“Cosas que no dice la literatura” Por Víctor Álamo de la Rosa

En la Revista Trasdemar difundimos la creación contemporánea de las islas

Presentamos en la Revista Trasdemar la nueva colaboración del escritor Víctor Álamo de la Rosa (Tenerife, 1969) Novelista y poeta, nos ofrece un relato extraído de su libro “Reparación del horizonte“, obra premiada en la convocatoria de la Colección Agustín Espinosa de Narrativa del Gobierno de Canarias. Incluimos la colaboración en nuestra sección “El invernadero” de literatura contemporánea de las islas

Nada de nada de lo que hay por dentro y por fuera, por arriba y por abajo, porque todas las palabras son demasiado estrechas para ponerle nombre a lo que hay por dentro y por fuera

VÍCTOR ÁLAMO DE LA ROSA

No dice que la luz malva del amanecer ha vuelto a descubrirlo doblando la madrugada, ya apenas sin saber lo que es dormir, porque el insomnio se le pega a los párpados con mordaz adhesivo de insecto o selecta precisión de pulpo. No dice que la preocupación le recorre todas las muecas de su cara hinchada cuando da vueltas por la casa en penumbra y prepara café y abre la nevera para coger la botella de leche y poner tres, cuatro dedos en el vaso que enseguida dará vueltas en el microondas. No cuenta los dígitos verdes de los segundos abismándose hacia el cero, última escala de su suicidio, cuando el aparato avisa de que ya está caliente su leche, caballero. Abre la puertecilla. Humea, y solo la yema de los dedos en el borde del cristal permite coger el vaso, sacarlo del silencio iluminado del microondas y echar el café hasta la imprudencia del cortado largo, más hacia lo negro, sin azúcar ni leche condensada. Tal vez una galleta, pero sin ganas.

            No dice que la luz ya no es malva y que afuera los puntos de sol se han fortalecido y ahora son dibujos en las persianas de la casa que vuelve a recorrer para asomarse a la habitación del hijo, su único vástago, este pequeñajo que pronto cumplirá tres años de edad. Musita su nombre, Pablo, y Pablo duerme aunque el sol quiera también cosquillear la penumbra de su cuarto y el chiquillo se derrame entre las sábanas con ese olor primero, principio del mundo, que ni siquiera se parece al pan recién hecho y que la literatura tampoco dice. Candidez, ingenuidad, inocencia, son las músicas de su respiración, son de su cara redonda y serena, sueño beatífico que su padre ya no recuerda, ¿cómo era dormir así?

            No dice que la luz se va colando por el patio ni que su madre también duerme ni que él se asoma a la ventana para encender un cigarrillo ni que el reloj ya cuenta hacia atrás, hacia la hora de la cita con el médico. Hay que irse moviendo.

            Entra en el cuarto de baño y el espejo le devuelve una imagen más honda. Precipitada. Como si sus propias ojeras no le hubieran dado tiempo al azogue para dibujar su liquidez, su propio cansancio profundo. La espuma de afeitar suelta sus arcos de nata y sus dedos masajean, extendiéndola mecánicamente. La hojilla rasura y siente prisa por acabar y darse una ducha fría que active la circulación de su sangre. El agua cae desde arriba con ese brinco gélido y por un momento piensa que la pondrá tibia pero no. Decide castigarse y mirar hacia el chorro para que el agua helada retoce en su rostro y le muera el abatimiento, el mal dormir, la preocupación, lo que se avecina ya, dentro de nada, en la consulta del hospital. A las nueve en punto.

            Su esposa se ha levantado silenciosa y ya fue a la habitación de Pablo para darle un beso y ahora vuelve y se cruzan en el cuarto de baño. Ella también se ducha y los vapores del agua caliente borran despacio las hondonadas que quedaron en el espejo, esos huecos fantasmales que tampoco dice.

            No dice cómo los padres se esfuerzan por vestir al hijo sin que se despierte, para estirarle el sueño y dejarlo más tiempo en ese reino azul donde no ocurre nada sino que solo se duerme sin hacer trampa, con ese fondo feliz. Pablo ronronea, abre medio ojo, vuelve a cerrarlo, reconoce las manos que lo manipulan, y se deja vestir, perezoso, abandonado a los mimos. Pobrecillo, no habrá de acostumbrarse a que lo pinchen cada catorce días para hacerle una analítica de sangre completa.

            No dice que no puede desayunar su biberón de leche y gofio porque debe ir en ayunas. Ni que en la consulta espera viendo los capítulos de Caillou que le pone en el teléfono móvil, bendita tecnología, para distraerle las intuiciones. No dice que la enfermera sale y dice su nombre y él todavía sonríe. Ni que el padre entra en la sala de analíticas con Pablo en brazos y que debe sentarlo sobre sus piernas mientras dos enfermeras ceñudas ya investigan sus brazos fofos, gordezuelos, con esa tierna primera carne del mundo en ciernes, del mundo que principia haciéndose niño. Aprietan aquí y allá, en busca de las venas más propicias. Sobre la mesa hay jeringuillas de todos los tamaños, tubos, cosas que Pablo no entiende y sobre las que pregunta porque no son toboganes, balancines, columpios, bicis, juegos.

            -Papi, ¿qué es eso?

            No dice que al padre le ordenan que agarre con fuerza al niño, para que lo inmovilice. Que las enfermeras ya solo ven el bracito que espera el pinchazo. Que la madre musita palabras tranquilizadoras como si fueran un arrorró, una canción de cuna. Que ya solo queda menos de un segundo para que la aguja pinche la vena liliputiense y escarbe y la jeringuilla comience a extraer la sangre en medio del grito del lloro.

            -Papi me duele- balbucea el hijo con palabras llenas de llanto desconsolador y babas porque no cierra la boca sino que llora y llora y llora papi me duele.

            No.

            No dice nada.

            Nada de nada de lo que hay por dentro y por fuera, por arriba y por abajo, porque todas las palabras son demasiado estrechas para ponerle nombre a lo que hay por dentro y por fuera, por arriba y por abajo, demoledor instante de abismo en los corazones del padre y de la madre, al mismo tiempo heridos, tortura de no poder ser el hijo mientras sufre.

            No dice que hay descampados furiosos ni furtivas sombras con dilemas y mil callejones sin salida que son ese minuto de dolor infinito. No dice lo que asusta ni lo que arrasa ni lo que ya no será más. No dice por qué la vida se equivoca.


Víctor Álamo de la Rosa (Santa Cruz de Tenerife, 1969) es una de las voces más prolíficas de la literatura canaria actual. El autor ha publicado una decena de novelas, dos libros de relatos, poesía, ensayo y artículos periodísticos. Su obra ha sido traducida a varios idiomas. El Hierro, isla donde transcurrió su infancia, y sus emblemáticos paisajes, son centrales en gran parte de su obra literaria.

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