“El reconocimiento” Por José Edgardo Cruz Figueroa

En la Revista Trasdemar difundimos la creación literaria contemporánea de las islas
Fotografía cortesía del autor para Trasdemar

Desde la Revista Trasdemar presentamos la nueva colaboración del autor José Edgardo Cruz Figueroa (Puerto Rico), con el relato titulado “El reconocimiento” que incluimos en nuestra sección “Conexión Derek Walcott” de narrativa contemporánea del Caribe. Nuestro colaborador es natural de San Juan y criado en El Fanguito y Barrio Obrero en Santurce. Tiene una Maestría en estudios latinoamericanos con una concentración en literatura e historia de Queens College-CUNY y un doctorado en ciencias políticas del Graduate Center-CUNY. Su trabajo académico ha sido publicado por Temple University Press, CELAC, Lexington Books y Centro Press y por varias revistas académicas. Su trabajo creativo ha sido publicado en las revistas Confluencia, Sargasso, Cruce, 80grados, Trasdemar, Alhucema, El Sol Latino, y el Latin American Literary Review. Una selección de sus relatos está incluida en el libro Formas lindas de matar (Julio 2023)

A lo mejor tenía pareja y era feliz, todavía viviendo en su apartamento en el Viejo San Juan. Podía ser que regresaba de Europa y que la imagen de la torre Eiffel en su maleta no era una afectación sino evidencia de que había estado en Francia. Era posible que trabajara en una organización sin fines de lucro o en una agencia del gobierno. Tal vez había ingresado en la filas del empresariado capitalista y ahora era millonaria.

De todas las posibilidades habidas y por haber solo una cobró forma concreta

JOSE EDGARDO CRUZ FIGUEROA

Para Arturo Martínez, viajar a veces era como vomitar una comida envenenada. Era una experiencia desagradable, un despojo doloroso que producía una sensación de alivio. La espera en el aeropuerto, la ansiedad del abordaje, muchos hacinándose frente a la puerta de entrada como si esperar sentados significara que iban a perder su asiento, el enfado que se siente al ver tanta gente cargando con la casa a cuestas para no tener que pagar por la facturación de sus maletas, o por temor a que se les pierdan, el terror que se le mete a uno por dentro cuando ve a un tipo de mil libras indicándote que estará a tu lado, desbordándose de su asiento para atacuñarte en el tuyo más de la cuenta; todo eso quedaba atrás una vez el avión comenzaba su descenso, como queda atrás un estómago descompuesto al vomitar. Al tocar tierra y salir al terminal, la experiencia pasaba al olvido o tal vez se convertía en pie forzado para un cuento.

            Claro, con el aterrizaje no paraba la cosa pues entonces tocaba bajar al área de los carruseles a esperar por las maletas. Ese era otro momento de ansiedad pasajera ante la posibilidad de que tu equipaje hubiese sido puesto en el avión incorrecto y en vez de llegar contigo a San Juan terminara dando vueltas incesantemente en un carrusel en Jamaica o en las Islas Vírgenes o en los círculos concéntricos que llevan del Purgatorio al Infierno. Eso le había pasado un par de veces pero sin mayores consecuencias que no tener un calzoncillo y una camiseta limpia que ponerse al día siguiente. Las líneas aéreas eran muy eficientes haciéndole llegar a los pasajeros las maletas mal puestas. Arturo una vez llegó a conocer a un tipo cuyo negocio era recoger maletas extraviadas para llevárselas a sus dueños. En el capitalismo hasta la deficiencia más mínima en el funcionamiento de una corporación podía crear un hueco que lo rellenaba una nueva empresa.

            Después de escribir la oración anterior Arturo quiso borrarla. No quería desviarse haciendo comentarios de tipo político o social. Pero después de achinar los ojos y apretar los dientes prosiguió.

Por más efectivo que sea ese proceso de crear externalidades que se desdoblan para producir oportunidades económicas, el capitalismo se puede cagar en su madre en lo que a mí respecta, pensó. Después de todo, la empresa de recuperar maletas que el tipo ese había creado le dio un suplemento salarial que no fue suficiente una vez perdió su trabajo regular. Es decir, lo que el capitalismo te da hoy, puede ser que mañana te lo quite.

Arturo esbozó una sonrisa cargada de ironía al darse cuenta de lo que había hecho. El comentario que quería evitar entró por la puerta de atrás aunque no por ello resultaba menos evidente. Sabía que ese subterfugio no iba a engañar a nadie pero se conformaba con que sus lectores comprendieran que aunque no podía prescindir de incursiones didácticas en su narrativa, al menos podía dejar claramente establecido que no le gustaba, que pensaba que la prédica política o social no era una función literaria.

            Entonces, ¿cómo dar cuenta de lo que le había pasado en su más reciente viaje si lo que iba a decir tenía que ver con su experiencia política? La solución a su dilema estaba en el recurso a la imaginación, aunque todo lo que dijera tuviese un referente concreto en la realidad. Su amiga Ileana le había dicho que la capacidad amatoria era la fuerza que transitaba en su trabajo creativo. Pero ahora, él no estaba interesado en desmenuzar una experiencia romántica. Según ella, la isla era su metáfora y su teoría era volver a empezar. “Bueno según yo no”, le dijo Ileana cuando leyó el primer borrador de este relato, “pues lo que hice fue citarte”. Arturo hizo una mueca y decidió que independientemente de su origen, la descripción tenía relevancia inmediata. Era la esencia de lo que se proponía relatar al hablar del viaje que acababa de realizar. En este caso, su contexto era una mezcla de aeropuertos y nubes en el aire y la experiencia que había tenido contuvo la posibilidad de un comienzo nuevo aunque solo por un momento pues a fin de cuentas terminó en nada.

            La cosa comenzó en el aeropuerto de Orlando cuando notó a una mujer con el pelo pintado de ese negro que en algunos casos termina con un matiz rojizo que revela su artificialidad. Estaba parada a distancia de los asientos en el área de entrada al avión, como si quisiera mantenerse al margen del resto de los pasajeros. Llevaba el pelo hasta los hombros. Sus cejas eran negras y no delataban el pasar del tiempo. Vestía de chaqueta y pantalón blanco y sus zapatos, también negros como sus cejas, eran de taco bajo. No llevaba cartera ni maletita. Arturó la notó de pasada y no pensó más. Bueno, quizás en su mente se registró un chin chin de reconocimiento pero fue tan breve como el chispazo de un encendedor que no prende. Todo esto quedó grabado en su mente de modo sub-consciente.

No sabía si pensó en ella con familiaridad o con la atracción que le causaban prácticamente todas la mujeres maduras que le salían al paso. Si en ese momento hubo un reconocimiento, fue vago e impreciso. Fue interesante que aunque estuvo en esa área de pasajeros por cuatro horas, esperando como ella por el avión que los llevara a San Juan, no volvió a notarla hasta que llegaron a la isla. No la vio entrar al avión pero estaba seguro que le tocó un asiento en la parte de atrás. Él estaba en la fila cuatro y fue de los primeros en salir. En ese grupo ella no estaba.

            Como salió rápido del avión, llegó primero que nadie al carrusel para recoger su equipaje. Antes de que la cinta comenzara a girar vio llegar a la mujer. Ella se paró detrás de él, otra vez a distancia de todos los que poco a poco se aglutinaron cerca del carrusel, lo cual quizás era un rasgo de su personalidad. Ahí fue que Arturo pensó en ella con más detenimiento. Ahora estaba seguro que su mirada no era lujuriosa. Lo que sentía era la curiosidad que genera un recuerdo débil e inesperado. Lo que buscaba era un reconocimiento pleno, una reconstrucción cabal del candungo de experiencias con las que asociaba a esa mujer que esperaba con él que la cinta empezara a moverse para ponerle punto final al viaje y escribir la primera oración del recuento de su estancia. En esa primera oración, Arturo quiso escribir el nombre de ella pero no lo recordaba.

            Arturo estaba seguro que la mujer había estado afiliada al Partido Socialista Puertorriqueño durante los años 70. No estaba seguro si era Peruana o de Bolivia pero sus rasgos eran claramente indígenas. La recordaba con el pelo lacio más largo que ahora pero sin las muestras de deterioro que causan los años y el uso contínuo de tintes para ocultar las canas. En esa época fumaba constantemente y estaba un poquito jorobada. Esa mala postura no le quitaba en nada su encanto. Ahora se veía más enderezada. La miró varias veces, cambiando la vista cuando sus miradas se cruzaban. Luchaba por convencerse que era ella: una muchacha chaparrita que quizás se llamaba Paula. Pensó decirle: yo te conozco pero no me acuerdo de tu nombre, a ver qué pasaba. Debatió si se le acercaba o no y al voltearse para mirarla ya no estaba. Giró su cuerpo en rotación completa y al cerrar el círculo la vio a su izquierda recogiendo su maleta. Era una maleta de veinticinco pulgadas forrada con una tela finita como la de una cortina translúcida, ilustrada con imágenes de distintos lugares, incluyendo la imagen de la torre Eiffel. Ese detalle le pareció cursi. Halando la maleta se dirigió a la salida mirando solo hacia el frente. Cuando Arturo agarró la suya y salió del terminal, la buscó con la vista. Exclamó para sí, ¡diablo, desapareció bien rápido!

            ¿Qué significaba reconocer a alguien? Estudiando a Platón, Arturo había aprendido que la palabra “república”, en su origen grecolatino, se refería a la res publica o la cosa pública o popular, es decir, lo que le pertenece al estado o al pueblo. En ese sentido, reconocer era “conocer la cosa”, y en este caso la cosa podía ser pública o privada. Conocer, en su sentido bíblico, implicaba intimidad sexual, lo que convertía “la cosa”, al reconocerla, en púbica, si el sentido de “re” era “incidir de nuevo”, en vez de “la cosa”.  De manera que en nuestros días, reconocer podía entenderse como recuperar o repetir la experiencia del amor sexual.

Nada de esto le aplicaba a la mujer que pudo llamarse Paula. La relación de Arturo con ella había sido fugaz y estrictamente política. Nunca supo nada más allá de su origen natal y su nombre, que ahora olvidaba. Si la reconocía era solo porque la había visto antes en aquellos días de izquierdismo que hoy eran, de seguro para él y quizás para ella también, cosa del pasado; un recuerdo más distante que la distancia que lo separaba del momento actual.

            Al salir del aeropuerto, Arturo siguió pensando en ella. Se convenció de que fue mejor no acercársele pues él podía haber sido la causa de una experiencia desagradable. No porque le hubiese causado algún daño sino más bien porque representaba un dolor político como el que reveló padecer Meyer Shapiro al confesar que lo único que sentía en la vida era el fracaso del socialismo. Hablarle presuponía que ambos iban a reaccionar complacidos de verse, de reconocerse después de tanto tiempo. Eso a su vez presuponía que evocarían un recuerdo placentero lo cual, dada la experiencia desgraciada del izquierdismo puertorriqueño, no se podía dar por sentado. Había una posibilidad de que la flama de esperanzas y objetivos utópicos que les había encendido todavía ardiera. Pero para Arturo eso era un prospecto nulo. Para ella, quién sabe. Si Arturo había cambiado, no era razonable que él esperara que ella siguiera siendo la misma, aunque le constaba que había gente del movimiento que por creer que un radicalismo menguado por la experiencia y los años era una traición, no aceptaban esa posibilidad para ellos ni para nadie. Cuando leían su relatos, algunos de esos decían con desprecio, “Mira éste, se cree que es Elia Kazan, usando la ficción para redimir sus pecados”. 

            Claro, al saludarse, ambos podían haber fingido una excitación momentánea. Podían haber compartido dos o tres palabras marcadas por esas sonrisas falsas que a veces la gente exhibe frente a una cámara. Luego, cada cual podía haber seguido su rumbo sin acordar volverse a ver; que fue lo que pasó sans el saludo, las palabras y la sonrisa. Lo que hubo fue un acuerdo tácito, asumido unilateralmente por Arturo, de que esa mañana en el aeropuerto sería recordada como una oportunidad perdida para reconocer a una figura del pasado. Total, era un reconocimiento que Arturo no necesitaba. Así, su sentido de pérdida fue intenso pero pasajero. Le molestaba dejar pasar oportunidades que prometían aventura, placer o romance, pero en este caso no veía cómo nada de eso podía ser la secuela del reconocimiento de la mujer que pudo llamarse Paula. Aceptar que su mente lo embaucaba, prometiéndole cosas que no era razonable esperar, no prevenía que sus ideas locas salieran corriendo de su cabeza buscando la meta de una fantasía irrealizable. Esta vez lo hizo y las ideas locas que elucubró al ver a la misteriosa se quedaron pasmadas.

            Todo el tiempo de espera por las maletas, ella portó una expresión fuerte, con el ceño fruncido como si estuviera enojada. Quizás era una expresión de desagrado al ver que reconocía a un militante del pasado izquierdista que ella prefería olvidar. Eso era, por supuesto, una proyección por parte de Arturo. Reconoció que su visión pesimista iba a determinar su decisión––por lo cual terminaría haciéndole caso omiso a la mujer––y eso no le agradaba. Pero a saber, ¿cuál habría sido el fin de acercársele si después de un intercambio breve se iban a desaparecer el uno del otro? Arturo pensó en la escena final de 12 Angry Men, cuando el viejo y Henry Fonda, finalmente y al cabo de horas deliberando en un cuarto cerrado, se introducen, intercambian sus nombres y después de una pausa torpe, cada cual sigue por su lado. En su caso, ¿qué clase de reconocimiento habría sido ese, si en efecto le hubiese pasado lo mismo con la mujer que una vez quizás había sido su compañera de militancia? No hubiese valido la pena decirle me acuerdo de tí si de ahí no iban a llegar a ninguna parte. Pero, ¿no había un punto medio entre los extremos de un reconocimiento hondo y significativo y otro llano y completamente vacuo? A veces Arturo pensaba como Raskolnikov, incapaz de situarse entre Supermán y una cucaracha. Pero todo esto seguía siendo un ejercicio fantástico, especulación por su parte, otro giro de la visión negativa que proyectaba.

A pesar de que no estaba inspirado por el deseo, Arturo no pudo evitar auscultarla más allá de su chaqueta y pantalón blanco. No tenía cintura pero su forma era agradable. Sus nalgas lucían planas pero eso quizás era una ilusión óptica causada por sus pantalones holgados. De sus pechos no se podía decir nada en la distancia. Sus ojos negros, que enmarcados por aquel ceño fruncido proyectaban furia, quizás eran en realidad un velo que ocultaba un cerebro febril, lleno de ideas profundas. No la vio sonreír pero imaginó que sus dientes permanecían blancos quizás porque había dejado de fumar. Notó que sus manos no sugerían los mismos años que su figura revelaba.

Decidió con rapidez pasar a otra cosa menos superficial y más relevante. No era que le preocupara ser acusado de sexista al enfocarse en los rasgos físicos de la mujer enigma pues aunque no lo animaba el deseo tampoco creía que en caso que fuese así era correcto estigmatizarlo. Tampoco se trataba de cambiar el tema para pensar en el capitalismo y sus vainas. Quería moverse a algo más agradable. Quizás ella se habría alegrado de reconocerlo. A lo mejor era una mujer distinta a la que él había conocido. Podía ser que ambos estuviesen en sintonía, que el reconocimiento iba a ser una vuelta pero a un punto de partida diferente al original. Quizás desde ese nuevo punto de encuentro, producto de procesar sus experiencias de modo similar, habrían descubierto que estaban en una destinación común y parecida para ambos. Cuando pensó eso, ya la experiencia negativa del viaje––el retraso, la espera, la ansiedad del abordaje, la gente abarrotando con sus cosas todos los espacios del avión, el tipo de mil libras… todo eso se había disuelto y se sentía aliviado. Hasta la idea del vómito, que por repulsiva otro la habría removido de su cuento, le pareció alegre, si es posible imaginar tal cosa, y purificante.

Permanecía inquieto por una duda. Tal vez como Arturo, la mujer que pudo llamarse Paula estaba dispuesta a volver a empezar. Como él, quizás quería ser una persona nueva y ansiaba encontrarse con otros que tuvieran las mismas coordenadas, reconocerse en ellos para no sentirse sola y aislada. Quizás en efecto había dejado de fumar. A lo mejor tenía pareja y era feliz, todavía viviendo en su apartamento en el Viejo San Juan. Podía ser que regresaba de Europa y que la imagen de la torre Eiffel en su maleta no era una afectación sino evidencia de que había estado en Francia. Era posible que trabajara en una organización sin fines de lucro o en una agencia del gobierno. Tal vez había ingresado en la filas del empresariado capitalista y ahora era millonaria.

De todas las posibilidades habidas y por haber solo una cobró forma concreta. Al salir del terminal ella ya no estaba. El significado de ese encuentro trunco se le escapaba excepto como sujeto de especulación. Quizás ella iba camino a su casa pensando lo mismo que Arturo, albergando sentimientos mixtos, segura de haberlo reconocido, lamentando no habérsele acercado o suspirando con alivio por haber evitado un encuentro que habría revivido un trauma. Quizás como él, al llegar a su apartamento escribiría un cuento para procesar la experiencia de su llegada, a lo mejor deseando que Arturo lo leyera una vez fuera publicado. Arturo estuvo pendiente por varios meses sin resultado. Solo le quedaba la convicción de que para uno conocerse tiene que confrontarse con el otro y en este caso había dejado pasar una oportunidad para confirmar si ella y él eran “ellos” o “nosotros”. ¿Podría ser Paula (si en efecto ese era su nombre) un espejo que le habría permitido reconocerse al reflejarle? Arturo concluyó que nunca lo sabría, a menos que las vueltas del mundo una vez más lo colocaran frente a ella para reconocerse en otro sitio y desde otro lugar. En otro sitio que podía ser un espacio sin geografía, delineado en un mapa de ideas nuevas. Desde otro lugar que tal vez sería el inicio de otra vida, otra forma de reconocimiento. Esa idea le hizo recuperar el aliento. Era una fuente de esperanza aunque la razón le dijera, de forma callada, que en verdad tal vez era una fantasía más.


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