“Pueblo yo” de Aida González Rossi: un volcán a punto de estallar, y estalla. Por Virginia Hernández González

Una reseña del libro "Pueblo yo" de la poeta canaria Aida González Rossi (Santa Cruz de Tenerife, 1995)
Cubierto del libro

Presentamos en la Revista Trasdemar una reseña del libro “Pueblo yo” (Editorial Libero, 2020) de la autora Aida González Rossi, a cargo de nuestra colaboradora Virginia Hernández González (Tenerife, 1989) escritora y filóloga

Pueblo yo es empezar a conocerse con el cuerpo, reconocerse en él y santificarlo, porque se lo merece, porque el cuerpo es nuestra casa, la herramienta con la que nos desconocemos y nos volvemos a encontrar

VIRGINIA HERNÀNDEZ GONZÁLEZ

Pueblo yo se escribe como ácido que quema y corroe, dejando un líquido ardiente que se abre paso entre la mente del lector llevándolo a reflexionar mientras mira a una pared fijamente. Aida escribe sin miedo, impulsada por “un animal que chilla en [su] boca… y habla sobre [ella] porque [se odia]”.

Pueblo yo es un volcán a punto de estallar. A medida que pasas tus dedos por las letras de este libro y vas leyendo en voz baja necesitas gritarlo y reventar los cristales de las ventanas. Palpas las venas de ese volcán erupcionando en tu boca y quieres que esa lava sea tuya y se petrifique dentro de ti, que te haga callo. Y, efectivamente, Pueblo yo deja una dureza en ti, una cicatriz, una marca a la que acudir para rozarla todas las noches con las yemas de los dedos y recordar una época de cambios bruscos y reveladores: cuando te diste cuenta de que formabas parte de los adultos y ya nunca más tendrías la inocencia de una niña, y te miras y piensas: “un cuerpo un cuerpo adulto las piernas son torretas doy corriente la piel roja aquí descubro la piel roja y el vello que corre hasta la puerta y abre y te muerde el pelo me duele el pelo”. Y te abruma sentir cómo esa metamorfosis te golpea tan fuerte que ni siquiera comprendes qué está pasando, porque tú solo quieres ser en su máxima expresión, y no significar subjetivamente para nadie. Porque el pueblo te sostiene pero quieres desprenderte de ese cordón umbilical podrido, porque no ves “nada bello todo es una penca enredándose con el ascensor… y picos en los parpados…”, porque eres “picos en los párpados… no salir es veneno […] no salir es una planta plantada en el corazón es una planta crujiendo en el corazón escurriéndose y reventando como un petardo el corazón”. Y quieres desposeerte del pueblo para poseerte a ti misma sin mirar atrás, solo mirar y tocar tu cuerpo como cuando lees un poema y lo sientes tan adentro, que el dolor tan profundo reconstruye el éxtasis del gozo.

Pueblo yo es un paisaje construido de montañas y casas, palomas y moscas, mares y piscinas, cicatrices y sangre, sexo plural y singular: “el sexo es la hierba partiéndose a sí misma manchando los vaqueros leyendo para no morirse… yo leo para no morirme… y hago el amor para no morirme…”. Es un paisaje repleto de cuerpos: dos cuerpos que se exprimen en el sexo y se funden y ya son uno, un solo cuerpo con “el ala de tu pecho    y el ala de mi sexo un ángel    sin cara sin cuerpo    sin dios”. Pueblo yo es empezar a conocerse con el cuerpo, reconocerse en él y santificarlo, porque se lo merece, porque el cuerpo es nuestra casa, la herramienta con la que nos desconocemos y nos volvemos a encontrar, nuestra idiosincrasia, nuestra isla a la que llegar para bañarnos en ella y untarnos de tierra hasta crear una capa llena de mugre que nos identifique.


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