que calle,

                ahogadlo, ahogadlo todo, pero nunca el amor.

Como los tiempos siguen siendo poco propicios para publicar versos, Millares decide lanzarse a la aventura de refundar Planas de Poesía, a fin de sacar a la luz un inédito que conserva desde hace ya algunos años: Ritmos alucinantes. Éste inaugura la segunda etapa de la revista, en 1973, con el formato original; la ilustración de cubierta es del propio poeta, y la cubierta posterior recupera el emblema de las Planas originales, el dibujo titulado “La familia”, de su hermano Manolo —fallecido en 1972—, al que pertenecen también las palabras transcritas en la solapa: “El arte no debe serlo porque agrade […] sino más bien porque duela rabiosamente”. El poemario mantiene las constantes que vertebran el itinerario poético de José María Millares, con su ritmo vibrante, sanguíneo, que da curso a la rabia y a la idea, y que afirma con uñas y dientes un futuro luminoso:

…cuanto más me requiero,

cuanto más me embarranco, me desoigo,

me clavo de raíz en los recuerdos

por sólo despertar para gemir de nuevo

la rosa siempre abierta de las manos

que un día han de invadir

la verde plenitud de las montañas,

la aurora de estos versos, cuanto más en la muerte,

cuanto más me los viva…


REGRESO A LA LUZ

Cuando toca a su fin la larga noche de la dictadura, comienzan a sucederse las ediciones de la poesía de Millares con una fluidez nueva, a partir de Hago mía la luz (1977), que aparece en la colección “Paloma Atlántica” de la madrileña Ediciones J.B.; le siguen Los aromas del humo (1988), En las manos del aire (Vegueta y otros sueños) (1989), Los espacios soñados (1989), Los párpados de la noche (1990) y Azotea marina (1995). En 1996 publica dos libros, Paso y seguido (Sexmas) y Blanca es la sombra del jazmín, sobre el cual le escribe Leopoldo de Luis unas líneas entusiastas, donde observa una evolución de su poética, que ha pasado, a su modo de ver, “de ir a las cosas y tomar de ellas la poesía, a volver de las cosas y hacer brotar la poesía de ti mismo”. En 1997 aparece una nueva entrega del poeta, Escrito para dos, sobre la que Jorge Rodríguez Padrón ha escrito: “se agita, bullidor entre estos versos […] el tiempo y la memoria: no en la simpleza de su reconstrucción narrativa, en la evidente huella, o mordedura, que dejan en la palabra […] estos poemas tienen la virtud de no claudicar, de alzarse —con el tiempo dentro, y con su herida— por encima de todo llanto”.

Aunque sus inéditos —como Canto abierto, El profesor, La hoz y la paloma, Texturas ibéricas, Aguafuertes o el último, titulado Krak (2009), de un insólito humorismo— siguen siendo hoy más abundantes que sus poemarios editados, son muchos los libros suyos que en años sucesivos aparecen en las librerías: Objetos en 1998, Pájaros sin playa y Sillas en 1999, Regreso de la luz en 2000, año en que además se publica un disco de “Homenaje a José María Millares y Pino Betancor”, que incluye piezas con letra y música elaboradas por él y su mujer. El fallecimiento de ésta en 2002 impulsa la escritura de Mara y Lámpara de los bastones, aunque pronto el poeta dará un golpe de timón en su andadura para alejarse de la tristumbre de esos poemarios. En una nueva experiencia de simbiosis de las artes, comienza a dedicarse a la elaboración de haikus de singular factura, que expone, ilustrados por sus hijas Susana y Sandra, en las salas de MAPFRE, bajo el lema Escritura y color. Paremias y otros poemas (2006). El catálogo incluye una breve muestra de esa cantera de versos: “De largo y muerte / sin ojos en los míos / no quise verte”; “Y si pudiera / volvería a ser página / de lo que sueña”; “Cajón vacío / porque guarda memoria / de los olvidos”. Ese mismo año aparece, en el número 3 de la colección Memoria viva, producida por la Casa-Museo Tomás Morales, un CD con la grabación de un amplio recital del poeta, donde quedan patentes sus excepcionales dotes para el ritmo y la directa comunicación con su público.

Entretanto, se suceden los galardones y reconocimientos —hasta culminar con el Premio Canarias de Literatura en 2009—, y también las reediciones de sus obras, como Manifestación de la paz en 1990, o Liverpool, que es objeto de una cuarta edición en 2009, en el sesenta aniversario de su primera aparición, por parte de la editorial Calambur. La vigencia de esos versos, que no se han visto afectados por el paso de los años, harán recordar a menudo a José María cómo, ante las dificultades de la primera edición, su padre le profetizó: “has escrito un libro para generaciones futuras”.

Mientras, el poeta mantiene su dedicación ferviente a la escritura, ahora con una experiencia casi abisal, de la que se han publicado algunas muestras con los títulos Cuartos y Celdas, ambos de 2007, y que parte de 2002, cuando se produce la muerte de su mujer. Es entonces cuando comienza a preparar unos cuadernos –de unos veinte poemas cada uno– que inicialmente titula Cuartos, donde se entrega a una nueva línea de creación: espontánea, impremeditada, que va naciendo cotidianamente, sobre todo de madrugada. Las palabras fluyen libres a partir de un tema dado, que a menudo da título al cuaderno; a veces, sin embargo, ese título es totalmente arbitrario y sólo busca identificar el cuaderno y distinguirlo del resto. Una vez volcada en la página esa arcilla poética, Millares la modela, establece los cortes de cada verso, decide su plasticidad escultórica y le da la forma final. Para conjurar la temática elegíaca que aquejaba sus últimos poemarios, decide viajar hacia muy atrás, hacia su infancia y juventud, la casa familiar con sus azoteas abiertas al juego y la ensoñación, la playa y el mar. Esos cuartos —de los ratones, de los huéspedes, de adentro, etc.— irán derivando de un modo casi imperceptible hacia las enigmáticas celdas, un nuevo nombre que delata su ensombrecimiento, en un complejo proceso de instrospección en la propia memoria, donde domina especialmente la vena existencial, contrapunteada con la intimista y la satírica. La vocación surrealizante, que se intensifica, no se revela, sin embargo, como escritura automática o hermética, ni impide o dificulta la comunicación con el lector, y ahí está una de sus grandes paradojas, y también uno de sus privilegios: la inteligencia del poeta vela por una lucidez que convive con la visión, en atmósferas oníricas donde se suceden las iluminaciones, y el lector tiene la sensación de asomarse al acuario insólito de un pensamiento en marcha.

Poco a poco, esas celdas —que se multiplican en innumerables cuadernos— van articulando un universo autónomo poblado de símbolos. Encadenadas entre sí, construyen un laberinto imaginario que el poeta transita más allá de la linealidad del tiempo: puede ser la celda casi monacal donde se desarrolla la escritura, o incluso la celda interior del propio yo, del alma del poeta, y también los cuartos que, en su madurez, transita una y otra vez —“el bastón oyendo oscurecidos sus pasos / y la mañana con su ruido de escoba”—, acosado por el dolor de ausencia o la soledad de la urbe: túneles, pasillos, calles vacías, ascensores y habitáculos fríos, solitarios, como esa otra celda donde espera la noche última, en imágenes sobrecogedoras —“Aún / tengo que estrechar / aún más los hombros para poder salir / del silencio y entrar por la puerta de la muerte…”—. Pero también puede ser el recuerdo del aula escolar donde el niño se distrae de la lección, y también la casa de la infancia, donde el abrazo materno ahuyenta las pesadillas, o una gruta recurrente imaginada como refugio —donde una araña y una piedra son las fieles compañeras—. Pero es igualmente aquella siniestra celda de tortura —“fosa abisal de la escritura”— que regresa, tercamente, a la memoria, en una imagen generatriz que vertebra las visiones y condiciona un abismo de sombras y malandanza, y que a su vez evoca otra celda inmensa: la de todo un país sometido a su carcelero.

De ahí emerge otra imagen recurrente y oscura: la del sujeto empeñado febrilmente en cavar en esas piedras en busca de la luz, de otro espacio, ahora definido en la verticalidad ascensional: la imaginación y la memoria son motor del vuelo, posibilitan la conquista de lo negado, el regreso a la casa de la niñez —sin cancelas, con la ropa tendida al sol—, y también sus azoteas y escaleras, y las torres con sus palomas y campanas al vuelo, y la poesía, única luminaria posible contra esa oscuridad. El poeta cava febrilmente —“cavando toda la noche / la luz toda la noche para verle los ojos / a las estrellas ciego toda la noche”—, para desenterrar la luz libérrima de la escritura, estrella de esa noche simbólica, en pasajes visionarios de una dolorosa lucidez, deudora de aquella “celda cero” enterrada bajo el mar: “Escribo / a ciegas y palpo la oscuridad / de la luz / que alimento de sílabas y pasos…”

Esa fuga ascensional construye, en su verticalidad, nuevos espacios que garantizan el vuelo libre, más allá de las paredes de piedra que definen el deambular del poeta en un plano horizontal. La palabra y su sortilegio hacen posible esa afirmación de la vida, la memoria, el futuro: las cosas familiares se entrelazan con el mar, el cielo y la tinta, todo se contagia de esa luz que sueña, que se eleva fugitiva, poderosa, en una constante anábasis, en tanto que el idioma se despoja de lastres retóricos para mostrar una desnudez austera y altiva, una transparencia que se ofrenda íntima, cercana, próxima. Ese vuelo también recorre en visiones terribles un pasado ominoso, su dentellada amarga, su cicatriz indeleble, redimidas por la escritura, que dibuja escaleras y horizontes para negar aquellas celdas; mágicamente la palabra ejecuta el exorcismo, ahuyenta la sombra y se hace bálsamo y camino, con su fortaleza irreductible:

Escribes

cortina y se te cierran

las ventanas y si escribes puerta

se te abren los ojos

y no sabes cómo salir sin quedarte a oscuras

y si escribes pájaro aún no sabes

que fueron hechos

para volar como cuando

escribes

       muchacha.

El centelleo de la palabra se alza contra el olvido, contra el silencio, contra la muerte, y afirma lo vivido a pesar de los fracasos, del desaliento por no haber podido ser más que palabras escondidas en la rutina hostil de las oficinas. Sombra y sangre se hacen signos de un tiempo infausto, de miseria moral y de crimen consentido, bajo la bendición de las instituciones eclesiásticas; un tiempo en que “la luz / quedó suspendida bajo tierra”, y de ahí la obsesiva tarea de la azada: porque está enterrada pero viva.

Esa luz —y su dialéctica con la sombra— constituye uno de los símbolos centrales de este poemario; en el juego de las paradojas, la escritura es agujero negro que ilumina la nada. También es axial el simbolismo complejo de la piedra, de significación plural: nombra, como se ha dicho, los muros de las celdas, el anclaje que lastra el vuelo, pero puede ser mucho más. Es la fortaleza que asegura la permanencia, que niega el polvo y la ceniza, y puede representar el verso lanzado al universo por la honda del poeta, o la materia firme que construye escaleras y torres, o la piedra de río que llena el agua de música, que adormece y abre las puertas al sueño y a la dicha, y también el guijarro que murmura ante el embate de las olas. Esa piedra puede incluso sangrar y sentir en imágenes visionarias, y puede ser instrumento de escritura, y superficie escrita: “Quema la piedra que escribe / sombra contra el muro…” En aquella gruta imaginaria antes nombrada, la piedra es compañera y amiga, y también la enigmática araña que con ella habita la cueva, con menor presencia pero también con una significación ambigua: es la tejedora humilde, entregada como el poeta a su tarea –“en un rincón del sueño teje tiempo / y teje letras y páginas […] teje luz de la niebla donde habita la piedra / y libre los caminos / para todos los hombres teje / un lugar / para el amor”. Pero también puede ser trasunto de la parca siniestra, de la muerte robadora con su ojo vigilante, tejiendo sólo “polvo y sueños”. Ambos símbolos, piedra y araña, encierran la paradoja de los contrarios, donde se impone siempre la vertiente positiva, la voz de la esperanza. Lo mismo ocurre en la dialéctica entre la palabra y el silencio, la luz y la sombra; silencio y sombra pueden ser armas del mal, pero también vivero fértil de ensoñaciones, motor para nuevas invenciones y nuevas rutas:

…allí palpa la oscuridad y toca

la versión que de la celda

hace la débil luz de una luciérnaga

y dicta a la altura

con qué pasos cuenta para subir la escalera

y llegar a la cima

y a la noche prenderle el silencio

que despide

en su indecisa claridad

la

estrella.

Entretanto, las fuerzas del mal son conjuradas desde la ironía y el humor negro: el poeta huye de lo trágico y lo elegíaco, que supondrían un modo de claudicación, y conjura la amenaza a golpe de humor, a veces visionario, a veces satírico o escarnio despiadado, contra la noche robadora de la luz, o contra los sicarios y lacayos de la tiniebla. Es frecuente la sátira anticlerical, que Millares también proyecta en su obra plástica, y que denuncia a una institución que apuntaló la continuidad de la ignominia con el regreso de las prácticas inquisitoriales. La ira del poeta en este terreno se intensifica a causa de razones vividas en la propia sangre: ya su bisabuelo, el historiador y novelista Millares Torres, autor de una Historia de la Inquisición en Canarias, fue anatemizado por el obispo Urquinaona en un edicto público, y los problemas continuaron con sus hijos, los hermanos Millares Cubas, que cuando representaron en Zaragoza, de la mano de Margarita Xirgu, su pieza La ley de Dios, a pesar de su éxito, vieron protestada la obra por el sector católico, que consideró que ofendía al sacerdocio; por cierto, una curiosidad: el título de otra de sus piezas teatrales, José María, es el origen del nombre del autor de este poemario. En la siguiente generación, el poeta Juan Millares Carló, su padre, sufrió en carne propia, con toda su familia, la persecución de un presbítero, delator investido por el régimen de un poder omnímodo, que logró su silenciamiento de por vida.

Esa luz que nos quema fue el último libro que dio a la imprenta en vida, y recoge una muestra plural de la producción poética de José María Millares entre 2002 y 2009, articulada en nueve celdas: “Marina” incluye poemas biográficos, intimistas, en tanto que “Playa” y “Luciérnaga” agrupan piezas de tema amoroso, dedicadas a la compañera fallecida. “Memoria” recoge composiciones sobre los tiempos del régimen, a veces muy descarnados y satíricos, y el tono se reitera en “Aguaviva”: su nombre de medusa anuncia su mordacidad, y su humor negro incluye un gran carnaval de ultratumba, así como imágenes esperpénticas: “pasaba un entierro y las guitarras / tocaban haciendo bailar al muerto”. La celda “Música” comparte ese tono, y reúne composiciones dedicadas a ese arte hermano de la poesía, que también practica Millares, quien ahí transcribe en palabras la música de Händel, así como la meditación que la acompaña. La poética del autor es objeto de numerosos poemas, agrupados sobre todo en la celda “Tinta”: escritura sobre la escritura. Puede entenderse en el mismo terreno la celda “Celan”, homenaje al poeta rumano que se suicidó en el Sena en 1970: sumergido en las aguas, en imágenes visionarias sigue dejando fluir su verso, como lo hizo la voz orfeica. La búsqueda de la luz de la escritura en ese mundo sumergido vuelve obsesivamente sobre la imagen de aquella celda abisal, en visiones sómnicas: “Paul Celan dibujando / bajo las frías y turbulentas aguas / la escritura / del Sena […] en el fondo de las aguas una luz / sólo una luz / allí”. Encontramos de nuevo al prisionero que cava, araña las paredes, desgarra los hilos de la noche, hasta que se produce el milagro: “en el Sena ya flotaban / poemas / de Celan”.

Finalmente, la celda “Umbría” recoge estremecedoras visiones de la muerte, contemplada por el poeta desde una atalaya altiva, y subvirtiendo el mensaje quevedesco: “ahora / no fue nunca / cuando sólo fuimos siempre / huyendo hacia mañana”. La muerte convoca una paradójica permanencia, y frente a esa nómina de despojos que impone la vida, el poeta esgrime la afirmación de todo lo soñado, la celebración de la palabra y la belleza, de la luz y el delirio, del futuro siempre:

Es

hora de recoger

y llenar la maleta de pájaros

y palabras y de cosas pequeñas y olvidadas

que si mañana viene la noche

hasta la madrugada

estaremos

igual que ahora

                                  dibujándolas.


Selena Millares es escritora y artista. Nació en Las Palmas de Gran Canaria (España). Doctora en Letras por la Universidad Complutense de Madrid, vivió en Minneapolis (Estados Unidos), París, Berlín, Santiago de Chile y Alghero (Italia) con el fin de continuar su labor de investigación y docencia. Profesora de literatura hispanoamericana de la Universidad Autónoma de Madrid desde 1996. En 2014 obtiene el Premio Internacional de Literatura Antonio Machado (Collioure) por la novela, El faro y la noche. Entre los títulos de sus obras de creación figuran: Páginas de arena / Pages of sand (bilingüe, poesía), trad. C. Reyes, Oregón, Trask House, 2003, Sueños del goliardo. Poemas pintados 2004-2013, Madrid, Cuadernos La Corrala, Con un poema de Jorge Riechmann, Cuadernos de Sassari / Quaderni di Sassari (bilingüe, poesía), trad. D. Cusato, Messina, Lippolis, 2013, Isla y sueño (catálogo de pintura), Las Palmas, Centro de Artes Plásticas, 2014. Con prólogo de Juan Carlos Mestre. Y las novelas El faro y la noche (novela), Barcelona, Barataria, y La isla del fin del mundo (novela), Barcelona, Barataria.

Deja un comentario