“El fusilamiento simulado” Por Besay Sánchez Monroy

En la Revista Trasdemar difundimos la creación literaria contemporánea de las islas
Fotografía cortesía del autor para Trasdemar

En la Revista Trasdemar damos la bienvenida a nuestro colaborador Besay Sánchez Monroy (Pozo Izquierdo, Gran Canaria, 2000) Graduado en Español: Lengua y Literatura por la Universidad de La Laguna, actualmente cursa un Máster de Formación de Profesorado. Ha publicado la novela Neotlantis (2022) en la Editorial Vecindario. Es el ganador del II Certamen Juvenil de Relato Corto de Narrativa Histórica (en su modalidad adulta) convocado por el Museo Canario. Por ello, su relato “El fusilamiento simulado” fue publicado en la antología  “Leyendo la historia”: II Certamen Juvenil de Relato Corto de Narrativa Histórica de El Museo Canario, coordinada por Mercurio Editorial. Incluimos el relato en nuestra sección El invernadero de narrativa contemporánea de las islas

La idea era que los palmeros capturarían  uno de los barcos que acostumbraban a realizar la ruta interinsular y luego lo dirigirían  hacia el puerto de Dakar, pasando previo por la isla para recogernos. Monté guardia junto a unos cuantos en la montaña de Asabanos, esperando divisar el vapor que habría de  recogernos; lo cierto es que el esperado barco nunca asomó siquiera por las aguas de la  isla

BESAY SÁNCHEZ MONROY

Mi padre también era sacerdote; de la iglesia de San Antonio Abad de El Pinar, para ser exactos. Siempre me estaba sopeteando, por eso no los puedo ni ver; a los curas, digo,  pero eso usted ya lo sabe. 

No finja: Pepe Hernández, que en paz descanse, le tuvo que contar la historia. Yo que  usted no hubiera venido por ser yo tan mal cristiano, pero usted es joven, y los jóvenes  saben perdonar el pasado porque apenas han vivido y el rencor todavía no se les ha metido  como mal bicho en el cuerpo. Sí, tampoco es que yo sea un carrucho, pero llevo meses  apalastrado en esta cama tratando, sin remedio, de no morir, y me rehúso a proseguir la  lucha cobarde. Ahórrese la extremaunción: si ninguna de las medicinas del doctor Fuentes  ha logrado tratar mi mal, muchos menos lo harán sus aceites, por muy benditos que sean.  Bien sé yo que lo que me mata no es otra cosa que el miedo y la culpa, por eso preciso de  un confesor que me ayude a expiar todo cargo de conciencia. ¿El miedo? El miedo no  desaparecerá. Su ponzoña me ha envenado el cuerpo y no existe antídoto que pueda actuar  contra él. 

¿Recuerda su primera confesión? No mienta: al igual que en el amor, nadie olvida sus  inicios como penitente. He olvidado el pecado, mas no la vergüenza y el profundo  sentimiento de culpa derivados de la confesión que me obligó a realizar mi padre. Con  una furia que debiera ser impropia de un hombre de Dios, me agarró del pescuezo, me  puso de rodillas y me ordenó juntar las manos. Llamó a mi madre y, como si fuera la  efigie de una santa, me hizo confesar ante ella lo que fuera que hubiera hecho. Después  de airear mi falta entre lloros y mocos, mis padres también se arrodillaron y juntos  rezamos para expiar mi pecado. No se crea que fue la única vez que esto ocurrió: no coge  uno corajes por nada. 

Hay que tener cuidado con los calores del odio: los malquistes con uno pueden acabar  en disgustos para otro, como fue el caso de padre Flores. Vino de Méjico como coadjutor  de la parroquia de la Concepción de Valverde, cuando Pepe Hernández ya era casi  anciano. El hombre era lo que de común se dice un mesturado: los rumores afirmaban  que la madre era una aristócrata austríaca y el padre un militar de sangre azteca. Las  maneras y las brujerías le venían así bien heredadas, pues hablaba que daba gusto y tenía facilidad para engatusar a todas las mujeres, de la más santa a la más purria. Esto le sirvió  para su propósito de acotejar la iglesia de la Concepción, que, a decir verdad, antes de su  llegada estaba poco menos que para el arrastre. Grupos de devotas (más del padre Flores  que la virgen de la Concepción, creo yo) se dedicaron entonces a confeccionar adornos  para la iglesia mientras los maridos pintaban las paredes o retocaban las deterioradas  imágenes de santos. Por esta labor pronto se hizo odiar por los más radicales del Frente  Popular, entre los cuales me contaba. 

Creo que por mis apellidos ya habrá deducido mi parentesco con el huido José Padrón,  que recientemente ha regresado a la isla tras permanecer varios años encerrado entre la  prisión de Fyffes y el penal de Gando. Sabiendo de su antiguo cargo como presidente de  la Agrupación Socialista de El Hierro, no es difícil entender que a mis veintitantos  estuviera afiliado al partido por mediación suya. Esto respondía más a una rebeldía contra  mi padre, ya muerto por aquel entonces, que a un sincero convencimiento político, pero  la gran revolución obrera que vivía el país motivó mi vena socialista. 

Poco antes de las elecciones del 36, mi tío se vio obligado a ceder su puesto como  dirigente de la Agrupación a Pedro Espinosa tras la fuerte campaña de desprestigio que le  dedicó un godo llamado Julio Ansorena, que por fuentes sé que murió en la península vestido de azul falange. Alentada por los discursos de este personajillo, la Agrupación  derivó a una postura más extremista que me embruteció por completo y, tras la victoria  del Frente Popular en las elecciones, me dediqué junto a mis allegados a toda clase de  disparates. Rompimos todas las cruces de la villa a excepción de la que estaba por fuera de la casa de la madre de Rafael Quintero (a la madre de un republicano se la respeta) y  nos divertíamos en insultar y apedrear a los devotos, en especial al padre Flores, quien  con su esfuerzo se había vuelto acreedor de nuestra inquina. Nuestro ensañamiento fue  feroz: por la noche al cuartito del padre Flores le llovían bimbas y por el día recibía  amenazas de muerte que a poco estuvieron de cumplirse. Fue tan machacón el asedio que  el padre Flores tuvo que abandonar la isla, decisión que le vitoreamos mientras bajaba a  pie al Puerto de la Estaca. 

Antes me enorgullecía de aquellas barbaridades, me engalanaba de ellas como un  general con sus medallas; ahora que muero, solo siento vergüenza y horror al recordarlas.  Y como si no fueran suficiente ruindades, planeamos una que por suerte no pudimos  cumplir. Quizá fue el temor lo que nos llevó a dejar en la fachada de la iglesia de la  Concepción un letrero en el que advertíamos de nuestra futura proeza: creo que hasta el  mayor de los herejes tendría reparos de quemar una iglesia. «No tardaremos en darte  fuego», es lo que ponía en el letrero, y de no ser por la intervención de mi tío José, que  amenazó con denunciarnos, no le quepa duda de que lo hubiéramos hecho. 

A saber hasta qué punto hubieran escalado los disturbios si no hubiéramos recibido en  la isla noticias de la sublevación militar. Al principio pensé, como todos, que era una de  las tantas huelgas que se estaban produciendo en el país, pero a lo largo del día mi opinión  fue cambiando hasta convertirse en un pavor mudo. A la noticia de un tiroteo con muertos  en Santa Cruz de Tenerife, le sucedió la proclama del Estado de Guerra junto a una serie  de prohibiciones que fueron repetidas sin parar por radio, lo que disipó toda duda sobre  la gravedad de la situación. Mientras escuchaba la proclama en la tienda de Juanita  Machín, pensé en mi padre, pensé en Dios, pensé en que aquello era un castigo por mis  pecados; también pensé que era la cochina mala suerte de este país, que lo camban cada vez que  parece que va a enderezarse. El caso es que estaba chisgado, y no era para menos. Esa misma tarde llegó a mis oídos el plan que Pedro Espinosa, que sabía de la  posibilidad de un levantamiento militar, había preparado con los dirigentes del Partido  Comunista de La Palma para escapar de la isla. La idea era que los palmeros capturarían  uno de los barcos que acostumbraban a realizar la ruta interinsular y luego lo dirigirían  hacia el puerto de Dakar, pasando previo por la isla para recogernos. Monté guardia junto  a unos cuantos en la montaña de Asabanos, esperando divisar el vapor que habría de  recogernos; lo cierto es que el esperado barco nunca asomó siquiera por las aguas de la  isla, y tuvimos que conformarnos con un ocaso cuyo color me recordó a la sangre que  creía que no tardaría en correr por los letimes. 

La desesperación no era poca, se lo aseguro. El Frente Popular conformó rápidamente  un Comité para abordar la situación. De la reunión salieron toda clase de patujadas: que  si hacerse con el poder de la isla asaltando el cuartel de la Guardia Civil, que si minar la  carretera al Puerto de La Estaca que tantas furnias había costado construir. Al final lo  único que se acordó fue inutilizar la línea telegráfica, y menos mal: no quiero ni imaginar  qué represalias habría traído todo lo demás. 

Las semanas pasaban y no llegaba ningún regimiento militar. Yo estaba todo  desconchado, sin saber dónde meterme, seguro de que los azules me despedían de este  mundo en cuanto llegaran. Mi tío José me animó a que lo acompañara a La Restinga,  donde tenía casa por haber ejercido de maestro, a esperar que el asunto se aclarara. Allí  nos dedicamos a la pesca para olvidarnos del mundo, y en las excursiones nos  acompañaron Miguel Padrón y Manuel Hernández, aquel joven alcalde de Firgas que más  tarde se le conocería como «El Huido». 

Uno de tantos días, cuando estábamos a punto de embarcar, apareció por la línea  costera una barquilla capitaneada por Juan Rodríguez, un viejo amigo de mi tío, que venía con el rostro afanado. Nos contó entre zangoloteos que, cuando regresaba en el correíllo  negro, había oído a un grupo de azules hablar de quiénes iban a ser los primeros  ajusticiados una vez se hubieran hecho con el poder en la isla. En la conversación habían  salido varios nombres, entre ellos los de nuestros acompañantes y el de mi tío, «el primero  al que fusilamos», según palabras exactas. Al punto llegaron José Pérez y Juan Gutiérrez,  a quienes mediante lenguaje silbado se les había informado de que debían sacarlos de allí  cuanto antes, pues tres falangistas se habían personado en El Pinar con la intención de  detenerlos. 

Sin tiempo para nada, todos montaron en una barca y tomaron rumbo a la Dehesa,  donde difícilmente encontrarían a los buscados. Yo me quedé en La Restinga y subí a El  Pinar unas horas más tarde para informarme de lo sucedido. Como era de esperar, nadie  había dicho nada y los azules se habían ido con las manos aleando. Fue una victoria de  las que dicen pírricas, porque al día siguiente regresaron en mayor número y se dedicaron  a interrogar y golpear a todo quisque. 

Los azules me llevaron preso al cuartel de Valverde porque algún chifichafe les chivó  sobre nuestras excursiones de pesca y allí me tuvieron días a pan y agua. Una tarde me  visitó «El Bibiana»… y le veo en el rostro que ya le han contado la historia. No me interrumpa: sé que, en cuanto me detenga, las palabras se me perderán para siempre, y yo  con ellas. 

José María Cotta Benítez, al que llamaban «El Bibiana» por el nombre de la suegra,  era un godo que regentaba una escuelita ilegal en Valverde y al que, según se decía, habían  echado del ejército por inmoral; también es el hombre que significa este miedo que me  mata despacio. Resulta que no solo lo habían readmitido en el ejército, sino que, durante  la elección de las autoridades falangistas que dirigirían el ayuntamiento de Valverde, lo  habían nombrado Oficial Superior y Jefe Insular de la Falange. Estos nombramientos le  habían avivado el deseo de ascender y sabía que si lograba capturar a los huidos no le  sería difícil lograrlo. 

Durante no sé cuántas noches, «El Bibiana» me sometió a interrogatorios que podían  durar hasta al amanecer. Se ensañó conmigo como si le hubiera mentado a la madre: me  amenazaba e insultaba sin tino, como lo haría un chiquillo rabioso. Cuando se hartaba de mi silencio, chasqueaba los dedos y entonces Fernando «El Moro», un pandullo sin seso,  me daba unas palizas que todavía me duelen de recordarlas. Así estuvimos por días:  cuanto más me amenazaban, cuanto más me golpeaban, más callaba yo, y bien le jodió  eso a «El Bibiana». 

Una noche se hartó definitivo; fíjese, detuvo una caldia que me estaba dando «El  Moro». Entonces me miró muy fijamente y me dijo que, como no cantara de una vez,  íbamos a tener un disgusto muy gordo. Yo nada dije, y ese silencio precedió al mayor  horror que se haya visto en esta isla. 

Una tarde, en la anochecida, me sacaron del cuartel y me llevaron para El Pinar.  Cuando llegamos al pueblo, los azules se dedicaron a sacar de las casas a todos aquellos  que tuvieran relación con los huidos, unas catorce personas contándome. Nos reunieron  a todos en la plaza y, cuando por fin se hizo de noche, nos llevaron al cementerio con las  campanas de la iglesia tocando a rebato y todo el pueblo llorándonos detrás porque sabían  que nosotros de allí no salíamos. Al llegar al cementerio, «El Bibiana» le dijo a Benito el  sepulturero que fuera abriendo unas tumbas; a nosotros nos pusieron bajo unas higueras  a esperar a que Benito terminara la faena. En lo alto del Gurugú todo el pueblo esperaba  y lloraba con un guineo que me compungía todo. 

Fueron llamando adentro; el primero fue Cipriano Quintero. Todo el mundo calló para  escuchar mejor, pero yo no oí nadita. Al rato se oyó un disparo y los lloros quedos se  volvieron en aullidos que se hicieron eco. Llamaron entonces a Pascual Hernández, que vomitó allí mismo antes de entrar. Otro disparo sonó, y los que quedábamos por entrar ya  no sabíamos dónde meternos. Siguieron llamando; cada tanto se oía un disparo y al rato  se llamaba a otro, y luego otro disparo y otro para adentro. Mi turno no llegaba y cada  vez estaba más solo y más chisgado. Por dentro le recé a Dios, tan en vano como siempre:  si antes no me había salvado de mi padre, menos lo haría ahora.  

Trece disparos después, los funestos, los de la mala suerte, me llegó el turno. Yo había  hecho aguas y un reguero de meado caía sobre las huellas que dejaba. Me llevaron al  centro del cementerio y me hicieron arrodillarme junto a los cuerpos desparramados sobre  la tierra, que por la poca luz parecían hechos de sombras; en ese momento volví a ser un  niño asustado, esperando para confesar mis pecados y recibir mi castigo.  

― Le dije que íbamos a tener un disgusto―dijo «El Bibiana», que se me apareció  enfrente vagamente iluminado por la luna. 

Yo no dije nada. 

― No me andaré con rodeos. ¿Dónde están los huidos? 

― No lo sé―le dije, y me miró a los ojos y supe que sabía que yo sí sabía. ― Están muertos por tu culpa―señaló con la cabeza a las sombras―. Si hubieras  hablado cuando tocaba, esto no hubiera sido necesario. ¿Acaso quieres que sus muertes  sean en vano? Habla de una vez. 

El alma se me desmigajó, pero no dije nada. 

― ¡Te voy a matar!―me apuntó con su pistola. Tenía el rostro descompuesto por la  rabia―. ¡Y será para nada! Encontraré a los huidos tarde o temprano; seguro que hasta se  me entregarán cuando empiece a poderles el hambre. Deja de hacerte el mártir y dime de una vez DÓNDE ESTÁN. 

Vi a mi padre en la figura de aquel belitre y pensé que había llegado la hora de  arrepentirme y confesar. Pero no estaba dispuesto: aquella sería una confesión sin perdón,  una confesión que nos condenaría a todos. Por ello apreté los dientes con el pecho prieto  de orgullo, miré fijo a «El Bibiana» y-no-dije-nada. 

«El Bibiana» pegó un alarido y cerré los ojos sabiéndome cadáver. Se oyó un disparo  que retumbó como un trueno, pero yo no sentí nada; entonces abrí los ojos y supe que  había pegado el tiro al cielo porque tenía la pistola en alto. 

― Se acabó el teatro. ¡Todo el mundo para su puta casa!―dijo «El Bibiana» a grito  pelado, y los cadáveres se levantaron y comenzaron a andar. 

No daba yo crédito a lo que veían mis niñas, y me sentí tan acongojado que no pude  levantarme. «El Bibiana» jaló de mí y me puso en pie; nos miramos una última vez, y en  ese momento, mientras empezaba a aclarar, supe que todos esos muertos de pega, que  toda esa escena macabra, habían sido parte de un plan para que yo confesara. 

Cosa con esa, padre, cosa con esa. Los que participamos de aquel teatrillo no salimos  bien parados. Beatriz Quintero se pasó tres días con descomposición de vientre,  vomitando y cagándose allá donde fuera; Carmen López abortó a las pocas horas del  disgusto. A lo largo de todos estos años, los «fusilados» se han ido muriendo,  probablemente de la impresión de aquel día. Yo soy el último que queda y, no siendo  capaz de endonarme, me temo que ya me voy. 

¿Comprende ahora mi culpa? No confesé, y al hacerlo me condené y condené a toda  esa pobre gente. Aquello fue un castigo divino por lo del padre Flores, estoy seguro. Dios  es misericordioso: si hubiera confesado, si hubiera aceptado, como siempre, mi castigo,  no tendría que haberme puesto a prueba, las cosas jamás se hubieran torcido de aquel  modo. No se pueden contravenir los designios del Señor; ahora sé que esta es la lección  que mi padre quiso enseñarme, y yo, sin embargo, siempre lo odié por ello.  

¿A qué venido usted a esta isla? Todos aquí huyen a su país para escapar de la miseria  y usted decide venir a esta isla del infierno, a este pedrusco seco en el que futuro ya no existe. Quizás…quizás sea usted el padre Flores, el mismo espíritu en distinta carne;  quizás sea el deseo de Dios que usted esté hoy aquí, que sea su alma pura la que se  encargue de mí en mis últimos momentos. En ese caso, a usted me entrego. Perdóneme, padre, porque he pecado…


Un comentario

  1. Enhorabuena sobrino orgullosísima de ti, te mereces esto y más.Sigue así , consiguiendo todo lo que te propongas y jamás , jamás dejes que te digan lo contrario😘

Deja un comentario