Desde la Revista Trasdemar compartimos la entrevista realizada entre los autores Melchor López y Francisco León bajo el título “Por el gran desvío”. El autor Melchor López (Islas Canarias, 1965) acaba de publicar recientemente el libro “Cuaderno de Cabo Verde” (Ediciones del Pampalino, 2021) Agradecemos desde nuestra Revista la colaboración de ambos autores
No hay en la poesía de Melchor López un solo verso entregado a la frivolidad o lo evidente. La contención emocional que rezuman sus textos tiene su fundamento en la visión del trabajo poético como un procedimiento constructivo.
FRANCISCO LEÓN
Puesta en el confuso mapa de la poesía española actual, la obra de Melchor López (Tenerife,1965) constituye por sí sola un oasis excepcional, un oasis en que la belleza es precisión, el canto alcanza las alturas de la reflexión y la mirada penetra, por los poderes de la imaginación, hasta los bordes donde comienza lo invisible.
No hay en la poesía de Melchor López un solo verso entregado a la frivolidad o lo evidente. La contención emocional que rezuman sus textos tiene su fundamento en la visión del trabajo poético como un procedimiento constructivo. No por casualidad, López (a través de la revista Syntaxis) ha sido un lector privilegiado de la experiencia de los poetas concretos brasileños (Haroldo de Campos, en especial) y de sus padres, entre ellos, João Cabral de Melo Neto, de quien López toma el concepto de «antilira» para desarrollar una poesía seca, de bordes duros, de palabras tensadas.
Todo en ello constituye el carácter sustancial y radical de su dicción, de modo que el mundo insular de sus visiones (su paisaje físico, cultural y simbólico) no se agota en sí mismo. Todo lo contrario: el poeta se alza sobre la roca, sobre el paisaje, y apunta con fuerza hacia lo que simplemente es sustancia alada del mundo y otredad desconocida.
López publicó sus primeros poemas en la revista Syntaxis (nº 22, 1990). En 1994 fue seleccionado en la antología Paradiso: siete poetas, editada por Andrés Sánchez Robayna. Su primer libro, Altos del sol (un conjunto de poemas en prosa, de jaikús y de tankas) fue publicado en la colección Paradiso en 1995. En 1997 publica El estilita (Ediciones La Palma), un largo poema unitario. En 1998, López se traslada a la isla de Fuerteventura y, seis años después, a Lanzarote, donde reside en la actualidad. Son los años de escritura (de 1998 a 2005) de dos libros: Oriental (2003) y Fama del día seguido de Escrito en Arrieta (2006). Poemas suyos fueron recogidos, a lo largo de esos años orientales, en tres antologías: La otra joven poesía española (2003), Antología del poema en prosa en España (2005) y Poesía canaria actual. A partir de 1980 (2010). En 2013, en colaboración con el artista bosnio Stipo Pranyko, publica De la tiniebla, y al año siguiente el cuaderno Dos danzas. Sus dos últimos libros de poemas (publicados en 2018) son Según la luz (Ediciones Trea), recopilación de sus conocidos cuadernos de viaje y De vuelo, en Mercurio.
Ahora, con la publicación de Niño (Franz Ediciones, Madrid), libro de poemas en prosa de marcado carácter autobiográfico, el escritor anuncia, a sus cincuenta y cinco años de edad (y a falta de publicar aún dos libros, Cuaderno de Cabo Verde* y Para llegar a Samarín), la deliberada conclusión su trayectoria poética.
*Ya editado (Nota de la Revista)
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Melchor, tu último libro, Niño, tiene el aire de una etapa que finaliza, parece un libro testamentario, y tú mismo has insinuado, acaso no de forma pública, pero si contundente, la idea de que vas a dejar o ha dejado ya de escribir poesía. ¿Se trata de una cuestión ontológica o de una reacción a la situación de la poesía actual, o cansancio simplemente?
Niño pone punto final a mi obrita poética para nadie, una obrita no dirigida a una inmensa minoría o mayoría, sino a «nadie»; un nadie también odiseico, y un nadie también de «Nadie Parecía», el pequeño grupo o trío poético al que, naturalmente, pertenezco; a veces la escritura de poemas puede ser el modo más profundo y misterioso de conversar con los amigos. De todas formas, aún quedan por publicar dos de mis libros más significativos, de redacción anterior a Niño: Para llegar a Samarín y el Cuaderno de Cabo Verde (ya editado).
Hay muchas razones que me llevan a dejar la creación. Confesaré dos. La primera, y puede que la más decisiva para tomar esa determinación, es que el yo literario (ese otro lírico) bajo el que ha escrito Melchor López, no se corresponde con mi entera identidad (si eso existe). Hay rasgos del carácter o del ser de Melchor López de los que no puede ser portavoz ese yo literario sin que se produzca una estridente disonancia; por eso hago enmudecer esa voz para reaparecer, acaso, con otra, con otros tonos: la del Viejo José Mosegue, autor que poco a poco ha ido creciendo en mi interior hasta arrinconar al otro yo poético, agotado o insuficiente. No es la convivencia de un ortónimo con un heterónimo, sino el relevo de un yo poético por otro distinto que también anhela manifestarse a través de la palabra.
La segunda razón es que yo soy decididamente (en caso de ser poeta, cosa que jamás me he atrevido a decir) un poeta menor. Siempre he sentido un peso enorme sobre mis hombros, superior a mis fuerzas, como una encomienda que cuesta aceptar como le ocurre al Jonás bíblico (al que he dedicado uno de mis poemas hagiográficos), rebasado por la misión que le encarga Yaveh. Y un poeta menor no debe pecar de pesado (algo que no soportan, creo, y yo con ellos, mis paisanos) produciendo en cadena de montaje soviético una obra de gran extensión. No quiero perpetuarme en la decadencia de mi próxima edad provecta frente al último mar, balbuciendo versos hasta que, en un club de pueblo, una pequeña secta de enajenados me homenajee.
Espero no traicionar esa decisión, salvo que me vea obligado a recobrar mi voz para escribir la elegía de algún amigo poeta acribillado por la espalda por otro avieso poeta insular disfrazado de arlequín carnavalesco; ya saben cómo se las gastan por estas insulitas cuasi áridas esta familia de mega átridas.
La respuesta a esta primera pregunta me suscita varias cuestiones, varias vías, por las que no había pensado ir. Pero se me impone una interrogación sobre las demás. Una de las tesis de la modernidad (de las que tú has participado) indica que la poesía es una forma de conocimiento, y también, o sobre todo, de autoconocimiento. Me sorprende que, en su caso, el camino cognoscitivo por el que le ha llevado la poesía sea, precisamente, el desconocimiento o alejamiento de ti mismo. El poeta que en ti cantaba, se ha alejado, al final, del ser que lo albergaba. ¿Cómo, por qué?
Por una razón o por otra, mi yo poético se ha ido decantado por manifestar unos rasgos determinados del prisma que compone mi personalidad, dejando a un lado otras facetas de la misma. Mi ser se ha ocultado, para revelarse así (ya sabemos que el ser, como la Naturaleza, gusta de ocultarse), tras sucesivas máscaras o personae. Mi voz se ha encarnado en la de un severo estilita o en la de un sufriente momificado guanche… Hay quien ha llegado incluso a identificar al autor con su representación: «Melchor el Estilita», han dicho; menos mal (que yo sepa) que no han llegado a identificarme con la momia de arpillera. Las sucesivas máscaras deforman el rostro. Mi incompleta ortonimia no representa la totalidad de las voces de la «casa de mi ser». No hay pues un abandono de mi ser albergado, sino un afán de ampliación, de completud; es eso lo que creo que me está ocurriendo. Aunque yo preferiría sufrir una verdadera transmigración empedoclesiana: «He sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar». Yo ya dije todo lo que poéticamente tenía que decir como Melchor López. No hay que levantar ningún catafalco funerario o conmemorativo en la orilla negra porque ese enmudecimiento no supone ningún triste hito; sigue pasando de una ampolleta a otra la arena indistinta de las horas, como pasarán pronto mis cenizas definitivas.
Niño es un poema memorialístico en prosa sobre la (en su caso) honda interrelación entre la infancia, la madre y la poesía. A parte de la muerte temprana de tu madre (considerada en este nuevo libro raíz de tu visión poética del mundo), ¿cuál ha sido por el momento el acontecimiento espiritual y literario, fundamental en tu trayectoria y tu formación?
Considero que mi formación literaria está signada por tres encuentros decisivos: el encuentro con el maestro y el encuentro con mis pares espirituales, esos a los que reconocemos con un estremecimiento, esos que llevan grabada y escondida la misma señal que los identifica ante espíritus semejantes. El maestro fue (lo sigue siendo) Andrés Sánchez Robayna, del que fui alumno en la universidad de La Laguna. Haber contado con un maestro de ese fuste (¡qué columna tebana!) no tiene precio. No digo que yo no hubiera tenido (perdón por la expresión) una carrera poética, sino que con toda seguridad sus resultados hubieran sido distintos y, sobre todo, mucho peores de no haber contado con el magisterio del poeta de la luz negra. Recuerdo al escritor y crítico venezolano Gustavo Guerrero señalándonos, con envidia, la fortuna que habíamos tenido al contar con ese faro, ese guía. No fuimos unos huérfanos desorientados, perdidos en la selva de la Cultura. Alguien había desbrozado formidablemente el camino. ¿Tendré que repetir aquí que la figura de Sánchez Robayna me parece la más importante que ha dado la cultura de las islas en su historia literaria, que su aventura poética, ensayística, traductora, académica…, supone una siembra fertilísima, prodigiosa, de la que podrán alimentarse generaciones futuras?
Fue el mismo Andrés Sánchez Robayna quien, años después, propició otro encuentro crucial: él les habló de mí a los jóvenes de la revista Paradiso, un grupo compuesto por poetas excepcionales (como no se ha vuelto a ver por estos lares remotos), que me acogieron entre sus ilusionantes filas como a uno de los suyos. Ellos me insuflaron su entusiasmo coral. Y yo me reconocí en ellos; ya no estaba solo. Por entonces, mis amigos del grupo «Nadie parecía», Juan Fuentes y Régulo Hernández (mis compañeros más queridos en el ámbito de la poesía), aún no habían mostrado sus frutos en el mundo de la creación. Mi coincidencia, años atrás, con ambos en las aulas universitarias de la húmeda Lacustre había supuesto el otro encuentro decisivo. Haber sido discípulos de Sánchez Robayna confiere unos mismos rasgos distintivos a todos ellos, más allá de los inevitables epigonismos de la primera hora y de los necesarios idiolectos posteriores, pues han sido educados a la manera syntaxiana, verdadero Curso Délfico. Y todos pasarán sus días y sus noches buscando, a su modo, en sueño y vigilia, (lo quieran o no) el vaso sagrado.
Por edad, pertenecerías a la llamada (no sé si con exactitud) generación canaria de los 80, es decir, la que García Ysábal reunió en su antología Nueva poesía canaria. En cambio, fuiste antologado por Andrés Sánchez Robayna junto a los ya en absoluto jóvenes poetas que hicieron la revista Paradiso, y luego Piedra y Cielo. ¿Cuáles fueron los motivos que te llevaron por esos caminos?
De alguna forma ya he respondido a una parte de esta pregunta en mi anterior respuesta. Diré algo más: esos caminos de los que usted habla, a los que yo me he referido en algún momento (con expresión que ha tenido algo de fortuna) como «corrientes syntácticas» (aquellas que brotan de la roca milagrosa de la revista Syntaxis), fueron los que elegí, en una encrucijada, por parecerme que eran los que se dirigían hasta el centro mismo de la poesía. No creo haberme equivocado. Los poetas que más me interesan son los que han recorrido esas mismas sendas en la selva, esos que se mantienen en estado de resistencia permanente contra la banalización que cerca las palabras sustanciales.
A mí me gusta mucho una idea (que creo que pertenece a Jean Cocteau) que dice que una generación estaría formada por todos aquellos que, aun no compartiendo edad, coinciden en una misma época. A partir de esa fórmula diacrónica, a mí me gusta considerarme dentro de una constelación generacional que formarían actualmente en Canarias nombres como los de Ángel Sánchez, Eugenio Padorno, Lázaro Santana, Miguel Pérez Corrales, Miguel Martinón, Andrés Sánchez Robayna, John Noyes Kuehn, mis amigos de «Nadie Parecía», los poetas de Paradiso, o los más jóvenes Isidro Hernández, Bruno Mesa e Iván Cabrera Cartaya, hasta llegar a Sergio Barreto, delfín estelar. No sé si en otro momento de la cultura de las islas se ha reunido una constelación de poetas con una irradiación semejante.
Has expresado que desearías sentirse inscrito en esa precisa «constelación generacional», y ha dado nombres. ¿Cuáles son, a su entender, los rasgos poéticos (rasgos de filosofía compositiva, casi, pero también estéticos generales) fundamentales y comunes de esa constelación? Y ya para terminar. ¿No hay una «constelación extrainsular», acaso peninsular (o incluso extranacional) a la que usted desearía pertenecer o en la que su poesía haya deseado verse reflejada?
Lo que creo que comparten todos estos autores (más allá de sus diferencias, de sus distintos «oficios») es la misma tensión poética necesaria para practicar, hasta las últimas consecuencias, el Gran Juego. Una «tensión poética» que hunde sus raíces en lo mejor de la tradición de nuestra modernidad literaria: los rasgos melopeicos de la poesía de Tomás Morales, los logopeicos de Alonso Quesada o los fanopeicos de Agustín Espinosa o Gutiérrez Albelo. Poetas de orilla y de horizonte; atentos a la tradición insular y expectantes (a la manera de Cairasco) a las novedades de la poesía internacional: doblemente fertilizados.
No hace mucho hablaba con Antonio Martín Medina (alguien que posee una envidiable visión panóptica de la poesía mundial) y llegábamos a la conclusión (provisional) de que la poesía canaria se había librado de la barbarie castiza de la poesía de la experiencia y pseudorrealista por dos razones fundamentales: por la prestigiosa latencia de modernistas y vanguardistas (que han seguido filtrando su influencia durante décadas en nuestro acuífero de basaltos) y por la resistencia intelectualmente heroica que maestros como Sánchez Robayna o Eugenio Padorno (a riesgo de ser ninguneados «allá arriba») han mantenido frente a esa penetración . No claudicaron en el estrecho espartano: esa victoria y esa gloria les corresponde.
Creo que a partir del hito que supone la revista Syntaxis (y quizá con la excepción de Bruno Mesa), todos los poetas que han escrito a continuación (los poetas que a mí me interesan) están marcados, en mayor o menor medida, por el signo de esa revista ejemplar, por sus radiaciones. No sé si vale la pena insistir (como ya he hecho, inútilmente, en otros lugares) en explicar que la poética de la revista no mostró nunca un perfil dogmático, sino una actitud abierta a las distintas voces que en el panorama de las letras y las artes internacionales, nacionales e insulares mostraban una misma actitud crítica ante el fenómeno artístico, un espíritu que se insertaba dentro de la genealogía crítica del pensamiento moderno: bajo ese arco tenían cabida tanto un realista como Cabral de Melo como un metafísico como Bonnefoy, un figurativo como Kitaj y una abstracto como Tàpies, un barroco como Góngora, prendado por los brillos facetados de la materia, y un místico como San Juan de la Cruz, sumido en los extravíos del espíritu. Haber contado con Syntaxis como referente (como sucede con el irrepetible Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna, que ahora cumple veinticinco años de trabajo) ha supuesto nuestra única ventaja (junto a las dos apuntadas anteriormente) frente a los escritores peninsulares.
Sobre mi deseo de pertenencia a otras constelaciones literarias, más allá de este circo de rocas abismadas en el que he ido creciendo hasta mi inminente inexistencia, le confieso que me siento extraño dentro de la actual poesía española. Ya he manifestado que, de alguna forma, por todos esos antecedentes a los que me he referido a lo largo de esta respuesta, yo me encuentro dentro del Gran Desvío que se produce en la literatura canaria en las últimas décadas, acentuado sobre todo a partir del ejemplo resistente de Syntaxis y el repudio de la poesía de la experiencia, una corriente desustanciadora que ha ocupado casi de manera asfixiante (con valiosas excepciones) el panorama peninsular. Y para acabar ya esta entrevista, insuflando aires internacionales mientras el flautista hace sonar su instrumento en el pozo, diré que admiro, sin pretender pertenecer a su constelación, a Philippe Jaccottet y a Charles Simic con igual intensidad.
Rasco ahora con la uña en la pared hasta hacer un pequeño hueco para, a la manera lezamiana, evaporarme a través de un mínimo pabellón. Gracias. Me interno en el Vacío. ¿Volveremos a encontrarnos?
Santa Cruz de Tenerife – Arrieta (Lanzarote), noviembre de 2020