“Asumimos hace mucho tiempo en la isla que lo amarillo es fruta apetecible y que es un color afortunado” Por Juan Casillas (Puerto Rico)

Olga Albizu “Amarillo, 873-94”
(Puerto Rico, 1924- Nueva York, 2005)

Museo de Arte de Puerto Rico

Desde la Revista Trasdemar presentamos en nuestro aniversario una colaboración especial para la sección de “Narrativa” del autor puertorriqueño Juan Casillas Álvarez (Las Piedras, Puerto Rico) Poeta y novelista, estudió en la Universidad de Puerto Rico las disciplinas de Historia y Literatura, especializándose en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, además de finalizar la Maestría en Historia comparada por la Universidad de Connecticut. Ha publicado “Lugar Profano” (2015) y tiene inéditos varios libros de poesía y novela. Ha sido profesor en Boston y Cambridge. Ha participado activamente en festivales internacionales de poesía en Estados Unidos.

Debe ser que, no todas las frutas amarillas están listas para ser consumidas. Asumimos hace mucho tiempo en la isla que lo amarillo es fruta apetecible y que es un color afortunado. Nada más equivocado. No todo lo que brilla es oro.

JUAN CASILLAS

SÁBADO 4 DE SEPTIEMBRE DE 2021

Salí antes de las ocho de la mañana al supermercado que llaman SúperMax, nombre rimbombante que es más ruido podrido que avellanas frescas. Hoy me propongo hornear un pan de banano o de guineos maduros como decimos en Borinquen, nombre originario de la isla de Puerto Rico. Los ingredientes son tres guineos maduros, harina, huevos, aceite de oliva, almendras rebanadas, polvo de hornear y no sé qué más. Me llevo una bolsa grande de tela del museo metropolitano de Nueva York, pequeña por fuera pero se expande por dentro como un saco de ñames. Estoy prevenido con las bolsas porque siempre que paso por el estante de libros callejeros de la calle Loíza, encuentro libros interesantes que la gente ya no quiere en su casa. Ya es mi costumbre llenar la bolsa de libros antes de llegar a SúperMax. Eso me pasa va siempre. Es una librería libre al sol y al sereno. En ella he encontrado cuatro volúmenes de las obras completas de José Ortega y Gasset, La Ideología Alemana de Carlos Marx y Federico Engels, El país de cuatro pisos de José Luis González y El mercado de culpas de mi amigo Héctor Meléndez. Esta callejearía de libros me ha dado un buen arsenal de novelas de autores puertorriqueños como Enrique Laguerre, Manuel Alonso, Manuel Zeno Gandía, René Márquez, Rosarito Ferrer, Marta Aponte, entre muchos otros. En la librería libre siempre hay oportunidad de encontrar el buen teatro de Luis Rafael Sánchez, Manuel Méndez Ballester y Francisco Arriví. La poesía por lo general es callejera y libre. He echado en mis bolsillos poemarios de Luis pales Matos, José de Diego, José Luis Vega, Julia de Burgos. Ellos son algunos tesoros que me he expropiado de la librería huérfana de la calle Loíza.

En Libros Libres es sorprendente la cantidad de textos en ingles que superan por mucho la colección gratuita de libros en español. Para un extranjero turista, la primera impresión, al pasar por este promontorio de libros, es que en Puerto Rico no se lee en español. Yo he visto a un turista tirar los libros  en español con cierto desprecio como si fueran estorbos para la colección de libros en inglés.  En una ocasión vi a uno de ellos tirar con desde El Jíbaro de Manuel Alonso, igual como se tira al zafacón un rollo acabado de papel higiénico. No es para más pero yo le expresé mi disgusto porque me sentí ofendido. Tenemos que defender a nuestros autores en todo momento, no es así. Yo también, hago mi parte aumentando la colección de lecturas en esta biblioteca calleja donde abundan libros babilónicos y de la isla cerrera. Y para ser recíproco, me he desprendido de muchos libros que en alguna ocasión me arrancaron el alma. Pienso que lo que me pertenece a mi es la lectura de ellos, no el libro en sí, que van y vienen.

La rutina que hago desde mi regreso a mi país en noviembre del 2020, no la interrumpo por nada, eso incluye ir de compras a SúperMax. Mi ruta está clara, hago dos paradas y camino como Dios manda con ropas de los trópicos, sombrero de panamá y zapatos de cuero inglés, por supuesto. Soy feliz figurando mi persona lo más elegante y caribeña posible. Ya el puertorriqueño no viste de paisano de los trópicos. La ropa es otra más pesada, oscura, de invierno, de zapatillas tenis y camisetas deportivas, tanto es así, que aquí ya se desprecian las ropas ligeras, elegantes y alegres que eran típicas del Caribe. Los estantes de ropa ya no venden piezas de algodón, lino, guayaberas ni sombreros de panamá ni se ven los zapatos de cuero. Aquí se ha declarado la muerte al estilo de vestir y calzar de nuestros abuelos y padres. Yo hago de museo con dos piernas cuando visto como mis tíos.

En cuanto a las buenas maneras, no me olvido de darles los buenos días a los paseantes que me encuentro en mi salida ordinaria al supermercado. “Buenos días señora o señor”. Mi saludo es siempre diáfano y armonioso. Los vecinos del barrio Machuchal de Santurce son recíprocos con mis saludos de buenos días o buenas tardes. Pero los turistas y los trabajadores gringos de la Florida, o los trabajadores  de LUMA, (Es la sigla de una compañía americana que administra el servicio eléctrico en la isla) ni se enteran cuando les doy unos buenos días en español.  Les digo a veces, “Good Morning” pero de ningún modo no saben ser recíprocos en su idioma que carece de afectos.  

Hay un pordiosero que se la pasa pidiendo pesetas en el semáforo de la Calle Loíza y la avenida de Diego, justo ahí está SúperMax. Este chico es un indigente y se ve muy mal de salud. Tiene unos treinta años más o menos,  se plata en el cruce a probar la fortuna para comprar un café con pan o una coca cola. Tiene un mal aspecto de verdad, sus ropas son viejas, sucias y están raídas. Huele mal, no lleva zapatos y camina muy pastoso como si hoy fuera su último día en este mundo cruel pero aún, debo decir, tiene voluntad para extender sus manos mugrientas que desafían la compasión de los transeúntes. Diariamente, la palma de su mano está abierta a cualquier depósito.

He tenido unos leves encuentros con él, tales como desearle buenos días y si tengo un peso en el bolsillo se lo doy sin miramientos. La gente y los conductores de carros le sacan el cuerpo al desdichado boricua que da pena. Un pensamiento de compasión se deslumbra solo con mirar el rostro de este señor anónimo que no se esconde para pedir o dejarse morir. Pienso que fue una persona grande y feliz antes de ser un paupérrimo desposeído. Yo lo veo y creo que tuvo algo importante en su vida que amó pero que ahora no tiene significado alguno para él. Pero mientras tenga vida será una persona digna. Le pasé por el lado y estaba sentado en la acera con sus pies en la calle esperando que lo atropelle por un no sé qué, sin sentido. El destino le da igual bueno o malo. Con temor a equivocarme, deduzco que ya no le quedan palabras que expresen acercamientos culturales con indiscretos como yo, solo sabe decir repetidamente “dame algo para un café” y punto.

Observo que la luz del día lo inquieta, lo ciega, lo pone del mal humor, no ve ni distingue a la gente solo se retuerce para pedir de un lado al otro de la calle. Ya no tiene ningún aplomo y hasta para extender la mano se desgarra de dolor. Ya no tiene canciones, ya no respira el aire de la belleza y la poesía. Ya ni el miedo le estremece. Quizás ya no es una persona como cualquier otro mortal o quizás más que nosotros los normales. Con esa apariencia de perdedor, nadie le va a dar un impulso hacia adelante, no sabe de la pandemia ni lleva mascarilla, nadie se atreverá a reprenderlo. Me pregunto quién necesita a un vagabundo para convertirlo en un soldado valiente o convertirlo en ciudadano sano y bienvenido donde quiera que vaya.  Se sienta en la acera a esperar una limosna sin gritos, sin prisas, sin lamentos, el tiempo no existe en sus ojos, es como una serpiente que se arrastra y silba cuando le entra el sombrío espanto de los símbolos de la existencia humana.

En estas sus circunstancias diarias, encontré al limosnero cuando salí del supermercado. Cuando me alejé unos pasos de él recordé que aunque no tenía dinero, sí que le podía ofrecer un guineo maduro que llevaba en la bolsa para hacer el pan de guineo. Lo siguiente que hice fue acercarme a él y le dije, “Señor quieres un guineo maduro”. Él extendió su mano piadosa y de inmediato separé un guineo de los otros dos y se lo puse en sus manos vacías. No intercambiamos una sola palabra. Todo fue muy mecánico, no hubo gestos entre él y yo.  El no se levantó, yo no me detuve. Esa ofrenda de la banana fue un acto muy seco, su rostro estaba pálido, su mente estaba ausente y yo me quedé en el acecho como esperando que me dijera gracias. Pensé, en un acto reflejo, que era un extranjero mercenario perdido en la selva tropical  como aquel personaje estrafalario y cínico en el cuento Mr. Taylor del cuentista guatemalteco  Augusto Monterroso.

Hablando de cínicos, este hombre de la calle vive sin pudor, sin importarle el qué dirán. Le importa un comino lo que yo piense de él.  Vive en contra de la cultura que me sitúa a mí. Pensará para sí mismo que yo no aporto nada a su vida, sigue tu camino. Visto así,  se convierte en un cínico de la calle que  ha perdido toda vergüenza como los cínicos antiguos en virtud del cual unían su filosofía cínica a la vida de los perros. Los filósofo de la calle viven una auténtica autarquía no dependen de nadie para masturbarse o hacer sus necesidades en las avenidas de la ciudad. Este señor no puede vivir de la mentira sino que vive atacando a su modo nuestra crisis impúdica y corrupta. El vagabundo de la calle sin vergüenza alguna  marca la ruptura diaria contra la cultura corporativa y nuestra clase política. 

Hay nuevos Diógenes en Santurce, en el barrio Machuchal y más allá de la ciudad amurallada que nos machacan la servidumbre al mundo neoliberal y falso. El cínico de la calle Loíza no tiene atajos porque tiene coraje de representar su verdad, la pérdida de su salud. Tiene el coraje de vivir una vida como él quiere que sea, a costa de morir, como un perro de la calle. Su aullido de perro sarnoso, entiendo yo, es una denuncia a mi estilo de vida, mi cultura de poder y de placeres modernos. Yo me desprendí de un guineo burgués pero el cínico de la calle Loíza se ha desprendido de sus sueños, de su riqueza, de sus placeres y de su autoridad.

Como Mr. Taylor, este desarraigado puertorriqueño lleva una vida de perros.  El desdeñoso de mi barrio me sirve para pensar donde está en mi isla indagando el triunfo de la libertad, mejorando la salud mental y física, practicando la misericordia, la empatía y validando la razón. Cuando le entregué la fruta sentí que su vida hervía, sus ojos me dieron un sin sentido de rabia y de vaga esperanza. Al parecer, el desgaste humano es tal que hasta la generosidad se convierte en un cáliz maldito que lo aparta de cualquier mirada que tenga brillo, diálogo y patria.  Me aparté de él.  Seguí mi camino de regreso a mi casa pensando que aún se movía, que tenía boca para comer y pensé que en él se conservaba algo vivo que yo no sabía apreciar. 

Y de repente pero como si pasaran miles años, escuché una voz desgarradora y amenazante que salía del vagabundo que gritaba: “Hijo de la gran puta el guineo está verde”. “Hijo de la gran puta el guineo está verde”. Miré hacia atrás de soslayo cuando le vi arrojar el guineo contra la carretera. Aprendí hace muchos años decir que el hambre vence al hambre pero debo reconocer que este dicho no se aplicaba en este ejemplo. Parece que comer una fruta amarilla no es tan fácil. Yo les juro que daba por maduro el guineo amarillo contemplativo que acababa de comprar y que le regalé al pordiosero con buena intensión de mi parte. Debe ser que, no todas las frutas amarillas están listas para ser consumidas. Asumimos hace mucho tiempo en la isla que lo amarillo es fruta apetecible y que es un color afortunado.  Nada más equivocado. No todo lo que brilla es oro.

Desde hace siglos, sabemos que el color amarillo era una representación de enfermedades, el paludismo y las epidemias. Era el color de las brujas y de alquimistas. Había leyendas oscuras de lobos feroces con una fila de colmillos en cuyo hocico colérico despedía al suelo abundantes espumas amarillas. Además, contamos con historias de demonios medievales con ojos amarillos para morirse de miedo. En nuestra isla lo amarillo es chinita. Le decimos a la naranja chinas. Aquí también, el pelo amarillo en la mujer es la perdición del negro según el refranero puertorriqueño. Recuerdo de niño que en mi barriada, en las madrugadas de chubascos repentinos, aparecían unas tortas amarillas gigantescas que se adosaban como un hongo a las rocas que nadie osaba tocar porque la leyenda decía que se había cagado una bruja. Además, sabemos que el amarillo es un color narcisista, aparte de representar la amistad y la belleza.  La  portentosa diosa rubia, Helena de Troya causó la guerra más brutal en la antigüedad descrita por Homero en su la Ilíada. A finales del siglo XIX, la prensa amarilla americana fue una sucia propaganda que provocó la guerra Hispanoamericana en 1898 y con serias implicaciones para nuestro país.

Es decir, la simbología del color amarillo antagoniza con la belleza y con la historia de sangre de la humanidad. La rubia más famosa de Hollywood Marilyn Monroe llega a manos de un presidente asesinado de América. El final trágico de Marilyn Monroe es elevado a un hermoso canto poético del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.  De modo que, es ficticio el amarillo perfecto, sin manchas sin antagonismos, de las bananas que se importan en Puerto Rico. En fin, que yo las daba por maduras y hechas ya para comerlas a gusto.

Las frutas que compré en el SúperMax, las traen de países muy distantes de Puerto Rico. Estas frutas demoran meses almacenadas en las embarcaciones. En el mar y en los puertos se torna amarilla su cáscara para luego ser depositadas en los estantes de los supermercados amarillas bananas por fuera y por dentro inmaduras. De verdad que es repugnante comerse un fruto vendido como maduro.  Y así, sin más, son comprados por los consumidores ingenuos. Las empresas de alimentos de importación nos engañan. Nos timan con los bonitos colores amarillos y rojos de las frutas que nos vienen añejas de California, Latinoamérica y de Asia. Si expandimos esta representación, podemos decir que los puertorriqueños no están hechos, que no están maduros, sus vidas corren a medio camino, a medio hacer. Es decir, que se desconoce a qué sabe nuestra vida completa cuando nos llegan los alimentos  medio hechos porque se consumen en un punto de deshielo.  Nuestra vida se malogra por la confianza ciega a los de afuera, a los frutos y artículos que deslumbran nuestros ojos mientras que hay carencia de ese acto político y crítico del consumidor.  En nuestro trópico los frutos se tiran, se ignoran.  No tenemos el coraje de conocerlos primero, de probarlos con provecho a nuestro bienestar.

Yo quedé mal con el cínico de la calle, mi acto de generosidad no tuvo fruto, me siento culpable. El rechazo que me hizo fue justificable por muchas razones que no voy a mencionar aquí. Ya Uds. se podrán imaginar, no hay más que agregar. Lo verde y amargo no sabe bien aunque se tenga una mordida de hambre trasnochada.  El indigente se sintió estafado por mí.  Y de ahí fue que salió ese grito espectral: “Hijo de puta el guineo está verde”. Es una frase dicha sin tiempo para enviar finuras a las misericordias accidentadas que pasan en la calle. “Aparta de mí este cáliz,  Señor  mío”.  Y apresurando el paso, doblé por la calle lateral que hace esquina con al restaurante Bebos, siempre a tope de clientes felices de estar hambrientos. Ya me distanciaba de la calle Loíza pero aún se escuchaban las maldiciones que me echaba, a grito partido, el pordiosero de la Loíza como un perro con rabia. Para mi tranquilidad,  me interné en la calle San Jorge, pasando por la iglesia me persigno ante la Patrona del barrio y finalmente, desaparecieron las furias maléficas que me condenaron a los infiernos.


Juan Casillas (Puerto Rico)

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