“Somos islas dentro de islas, vivimos en un doble aislamiento” Ricardo Hernández Bravo

La Revista Trasdemar prosigue la estela de las revistas de vanguardia, que a lo largo del siglo XX realizaron encuestas a creadores de la época para favorecer el debate y el diálogo en el panorama literario y cultural
Ricardo Hernández Bravo

Presentamos en la Revista Trasdemar la entrevista con el autor Ricardo Hernández Bravo (Isla de La Palma, 1966) a quien agradecemos su colaboración en nuestra encuesta internacional dedicada a la insularidad

Nuestra identidad primordial se construye en torno al lenguaje. Somos lenguaje y en relación a él me reconozco. Por eso me busco a través de las palabras que tengan que ver conmigo, que me digan en tanto que individuo y como alguien que escribe desde un lugar determinado: en este caso el entorno rural y pequeño urbano de las islas que me ha marcado con las tonalidades de su deje particular

RICARDO HERNÁNDEZ BRAVO

La isla como espacio de creación

¿Qué representa la insularidad para su génesis como autora? Háblenos de su experiencia creativa en el ámbito de la escritura: ¿cuáles fueron los orígenes de su proceso de producción literaria?

El hecho de nacer y crecer en una isla impregna la sensibilidad y el carácter de un modo especial. La naturaleza insular condiciona nuestra manera de ver el mundo y eso se refleja, por supuesto, en la literatura que hacemos. Yo me crié en un entorno rural, en un valle abierto al mar entre cumbres imponentes en la isla de La Palma, y eso marcó mi escala de afectos: en ella, el amor a la naturaleza, la montaña y el mar, está el primero. Desde lo alto de las cimas que me gustaba escalar de chico o desde la orilla de mis veranos playeros quizá empezaba a intuir que la vida en la isla se movía siempre entre dos horizontes: los del cielo y el mar infinitos.  Y cuando la mirada no podía ir más allá no quedaba otra salida que mirar hacia dentro y encontrar otros modos de viajar. Quizá de esa sensación de vivir en un territorio fronterizo, cerrado y abierto a la vez, nace inconscientemente el impulso de la escritura como vía para traspasar horizontes.

Cuando pienso en el origen de mi inclinación hacia la expresión literaria, emergen en mi memoria tres momentos que pudieron ser determinantes, aun sin yo saberlo entonces. Uno fueron los programas de El hombre y la tierra, la voz certera y apasionada de Félix Rodríguez de la Fuente, que avivaron mi devoción por la naturaleza y el gusto por la palabra rotunda, reveladora, cargada de hondura y verdad. Otro el arte de los versadores, la cadencia y las tonadas de los improvisadores de la décima popular, que escuchaba de niño en la fiesta de El Pino en mi pueblo de El Paso y que calaron en mi oído descubriéndome el estrecho maridaje entre música y poesía, el punzante destello surgido de la inmediatez de la palabra inspirada en la circunstancia, su capacidad para dar forma al mundo y comunicar la cotidianidad compartida: la poesía como vehículo para el contacto y el contagio. El tercer momento fueron los recitales con mi profesora Alina en el instituto: las lecturas de textos seleccionados de Miguel Hernández, Otero, Cernuda, Valente, Brines, César Vallejo me revelaron la insospechada potencia evocadora de la voz humana, capaz de encarnar los matices del sentimiento y la medida sonoridad de un poema y crear un clímax emocional que podía dejar en suspenso la realidad.

De esa etapa creo que viene mi predilección por la brevedad, la intensidad y tensión del lenguaje poético y mi acercamiento más decidido a la lectura de poesía y relato corto. Desde aquellas primeras lecturas -esos autores con los que encuentras afinidad y a los que deseas imitar- está presente el amor al paisaje: fue la celebración extasiada y luminosa del Cántico de Guillén, la fusión desbordada con lo natural de Espadas como labios o La destrucción o el amor de Aleixandre o el deslumbramiento ante las cosas sencillas y cotidianas de las Odas elementales de Neruda los que abrieron el cauce a la expresión de esa pasión por la naturaleza que bullía en mí. En cientos de folios reutilizados que amontonaba y guardaba sin más pretensión que dar rienda a un impulso incontenible, volqué todos aquellos elementos que habían impresionado mi retina desde niño-el mar, los almendros, la brisa, los montes de la isla- y ensayé el primer ejercicio de apropiación de mi ser en el mundo a través de la poesía.


La isla como lugar de influencias

¿Cuál es su relación literaria con la experiencia de la insularidad y las influencias recibidas de la tradición o las tradiciones culturales de su lugar de origen?

Los vocablos y expresiones de la lengua popular usados por los versadores y poetas campesinos, tradición de gran arraigo en Canarias y en la cultura hispánica de las dos orillas atlánticas, los variados matices del habla local y la progresiva lectura de los autores de las islas me hicieron tomar conciencia de la pertenencia a un lenguaje diferente. Porque nuestra identidad primordial se construye en torno al lenguaje. Somos lenguaje y en relación a él me reconozco. Por eso me busco a través de las palabras que tengan que ver conmigo, que me digan en tanto que individuo y como alguien que escribe desde un lugar determinado: en este caso el entorno rural y pequeño urbano de las islas que me ha marcado con las tonalidades de su deje particular.

Doy una importancia enorme a cada palabra: a su música natural, de donde muchas veces nace la idea del poema. Una palabra encontrada, un hallo, es como una porción del mundo nueva que se abre ante mis ojos y necesita anclaje en un texto que la fije y dé testimonio de ese deslumbramiento.Uso términos del léxico canario porque son los que mejor dicen del mundo del que nacieron y para el que fueron hechos. Pero también me llaman las expresiones actuales, nacidas de la profunda vitalidad del decir isleño en el que confluyen las corrientes de mil mareas. Lo moderno y lo ancestral,  lo normativo o lo coloquial acrisolado en un lenguaje de mezcla, como el gofio que prefiero.

Creo, en definitiva, que la literatura, la poesía, deben actuar como un foco de resistencia para evitar que se pierda la riqueza y la diversidad del lenguaje y con ella las formas de representar el mundo, que perdamos el alma en un lenguaje simplificado, uniformado, plano, devaluado, plegado a moldes ideológicos o mercantiles y políticamente correcto, vaciado de sustancia y de capacidad de sugerir, de apuntar a la verdadera esencia de las cosas.

En esa mirada hacia lo insular desde la literatura canaria destacaría aquellos autores que me han marcado por su lenguaje y su visión del hecho de ser desde la isla. Por citar solo algunos de entre tantos tan queridos, la memoria del cuerpo y la piedra canaria, de Domingo Rivero; el mito del mar y la ciudad cosmopolita de Tomás Morales; el desencanto intimista, irónico a veces de Alonso Quesada; el paisaje esencial y la conciencia cívica de Pedro García Cabrera; el desgarro crítico y la voz rotunda de José María Millares; los hermanos Manuel y Eugenio Padorno, su nítido escrutar el ser del mundo desde la franja de arena de su playa de Las Canteras; Luis Feria y la magia de su lenguaje que convierte en protagonistas la inocencia de la infancia y la vida secreta de los objetos domésticos; la sensualidad amorosa y doliente de Elsa López; la emoción vitalista y comprometida de Cecilia Domínguez Luis; la frescura y el genio lingüístico de  Félix Francisco Casanova o de  Leocadio Ortega, cuya obra reunida podemos disfrutar de nuevo en la reciente edición de El sastre de Apollinaire. Claves en mi formación fueron también el magisterio poético e intelectual de mi profesor de Literatura Canaria en la Universidad de La Laguna, Andrés  Sánchez Robayna, o la guía inapreciable de la labor crítica de Jorge Rodríguez Padrón.

Por la combinación de música y poesía me cautivaron asimismo el folklore y las cancioncillas populares desde las primitivas endechas o los grupos palmeros Taburiente y  Tirimara. Y entre los lenguajes plásticos, por su significación personal, mencionaría los paisajes de Antonio González Suárez, Francisco Concepción o Rodrigo González Pais, los cuerpos del mar de Néstor de la Torre, la fuerza telúrica de César Manrique, la luz de Jorge Oramas, las esculturas de aire de Martín Chirino o, entre los más jóvenes, el universo abigarrado y colorista de Hugo Pitti y la punzante delicadeza de Graciela Janet.


La isla como proyecto cultural

¿De qué modo considera el valor de la isla o del archipiélago en su propia cosmovisión literaria? ¿Qué opina acerca de las semejanzas y los parentescos entre su lugar de origen y otros territorios insulares?

La temprana conciencia de los límites que se adquiere al vivir en una isla define nuestros apegos y la forma de enfrentarnos al acto creativo. La isla y el mar que la hace tienen la virtud de ponernos siempre ante un espejo. Y ello nos obliga a profundizar, a margullir en los mismos fondos para encontrarlos nuevos, a volver sobre lo trillado para encontrar una vereda distinta, una pasada más exigente en los riscos, una cala secreta en la costa, una variedad de árbol que injertar, un recoveco desconocido que explorar, un cuento viejo que contar con otro acento.

Creo que en realidad somos islas dentro de islas; vivimos en un doble aislamiento: el individual, vuelto hacia adentro, y el espacial, enmarcado por el mar y los accidentes geográficos, auténticas fronteras interiores, costas y cumbres, lomadas y barrancos que nos marcan incluso en la forma de hablar, con dejes y vocablos particulares, no solo entre islas diferentes, sino de un de un pueblo a otro dentro de la misma isla. Habitar la isla supone para mí construir un equilibrio entre la búsqueda personal de todo creador y el necesario encuentro con lo otro, ya sea en un sentimiento de pertenencia a una comunidad de valores y tradiciones que nos arraigue en la memoria, o bien la apertura a eso otro que llega de fuera, lo nuevo, lo diferente capaz de ampliar la mirada más allá de los límites de lo insular.

Seguramente muchos de los rasgos con los que me identifico pueden ser compartidos por artistas y creadores de otros espacios insulares. Por ejemplo, observo en mi escritura una tendencia a lo fragmentario y lo menudo, quizá por herencia de una cultura hecha a la escasez y dada al aprovechamiento, al cosido de retales y a mirar como algo muy valioso lo aparentemente insignificante. También los ritmos de vida, acogida a los ciclos de la naturaleza, marcada por sus rituales de espera, celebración y pérdida, me hacen concebir la poesía como un arte muy próximo al del campesino isleño acostumbrado a leer los lenguajes de la tierra, de las lunas y los cielos de lluvia como medio de adaptación y subsistencia en un entorno volcánico feraz y áspero a la vez. Una voluntad de resistencia, de terca afirmación sobre el paisaje y un espíritu novelero, predispuesto al recibimiento enriquecedor y a la despedida viajera, promisoria de cambio, de horizontes más llenos. Una forma de estar en la isla y también en la palabra que oscila entre un sentido solidario de hermandad, de pertenencia a lo común universal y una timidez celosa de recogimiento en lo íntimo y casero.


La isla como punto de referencia

En su opinión, ¿el paisaje contribuye a la formación de una estética de la insularidad? ¿Qué aspectos considera más relevantes en la mirada hacia la insularidad desde la literatura o el arte?

Quizá en la isla, más que en otros sitios, somos, parafraseando el título del célebre ensayo de Pedro García Cabrera, “en función del paisaje”. En nuestro transcurrir sobre la isla, los elementos de la naturaleza van impregnando nuestra mirada y conformando el imaginario personal del que se nutre la creación del artista. En mi experiencia, el paisaje de la isla de La Palma ha sido el sustento del mundo imperecedero de la infancia y el asidero fundamental de la memoria. Desde mis correrías de niño por los huertos entre almendros y tuneras, el cortinaje de la brisa en la Cumbre, los atardeceres sobre el mar frente a la costa de plataneras, los cielos estrellados en las noches de acampada, la sucesión cíclica de las labores campestres con sus épocas de siembra, poda o recolección, han ido sedimentando en mí y convirtiéndose en materia poética. La mirada se posa en el paisaje para extraer de él la imagen que funda el poema. Así ocurre desde mi primer poemario, El ojo entornado (Ediciones La Palma, 1996),aunque  La piedra habitada  (Ediciones La Palma, 2017) es quizá el libro donde esto se hace más evidente. Está también en los demás, incluso en mis cuentos: en Ojos de mujer hay una identificación de la isla con lo femenino a través de la mirada del emigrante regresado o en Barcos en la arena el sueño de prosperidad de un joven canario proyectado hacia la orilla atlántica americana.  


El marco limitado y discontinuo de la isla, la luz, la piedra o los arenales volcánicos, el agua, los azules que se tocan, han sido siempre referentes para el creador isleño. La exposición a la intemperie de la insularidad con su juego de contrastes- bosques y eriales, temporales y calmas, sequías y riadas- la pérdida o el desarraigo que hacen insoportable la monotonía, el deseo de salir de la precariedad en circunstancias políticas o sociales que nos obligan a buscar válvulas de escape o a emigrar han determinado también las manifestaciones artísticas de las islas.


La isla como vía a la universalidad

¿Cómo le gustaría definir la identidad insular? ¿En qué medida las diversas formas de la movilidad humana, como las migraciones o el turismo, influyen sobre la creación literaria en las islas? Desde su perspectiva, ¿qué lugar ocupan las nociones de cosmopolitismo y universalidad en la cultura insular de cara al futuro?

Como lugar de idas y venidas, de encuentros y desencuentros, las islas han sido espacio de cruce y mestizaje, de intercambio y también de conflicto. Esa curiosidad por lo llegado de lejos ha dejado huella en lo literario con manifestaciones que hallaron una expresión original en nuestro archipiélago desde Cairasco hasta el Modernismo y las Vanguardias. Tradición, cosmopolitismo y multiculturalidad son señas con las que Canarias se ha identificado siempre y en las que las nuevas generaciones de creadores siguen encontrando un filón atractivo.

Tengo la impresión de que la literatura insular seguirá conjugando desde nuevas perspectivas esa doble mirada atenta hacia el interior y hacia el exterior, siendo cada vez más consciente de las posibilidades que le brinda su situación en el margen. Al escribir desde la isla se asume de algún modo una cierta condición de invisibilidad, ya que se percibe que la mirada hacia lo periférico o hacia lo singular desde otros centros no alcanza hasta estos perdederos oceánicos. Sin embargo, considero muy necesaria esa libertad que el aislamiento nos da. Porque, al fin y al cabo, el lugar desde el que creo, su paisaje físico y humano y sus lenguajes que hago míos, son mi centro del mundo y mi compromiso con ellos es plenamente universal.

En este sentido, me enfrento a la creación como a una escalada en bici sobre el espinazo vertical de mi isla: un esfuerzo firme y continuado hasta el puerto para luego descender satisfecho de la explosión de adrenalina de haber llegado a la cima. Sentir ese chute y el frescor del aire en el descenso es mi manera de expandirme, de sentirme más en mí y, quizá por eso mismo, en los demás. Pienso que no hay nada más universal que lo creado desde la atención minuciosa y la necesidad, independientemente del lugar desde el que surja. No espero de un libro de poemas nacido de la isla que soy dentro de otra isla más alcance o proyección que el que pueda tener un grito desde lo alto de una montaña: una reverberación repetida en los barrancos hasta esfumarse. Saber si va a prolongarse más allá, a reflejarse en otros o qué va a pasar con ese efímero eco una vez que traspasa la frontera de la última hondonada, ya no me concierne. Me quedo con la sensación de que el paisaje está más lleno, más habitado, de haber ensanchado los márgenes de la doble isla en que me muevo.


Ricardo Hernández Bravo (Isla de La Palma, 1966). Filólogo y profesor de Lengua y Literatura en Enseñanza Secundaria. Tiene editados los libros de poesía El ojo entornado (Ediciones La Palma, 1996), En el idioma de los delfines (Premio “Julio Tovar”, 1996) (Ediciones Nuestro Arte, 1997), la antología El aire del origen [Poemas 1990-2002] (Baile del Sol, 2003), Los posos de la sed (Baile del Sol, 2014), La piedra habitada (Ediciones La Palma, 2017), Pausa para anuncios (El sastre de Apollinaire, 2019) y dos poemarios en colaboración con pintores: La tierra desigual (Turquesa, 2005), con Hugo Pitti, y Alas de metal (Baile del Sol, 2008), con Graciela Janet. Como narrador ha publicado Siete cuentos (Ediciones La Palma, 1997). Figura en las antologías poéticas De Canarias a Marsella, edición bilingüe español- francés de las revistas Cuadernos del Ateneo de La Laguna y Autre Sud (2002); Poetas canarios en Buenos Aires (La Máquina del Tiempo, 2009), Poesía canaria actual (A partir de 1980) (Idea, 2010), Poetas de una sola isla. El grupo de La Palma (1990- 2011) (Idea, 2012) y Poesía canaria actual (1960-1992) (La manzana poética, Córdoba, 2016).

Deja un comentario