“Παράξενες Μέρες” Autores de la editorial griega “Días Extraños”: Andriana Minou, Antonis Tsirikudis y Grigoris Papadoyannis. Traducción de Mario Domínguez Parra

Mario Domínguez Parra ha publicado ensayos y traducciones del/al inglés, del/al griego moderno (una traducción en colaboración con Anna Niarakis) y del portugués en suplementos literarios y revistas: 2C, El perseguidor, Clarín, Periódico de Poesía, Poesía Digital, Casa del tiempo, Las razones del aviador, Cuadernos del Ateneo, Nayagua, Nexo, Poetry Salzburg Review, 3am magazine, Ezra: an online journal of translation, Βακχικόν, Το παράθυρο, Το Δέντρο.

Desde la Revista Trasdemar presentamos la traducción de nuestro colaborador Mario Domínguez Parra de tres autores de la editorial griega Παράξενες Μέρες, Días Extraños, a quienes damos la bienvenida. Los libros de Andriana Minou, Antonis Tsirikudis, Grigoris Papadoyannis se han publicado en Grecia y cuentan con distribución en España. Compartimos la selección de textos en nuestra sección de “Traducción”


LIMINAR
La traducción de estos tres libros es el fruto de un encargo de la editorial griega Παράξενες Μέρες, Días Extraños. Se trata de dos libros de relatos y un cómic. La traductora Maira Fournari ha estado al cuidado de la edición. Los libros se han publicado en Grecia y cuentan con distribución en toda España.


Andriana Minou ha escrito un libro de sueños, terrallá, con dibujos y composiciones de su autoría. Estas últimas se pueden escuchar por medio de un código QR. Antonis Tsirikudis es el autor de Cuando menos te lo esperas, un libro que incluye treinta y tres relatos y cuatro grabados de Mathew Halpin. Grigoris Papadoyannis es el autor del cómic Efímeras, tanto de los textos como de los dibujos.

MARIO DOMÍNGUEZ PARRA

ANDRIANA MINOU

Hambrienta muchedumbre en bañador

Salgo de la sala de los hacinados pianos de estudio, que tienen extraños nombres, nombres de compositores o de pintores franceses fantásticos. Cuando necesitan ser afinados o reparados tienes que llamar por teléfono al afinador para decirle, por ejemplo, «a schubert se le rompió una cuerda», tras lo cual aquel te cuelga el teléfono cabreado. Allí nunca conseguí encontrar sosiego, porque con frecuencia se aparece una mujer de rojos cabellos ensortijados que dice que se lo lava con seda y me intenta colocar folletos de institutos de estética que ofrecen descuentos. Pero fuera está el océano, por eso directamente me desvisto y me tiro al agua. A mi lado nada una pareja de europeos del norte, de mediana edad. Hace años que están casados y dejan que las grandes olas los mezan. Hablamos de mozart y el esposo dice que le habría pegado mejor haber nacido el 13 y no el 27 del mes. Le digo que bastante desafortunado fue para que, encima, hubiese nacido el 13. La esposa señala que los padres de mozart debieron de haber sido muy estúpidos por haberlo enterrado en una fosa común, porque piénsese cuánto dinero habrían sacado de las entradas que habrían vendido a los turistas que acudirían a visitar la tumba de su hijo. Las olas crecen y nos empujan hacia fuera, pienso en la nieve y cómo es morir interminablemente mientras la oleada nos ha empujado ya casi hacia la costa. La pareja sale en dirección a la arena, pero a mí la corriente me arrastra hacia dentro y no puedo salir, miro hacia atrás y veo una ola gigantesca cernirse sobre mí, cierro los ojos y la nariz y, simplemente, espero a que me cubra. Cuando abro los ojos, veo que flotan por todas partes cacahuetes de Egina pelados y mastico algunos mientras salgo. En la playa hay mucha gente y todos miran los peces que la gran ola arrastró hacia la playa, peces enormes, algunos del tamaño de una casa pequeña, peces de extraña apariencia, con largos bigotes, feos, avejentados y me tropiezo con uno que es casi de mi tamaño. Me inclino para ver mejor: está decapitado y frito, listo para ser comido. Intento hallar un modo de ocultarlo, pero alrededor de nosotros se ha congregado la hambrienta muchedumbre en bañador.

Cuándo no hará rien de rien

Edith Piaf y Xiluris* habían concebido un bebé. Es hermafrodita. Sobre sus labios crece un bigote tupido y desde las profundidades de su garganta salen burbujas cárneas como la sangre, porque de sus padres heredó la garganta que borbotea. Frecuenta Tesalónica y evita las apariciones públicas. No supe exactamente cómo llegué hasta allí, quizá el piloto hubiese aterrizado en el aeropuerto equivocado, pero una vez he aterrizado ya no me voy a comer el coco, dado que se sabe que Tesalónica tiene mejores aguardenterías que Londres. Aunque el transporte público me inquiete un tanto. Estoy en Egnatía y veo pasar los autobuses nocturnos; han bajado los estores de las ventanas, pero dentro veo las sombras de los pasajeros que fuman envueltos en una luz amarilla.

El hijo de Edith Piaf y Xiluris se sienta en una aguardentería, solo en una mesita. Ya ha crecido, tiene casi cuarenta años y sostiene en sus manos su pesada cabeza, con su rebelde pelo rizado. No parece estar preocupado, más bien se aburre insoportablemente y tiene los ojos clavados en el vacío, los codos enrojecidos, quizá se los frotase durante años sobre la húmeda mesa de madera. Frente a él tiene un vasito de vino y una botella de cerveza que se abre tanto por el cuello como por la base. En un pequeño bol, en lugar de frutos secos, tiene pequeños objetos rojos, una mezcla de cartuchos y rabanillos. Me siento a su lado y bebo un trago de su vaso. Me pregunto si lo recordaré a la mañana siguiente. Los clientes nos miran con insistencia y nosotros nos miramos de soslayo. No es que aquí vengas solamente a mirar, sino que ya te ven. Mañana por la mañana todos estos dirán que me vieron en mi sueño.

Las gentes de voces felinas

En una cajita de porcelana blanca separo, por un lado, las perlas; por el otro, los tapones de coca cola, como si limpiase lentejas. Me oculto tras una contraventana, porque por fuera pasa un grupo de chicos que hablan y se ríen en voz alta y temo perder la cuenta. La casa es grande, con suelos de madera cubiertos de polvo y por todas partes hay montones de cuadernos azules como los que teníamos en el colegio. Te pregunto qué haremos con todos estos libros y me dices que vayamos inmediatamente a correos para enviarlos a Maratón. Tenemos que vaciar la casa, porque dentro de poco comenzará la gran fiesta-arreglo matrimonial. La vez anterior no me gustó nadie, pero alguien vino a escondidas y me abrazó como a mí me gusta e intenté no ver su rostro para no saber quién era. Los chicos están de pie tras la contraventana a medio abrir y me pasan por entre las rendijas fotos mías con disfraces diferentes: enfermera, legionario, estrella del cine mudo, caperucita roja, pintor de brocha gorda, neonato, funcionaria de la compañía eléctrica, leopardo, yo en el supermercado, yo desapareciendo en un invisible y terso remolino negro. Una vez se han alejado, salgo y voy enfrente, a la casa sin puerta. Tiene un gran patio, con mesitas de cafetería y dentro viven tres hombres de rostros hundidos y de ropas deterioradas y un gato de color blanco, pardo y rojo, de pelaje tupido y hocico afilado. Miro a hurtadillas tras la cortina y no puedo asegurar si están arreglando o destrozando algo. Me da vergüenza hablar con ellos, por eso comienzo a cantar una melodía y de mi boca sale, junto con la voz, un sonido de piano. Pero, ¿cómo es posible que la conozcas? Esa canción es nuestra. Y tú no eres de aquí, me dice uno de ellos mientras entreabre la cortina. Miro detrás de mí y veo que el patio se ha llenado de hombres con rostros hundidos y ropas deterioradas. Se sientan a las mesitas y murmuran en voz baja, al unísono, la extraña melodía que sale de mi boca. Su canción se restriega alrededor de mi garganta. Sonámbulos de voces felinas.

* Nikos Xiluris (1936-1980) fue un famosísimo y extraordinario compositor y cantante cretense.


ANTONIS TSIRIKUDIS

Bukowski

  Si viviese, hoy habría cumplido 95 años. El cumpleaños de Bukowski, el mismo día que el mío, que hacía siglos que no celebraba.

  Desde niño evitaba las fiestas. No porque fuera de la opinión de que tenemos que celebrar cada día. No. Para no pasarlas solo y a causa del recuerdo de las Navidades, que solo a Navidades no recordaban, con mi madre frente al televisor y mi padre desaparecido durante días, probando suerte ante alguna mesa de apuestas, mientras yo temía salir de casa y que me preguntasen qué regalo me había traído Santa Claus. «Anda a la mierda», les respondía de manera desafiante, aunque me pegasen, aunque se burlasen de mí. Al menos, no reconocía que no me había traído nada. Ni este año, ni el siguiente, ni el anterior.

  Este año me dije que iba a hacer una excepción, a su salud, y después del trabajo me pasé por el supermercado. En la estantería de bebidas alcohólicas encontré dos botellas de vino en oferta. Dos al precio de una hacen un total de cuatro. Eché a la cesta también media docena de cervezas, también en oferta.

  Si hoy fuese día de cobro, iría a algún bar, lo mismo que él hizo en una película con Mickey Rourke que yo había visto. Me bebería el sueldo de la primera quincena y al final de la noche montaría un barullo. Solo que todavía no me habían pagado; además, prefería que estuviese en su casa, escuchando música clásica, ante la máquina de escribir, urdiendo alguna de las historias que tanto me habían entusiasmado cuando lo descubrí.

  La chica de la caja puso las botellas de vino y las cervezas en bolsas de plástico. Transparentes. Nosotros no conocíamos las bolsas de papel. Me lanzó una mirada pícara, como si me dijera «Nos vamos a echar a las calles esta noche», mientras me daba el cambio sin mencionar la cantidad exacta, como me parecía que hacían en América.

  Regresé solo a casa. Abrí la puerta de la nevera y puse las dos botellas en la repisa de al lado. Metí las otras dos en el congelador, junto con las cervezas. Mientras tanto, había abierto una con un tenedor, no encontraba el abridor, y llené un vaso para agua, el cual, antes de haber acabado con la nevera, casi había vaciado. No me gustaba el alcohol, lo bebía por necesidad, para llenar mis noches solitarias, para conseguir entablar conversación con cualquiera que se sentase a mi lado en el bar, para convencerme a mí mismo de que debía sentarme ante el ordenador y escribir algo. Llené de nuevo el vaso y abrí el armario al lado del fregadero. Cogí una lata de conservas y la vacié en un plato. Se la daría al perro callejero que me había seguido y que pacientemente esperaba en la puerta exterior, por miedo a que, si yo estuviera en su lugar, no encontrase a nadie que me extendiese la mano. Y también por simpatía hacia los perros callejeros, a los que me parecía, con la diferencia de que yo no buscaba un dueño, me bastaba con lo que tenía de cuando en cuando, de lo cual también me aburriría el día de cobro. Encontraría otro trabajo, no pedía mucho, mis manos todavía funcionaban.

  Le dejé el plato, le puse un poco de agua y cerré la puerta. Sabía que esperaría, como sabía que después de poco tiempo se aburriría y cuando saliera, durante la tarde siguiente, a comprar cigarrillos, habría encontrado a otro que se apiadaría de él. No me gustaban las adicciones, no quería ni tengo necesidad de que otros esperen algo de mí. Aunque fueran perros callejeros.

  Regresé a la cocina y llené otra vez el vaso, recordando que no había hecho un brindis.

  «A la salud del mayor escritor que salió de América», dije mientras ponía Radio Tres.

  A Bukowski lo descubrí durante mi adolescencia, junto con Kerouac y Burroughs. En la biblioteca pública. Los profesores que le decían a mi madre que estudiase para los exámenes y, mientras, yo que no podía despegarme de «Sándwich de jamón». No tenía espinos y, en cuanto a la apariencia externa, no podía decirse que fuese feo. Pero la soledad era mi permanente divisa… la soledad, las batallas con un padre que no aprobaba ninguno de mis comportamientos y la sensación de que nada era suficiente…

  Leía y releía sus libros, aunque me quedara con la impresión de que era la misma historia. Una y otra y otra vez. Y cuanto más los leía, más me acostumbraba, lo mismo que ocurría con el alcohol y el tabaco.

  Tenía por costumbre regalarlos en cumpleaños y celebraciones. Y a chicas, aunque no viera el entusiasmo que yo esperaba. «Pero si es un sexista…». Solo a una de ellas le encantó, a Dora, que consiguió ver debajo de las apariencias, lo cual me hizo amarla.

  El amor de mi vida, que me recordaba a la Linda de Charles. Cuántas veces me arrojó la ropa por el balcón mientras gritaba que no quería volver a verme… Y yo regresaba. Regresaba pocos días después con una botella de vino, o más de una si me habían pagado. O me encontraba con ella en el Cecilia. Al principio me evitaba, hacía como si no me hubiese visto, se negaba a aceptar la copa que había pedido al barman que le pusiese. Cambiaba de actitud al final de la noche, cuando habíamos quedado pocos en el local y Alekos nos servía la última. Cuando no había nadie que la llevase a casa…

  Hasta que un día se fue…

  Esta vez tardé en buscarla. Esperé a que me pagasen. Compré cuatro botellas de vino caro y una de vodka, que sabía que le gustaba. Compré también golosinas y me dirigí a su casa. Sobrio. Nos emborracharíamos juntos, no quería que sospechase que solo bajo los efectos del alcohol pensaba en ella. Parecía que la puerta no se iba a abrir y cuando perdí los nervios y comencé a llamar con violencia, respondió la dueña del piso de debajo.

«Dora se marchó».

  No entendí y le pregunté si sabía cuándo regresaría.

  «Se marchó de la ciudad. Su familia vino a recogerla, se cansaron de esperar la licenciatura durante tantos años…»

  Era la primera vez que la veía tan habladora, pensaría más tarde, con la sospecha de que fue ella quien les informó para librarla del borracho; ahora disfrutaba de su victoria.

  «Y por aquí no vuelvas», después de haber cerrado la puerta.

  Fui a la cocina a llenar de nuevo el vaso. Esta vez el corcho se me resistió y abrí el cajón de los cubiertos. El abridor estaba allí y me hacía señas. Allí estaba la vez anterior que abrí el mismo cajón, no me había dado cuenta, inmerso en mi furia. Siempre ocurría lo mismo, otra razón que me empujaba a la bebida, su aportación a la claridad de pensamiento. Abrí la segunda botella y saqué las otras dos del congelador. Dejé las cervezas dentro un poco más de tiempo, no se habían enfriado lo suficiente. Si las botellas hubiesen sido de cristal, puede que me hubiese molestado en cambiarlas de sitio. Puede que hubiese pensado que el aluminio no era tan peligroso, mientras regresaba al sillón, sin permitirme a mí mismo hacer nada más. Solo a María, la vecina, hubiese permitido que me arrancase de mis reflexiones.

  Algunas veces llamaba a mi puerta inesperadamente. Ella sabía que apenas salía de casa y que el alcohol no faltaba. Por eso venía. Yo a su casa no iba. Una vez que lo intenté no me abrió. Tendría a alguien dentro… Dejaba la botella en la mesita que nos separaba y ella ocupaba su lugar en el sofá.

  La mayoría de las veces no hablábamos. Teníamos los dos la conciencia de la mediocridad de la vida que vivíamos y no queríamos hacerla aún más tediosa con la repetición. Si había bastante alcohol, se quedaba hasta tarde. Si no era suficiente y las tiendas estaban todavía abiertas, corría a comprar más. Si en alguna otra ocasión no llegaba a tiempo, se iba. En el vecindario tenía a otros. Pero me prefería a mí, me decía. Le gustaba que fuese parco en palabras y que no la presionase. Ella era la que me arrojaba a la cama. Puede que hoy ella tuviese ganas…

  «Está abierto», grité.

  Era Eleni, buscaba a María, que si a lo mejor la había visto.

  «No, no la he visto».

  No contestaba al teléfono… Se temía que quizá le hubiese pasado algo…

  Sumido en mi confusión, no entendí que ella también estaba confundida. Eleni, la chica del aparcamiento, no bebía, me decía María. El tratamiento hacía que pareciese perdida. No toleraba el alcohol.

  Estaba muy preocupada, no estaba bien por la mañana. ¿Y si llamamos a la policía?

  Al oír la palabra me levanté del sillón y me acerqué a ella. ¿En qué iba a ayudar la policía?, pensé en preguntarle, pero me contuve.

  «Puede que se haya ido a casa de su hermana», dije para tranquilizarla, mientras pensaba que tenía de nuevo a alguien en su casa y que, por eso, no contestaba.

  «Tengo el número», recordó. «¿A lo mejor puedes encontrarlo en el teléfono? No veo bien…»

  «Mejor salgamos», dije mientras la empujaba hacia la calle. En la casa no tenía cobertura.

  Su hermana no lo cogió y Eleni pensó en intentarlo de nuevo. Esta vez María contestó, los dos escuchamos el timbre. Quizá ella hubiese oído algo sobre la policía…

  No tenía pan.

  Eleni regresaría al aparcamiento y yo a la nevera y a la radio. Puede que escribiese algo, si aún podía alejarme un poco del abatimiento. Las ideas que me venían a la cabeza en el momento de la ebriedad eran extraordinarias, solo que no las ponía por escrito y cuando despertaba por las mañanas me habían abandonado, como los sueños que afirmaba no ver.

  Estaban poniendo Beethoven, que me gustaba, y subí el volumen. Manos tuvo que llamar a la puerta muchas veces para yo poder escucharlo. Había venido a felicitarme por mi cumpleaños. Traía también una botella de whisky. Hizo bien, le dije, mientras iba por enésima vez a la cocina para abrir la cara botella. Sacó lo necesario para liarse un porro y cambió de emisora. «No te importa…». Se gastó veinte euros por mi propio interés, no dije nada. Ocupé la consabida posición en el sofá y me tomé un buen trago del vaso, vaciando la mitad. No tenía que haber mezclado bebidas… Y tenía que haber rechazado el porro, tenté mi suerte, pero lo cogí. Lo cogí y lo sostuve.

  «Eh, también nosotros estamos aquí…»

  No se quedaría por mucho tiempo, lo estaban esperando. Pasó a darme mi regalo. «Por tu cumpleaños…». Le había dicho, en un momento inopinado, que caía el mismo día que el de Bukowski. Le gustaba Bukowski. Mientras se iba me pasó el porro.

  «Todo tuyo…».

  No conseguí terminármelo. Quería ir al baño y me desplomé en el suelo, mientras los vómitos dibujaban un verde lago alrededor de mi rostro. Con toda la fuerza que me había quedado, levanté la cabeza y conseguí llevarla hasta la orilla. Mi cuerpo en el mismo sitio. Tuve que haber estado así durante muchas horas. No tenía miedo, me había pasado otras veces. Lo que no soportaba era la cadena de radio que había elegido Manos. Los éxitos que no parecían parar de sucederse, uno tras otro, y el anuncio que no hacía más que hablar de éxitos.

  Cuando me desperté, estaba amaneciendo. Me levanté con mucho esfuerzo y me arrastré hasta la cama. Caí con la ropa puesta, la luz sobre la mesita bañando Su jeta en la cubierta, con la sonrisa enigmática. Orgulloso del cumpleaños del discípulo. Ni siquiera él lo celebraría mejor.

  Y si pudiera escribir algo…

Estamos en todas partes

  A Papi lo conocí en Sídney. No recuerdo quién me lo presentó; en todo caso, acabé por convertirme en su mejor cliente. Le telefoneaba, normalmente, los viernes por la tarde.

  «Buenas tardes, soy el griego. ¿Cómo va la cosa? ¿Puedes pasarte por casa?»

  Antes de que hubiese pasado una hora, me hacía una perdida, la señal para que bajase a la entrada, no subía al apartamento. El intercambio tenía lugar bajo la apariencia de un apretón de manos, cien dólares en mi mano derecha, en la suya el costo.

  Solo una vez aceptó estar presente en una fiesta improvisada, un sábado por la tarde, en el patio de un amigo. Lo telefoneé de improviso, se nos habían terminado las provisiones. El trato era bueno, vino y cuando le ofrecí una cerveza la aceptó. Por poco tiempo, hasta que sonó el teléfono.

  Excepto yo, nadie habló con él. Una vez hubieron cogido la hierba en sus manos, hicieron como si ya se hubiese ido, había llevado a cabo su función y le dieron su dinero. Quizá hasta le tuviesen miedo, su historia era conocida. Había salido de la cárcel hacía poco… Tras veinte años. Durante su adolescencia llegó a irrumpir, con un arma en la mano, en el pub que frecuentaban los miembros de una banda que no era la suya. «Para que no molestasen más a alguna de nuestras chicas». Hirió a dieciocho clientes, uno de ellos grave. Pocos días después fallecería.

  Cuando se hubo ido, se acercó a mí la novia de mi amigo para regañarme: «Que no se repita, por favor. ¿Qué dirán los vecinos?». Así que seguí quedando con él en la entrada de mi casa.

  En una de nuestras últimas transacciones, yo llevaba puesta una camiseta con versos de Ritsos:

Tampoco esta noche hay luna llena,

falta un trozo,

tu beso

  Los leyó a voz en cuello, su mano en la mía, el billete abrazando la bolsita de plástico.

  «¿Dónde aprendiste griego?», le pregunté, impresionado.

  «En la cárcel. Tenía un amigo griego que me enseñó a leerlo».


GRIGORIS PAPADOYANNIS

¿Acaso es corta nuestra vida? ¿Quizá es demasiado larga? Antes de responder, sería conveniente que ustedes preguntasen a una joven efímera que tiene frente a sí un día entero de vida y ya ha comenzado a aburrirse. Quizá cambiase su punto de vista sobre lo efímero de nuestra vida…

   Las efímeras son una especie de insecto que pertenecen al tipo de los efemerópteros. Su desarrollo en estado larval es lento, en ríos y lagos, y su vida adulta dura (si es que tienen suerte) un día.

   Las efímeras consiguen vivir intensamente, entusiasmarse con la vida, desesperarse y a veces sufrir de depresión. Sin embargo, lo más frecuente es que no consigan hacer muchas cosas. Bajo la superficie del río hay siempre un pez preparado para coronar aún su almuerzo diario con algunas efímeras. Naturalmente, no es el único peligro en su azarosa vida. Están los pájaros, está el viento fuerte, están también otros animales e incluso también insectos que convierten la vida de las efímeras en algo aún más… efímero.

  Desde muchos puntos de vista, su vida está llena de aventura. Su vida es quizá el thriller más rápido del mundo. Simplemente, es tan rápido que su protagonista no consigue disfrutarlo. Tampoco los espectadores (con frecuencia los peces), sobre todo porque se apresuran a comerse a los protagonistas.

   ¿Pero esto es vida? ¿Quién sabe? Si ustedes le preguntan a una efímera (que viva todavía) seguramente les responderá que hay cosas peores…

   Las efímeras viven durante pocas horas o incluso –siempre las hay más viejas que Matusalén– algunos días. Con frecuencia abren por primera vez sus alas durante una mañana primaveral y se aparean cuando el sol se pone. Luego el círculo se cierra. En cierto modo, es realmente breve. Pero imagínense de cuántos líos, trámites, divorcios, pagos a hacienda y colas en los supermercados se libran…

   Este cómic llega para responder todas las agónicas preguntas sobre la vida y su sentido. Pero no se preocupen. Las respuestas son tan efímeras que las olvidarán muy rápido…


Andriana Minou es compositora, pianista, artista plástica y escritora. Vive en Londres desde 2004. Es licenciada en Ciencias y Artes Musicales por la Universidad de Macedonia (estudió piano con Domna Evnujidou) y completó el Master de Performing Arts (Universidad de Middlessex) y su tesis doctoral sobre la música de Jani Christou (Goldsmiths, Universidad de Londres), con una beca de la Fundación Onassis. Textos de su autoría se han publicado en numerosas revistas griegas (Μανδραγόρας, poetix, Εντευκτήριο, ασσόδυο, chimeres), inglesas (The Paper Nautilus, rattle journal) y estadounidenses (FIVE:2:ONE, typehouse), así como también en muchas antologías (A six-pack of stories, Μικρές Επαναστάσεις, Ιστορίες του Φθινοπώρου, Αμμογραφήματα, etc.). En la editorial Παράξενες Μέρες se han publicado sus libros Cine negro infantil (Παιδικά Νουάρ, 2013) y Bronsueño (Ονειρωρυχείο, 2017), cuya edición inglesa fue publicada por la editorial Verbivoracious Press en Inglaterra. Bronsueño fue presentado también en Atopos CVC en forma de perfomance/installation en junio de 2018, con motivo de los actos de Atenas Capital Mundial del Libro, organizados por la Unesco. En 2017 fue una de las escritoras invitadas del Festival de Jóvenes Escritores de la Feria Internacional del Libro de Tesalónica. Ha escrito también libretos, canciones, música y textos para representaciones estrenadas en diferentes partes del mundo (Atenas, Ámsterdam, Londres, Berlín, Zúrich, Nueva York, Bombay, etc.) y es miembro fundador y en activo de grupos musicales como Oiseaux Bizarres, Coocoolili, etc. Colabora con el sello DIY ΦΥΤΙΝΗ, tanto en proyectos colectivos como con álbumes en solitario (como por ejemplo Delicassetten Machimenai y andrianette). Su página web: www.andrianaminou.com

Antonis Tsirikudis nació en un pueblo del norte de Grecia, cerca de Komotiní, en 1976. Tras vivir durante muchos años en el extranjero, llegó a Creta con Tigre, Betty y Mació. Estudió Filosofía y Educación Especial, viajó y aprendió lenguas. Algunos de sus relatos han recibido premios en concursos literarios y se han publicado. Toma parte en la escritura de una novela colectiva y ha traducido a Diana Torres para la antología Poemas para el final de la era del petróleo, publicada por la editorial Παράξενες Μέρες (Strange Days), de la cual es miembro. Experimenta, incluso, con el guion y el teatro. Este es su primer libro.

Grigoris Papadoyannis ha escrito la obra de teatro Las situaciones, el libro de relatos La ciudad más allá del río y la novela Sniff. El primer libro de su autoría que se publicó, sin embargo, fue el cómic Al Altísimo, por la presente (Ediciones cooperativas agrícolas, Αγροτικές συνεταιριστικές εκδόσεις, 1989)

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