“El detenido eterno crecimiento en Fin de fiesta, de María Santana” Por Echedey Medina Déniz

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Portada del libro

Presentamos en la Revista Trasdemar el ensayo de nuestro colaborador Echedey Medina Déniz (Moya, Gran Canaria, 1994) dedicado al libro “Fin de fiesta” (Premio Gerardo Diego 2020) de la autora María Santana, doctora en Filología Inglesa y docente en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Compartimos el ensayo en nuestra sección “El invernadero” de literatura contemporánea

Echedey Medina Déniz (Moya, 1994). Graduado en Lengua Española y Literaturas Hispánicas por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, durante su época estudiantil formó parte, junto a otros compañeros y compañeras de carrera, de dos grupos literarios: El Paseo de los Flamboyanes y Palma y Retama, ambos creados en la misma universidad. Con este último grupo, participó en el Encuentro de Poetas 2017, celebrado en El Huerto de las Flores (Agaete). Es autor de Una segunda oportunidad sobre la tierra (2019), poemario que fue presentado en la 31ª Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria. Asimismo, colaboró en la revista Dragaria y trabajó como guía en la Casa-Museo Antonio Padrón. De esta última vivencia nacieron su participación en “100 escritos a Padrón”, dentro de la XVII edición de Escritos a Padrón, y su aportación personal Diario de un guía de museo que quiere ser visitante (2020). También participó como ponente en el Seminario de Jóvenes Investigadores (2020), celebrado en la Casa-Museo Tomás Morales, con su ponencia sobre la poesía de Pino Ojeda: De planeta en planeta buscando agua potable.

Fin de fiesta (Ediciones de la Excma. Diputación de Soria, febrero, 2021) es un homenaje a la infancia pasada desde el cuerpo establecido de una mujer que ya ha madurado. Este cuerpo se ha solidificado entre las brumas y los temblores de la adolescencia, cuando vivir es situarse, posicionarse y contraponerse en un mundo expectante “donde me hacía oír a ratos” (2021:10), forzando su tensión por las miradas ajenas y abriéndose a la otredad por la madurez y experiencia de mirar el propio cuerpo que hasta la pubertad se desconoce: “mi cuerpo fue tomando forma en el espejo del baño. / Yo ponía el flequillo en orden para cubrir un seño arrugado” (2021:10). Por ello en “Drama prodigioso” (2021:10) –poema altamente representativo y en el que
centraremos nuestro análisis– se siente en la voz poética una desorientación propia que no cesará, aunque desde este primer poema se funda una equidistancia muy reconocible en todo el poemario, como fragmentos en suma de “la mujer que soy, alumbrada, pero rota” (2021:51).


Pero, además, la filiación de esta voz equidistante salpica tanto este como otros poemas de un imán con la inocencia o con el recuerdo de haber vivido un estadio previo al de la edad adulta y sus juegos de autoengaño, cuando “yo pensaba, desde la oscuridad de la tierra, / que el mundo lo trazó un loco” (2021:51); hallar la racionalidad que se atribuye al fantasmal mundo adulto es encontrar la inocencia –al otro lado del espejo, en
el revés de su dualidad paradójica– como la revelación dolorosa de asumir que la vida muchas veces nos es ajena. Es decir, un ejercicio de extrañamiento de la música cotidiana, y por dentro, de la historia de una persona concreta, y ese desvelo en que en apariencia se recuerda en la memoria, se crece y se mira ante el espejo una muchacha que es inducida a las convenciones del amor según la tradición social, en una necesidad
de romper tiempo y espacio por ver cuándo “todo se precipitó; se volvió borroso íntegramente” (2021:11) o lo que para el propio cuerpo es preguntarse dónde quedó “aquel vestido rojo de cumpleaños / y el reloj con una media luna en su esfera” (2021:11).

El museo de fermentar la inocencia

Arranca el libro con una significativa cita de Fernando Pessoa –que en este caso consideramos parte del discurso interno del poema– que nos apela furiosamente al recuerdo de las horas vacías: “fui hierba, y no me arrancaron”, lo que es lo mismo que decir “me resisto a desarraigarme” o “pero no me avisaron de esto, nadie me enseñó que la inocencia se arranca y de pronto se entra en la gravedad de creer en la importancia de la vida madura”. La propia autora, en una entrevista que le hace el periódico El Día. La Opinión de Tenerife (05/06/21), comenta a propósito de la pertinente cita: “como algo que era fresco, apetecible y que se podía coger, elegir, pero que se dejó ahí. Hay una especie de pasar por alto (…)”.

Efectivamente, en ocasiones es palpable el reconocimiento en los y las poetas de una voz que por fuerza se vuelve hermana de la propia, si no la propia, lo que la crítica literaria llama intimista pero que responde a algo más complejo que la intimidad del sentir y el hacer, y que pone de manifiesto las complejas y poderosas relaciones que se crean entre el cuerpo, el pudor, el deseo, el decoro, la libertad y la convención. En este caso, ese algo que era fresco parece ser lo sencillo y puro del recuerdo de la niñez y la sucedánea adolescencia frente a las complejas relaciones acrecentadas por la brutalidad con que la niña pasa a ser adolescente y luego mujer adulta, y cómo entre esos estadios intermedios lo que hay son muchos “fines de fiesta”: espacios difíciles de intuiciones corporales y saltos temporales que van desde el momento en que “un tedio soberano
ocupaba mis tardes” (2021:10) hasta “tardes que siguen sitiadas por una angustia de ser / sin retrospectiva del pasado y sin anhelos futuros” (2021:12). Pequeñas idas y venidas de la niñez a lo que parece la irrenunciable aunque hastiada vida adulta que se juzga interminable durante la adolescencia.

“Drama prodigioso” establece el nombre que la voz poética le da al desarraigo que emana del recuerdo infantil desde la edad adulta, cuando el recuerdo puede reconstruirse por la evocación, lo que equivale a romper la franja del tiempo y espacio; y aunque el poema dialoga consigo mismo, creemos que se puede dividir en dos partes que vamos a identificar con dos temas respectivamente, a fin de demostrar que la equidistancia de la que hablábamos es la expresión constante a la que la primera persona recurre para dilatar la persistencia de un cuerpo que se recuerda intacto, puro y alegre, justamente como algo que no se tomó y quedó anclado, algo pasado por alto, como señala en la entrevista la autora, y que nos habla del recuerdo desde una región que ha evolucionado sin tiempo.

El primer tema que reconocemos es el idilio: en los dos primeros versos se establece un diálogo desde un flashback infantil que suponemos remoto para con el tiempo presente: “de niña, cuando pensaba que los sueños los creaba dios, / me dormía y dejaba que él se encargara del resto” (2021:9). Esta pasividad de dejar y dejarse ir será, de hecho, una constante no solo en este poema sino en otros del poemario: “y este abrazo mío a la luz, / que apenas alcanza a los que se han quedado ahí debajo / ahí, en el fondo” (2021:14), “y sueño con pantanos secos de los que no puedo huir. / Y de día, a veces quiero quedarme a baldear esos pantanos” (2021:17). Así, no solo expresa el desarreglo de los sentidos para amar porque se vive en una brumosa meditación perpetua que no deja: “tú, por el contrario, te arrastrarías como una culebra / por la tierra quebrada solo para besar mis dedos” (2021:18); sino que manifiesta un estado contemplativo alienante de lo cotidiano, revolucionario en cierta forma (“yo, a veces, no sé cómo proceder en la vida”, 2021:17), que explica y refuerza la potencial desgarradura con que a duras penas se asume el agua pasada en “Drama prodigioso”.

El idilio acucia en nuestro poema por la cantidad de alertas y los sentidos que dan fe de una degradación del tiempo, de una tarde en que se evoca la más dilatada infancia de sopor y aburrimiento. Versos como “un tedio soberano ocupaba mis tardes. / Haciendo sopas de letras, contorneaba la palabra dos veces”, o esas horas “que eran una larga espera de flores en germen” (2021:9), iluminan de sol el tiempo perdido traído no a lamentación sino a celebración con el recuerdo; idilio porque, en el recuento, las horas se arreglan infinitas –suponemos– para con el tiempo presente, donde ya no se piensa que los sueños los crea Dios.

Era un verano de buganvillas… en el jardín


Otro elemento subyugado al recuerdo idílico es el verano, estación del año por excelencia con que nuestro imaginario metaforiza o metonimiza la infancia, para referirse a los días soleados cuando los niños tienen vacaciones escolares y merodean plazas, parques, calles y patios de la propia casa al atardecer, alborotando o en solitario. El mundo iluminado de la niña evocada en este poema es, sin embargo, especialmente introspectivo, meditativo y sensible, en cuanto patenta las relaciones críticas con la realidad cotidiana que por lo general tienen los niños, desdoblándose, imaginando y observando. Para ella esto se traduce en una verborrea imparable, una cháchara alegre (“hablaba con los altos muros de un jardín”, 2021:9) contrapuesta por el concepto de subvertir la autoridad, es decir, la realidad, “apuntando la barbilla hacia el cielo” (2021:9); estrofas seguidas donde podemos visualizar el binomio muro / cielo como límites donde empiezan y acaban el rigor, la autoridad, la presión, la racionalidad, la seguridad… subvertidos por la aguda y diagonal barbilla, trastienda de la boca y antesala de la garganta, alegres susurros preparándose para ser pronunciados.

Esta actividad frenética sucede “mientras recogía buganvillas” (2021:9), flores también llamadas trinitarias o siemprevivas, y cuyas trepadoras enredaderas constituyen por una parte un elemento profundamente veraniego, sofocante de olores y calor, y por otra se vuelven ingredientes mismos para la elaboración del recuerdo, que también trepa y nos es frondoso y asfixiante perfume. Así lo teoriza estéticamente William Faulkner en Absalón, Absalón, su aclamada novela, en la que las glicinias, otro tipo de enredaderas, constituyen un leit motiv del recuerdo:

Había en otros tiempos… ¿Ha observado usted cómo aromatizan e invaden el cuarto las glicinas bañadas
por el sol en esta pared? Lo hacen como si (liberadas por la luz) se movieran con avance secreto,
rozándose, pasando de uno a otro átomo de los mil ingredientes de las penumbras. Esa es la esencia del
recuerdo: sensación, vista, olfato: los músculos que nos sirven para ver, oír y oler.

(FAULKNER, 2020:253)

Y también así lo canta el cancionero popular en “La hiedra”, aquel famoso bolero de Los Panchos: “Mas cuando quiero recordar nuestro pasado / te siento cual la hiedra, ligada a mí”. Parloteo incesante que borborita como el agua, a torrentes, a chorros, proyectando alegría por igual en una fiesta de muerte (“hablaba en una fiesta de aplastar hormigas, / cadáveres inapreciables que dejaban una resaca / libre de toda culpa”) y de vida (“escarbaba mi nombre en la tierra / a veces con un corazón”, 9:2021).

No podemos pasar por alto el magnetismo que guarda el sintagma “los altos muros de un jardín”, verso que contiene lo que podríamos llamar una doble estructura represiva, tal vez inconsciente, cercada por dos almenas: muro y jardín. El binarismo jardín / bosque ha sido representado a lo largo de los siglos en el arte como dos tendencias del pensamiento humano: lo ordenado y lo salvaje, la pasión y la razón, el deseo y el deber. Para los ilustrados el jardín era la belleza más pura del orden al que podía acceder el ser humano por medio de la razón. El bosque, en cambio, ha sido para el romanticismo el folclore y la tradición cuentística un lugar de encantamiento, misterio, magia, sensualidad y horror, polos opuestos a la racionalidad. La iluminada fiesta con que, en suma, esta niña “hablaba con los altos muros de un jardín” invita a pensar en un tiempo donde la represión no existe, no tanto por haber subvertido la autoridad como por desconocerla; simplemente, acciones “libres de toda culpa” recordadas desde un espacio y un tiempo donde puede que la culpa y la subversión sí existan.

Dejarse ir desde el asiento de atrás


Mientras tanto y antes de que eso suceda, el parloteo continúa; se explicita la relación de este lugar idílico con la estación que decíamos, por lo que sucedió para siempre que “en verano, la radio de los domingos me conducía / de vuelta a casa, exhausta por aquellos días distintos” (10:2021). Volvemos a ver en esta evocación pasada una actitud que es como un abandono subrepticio, una desidia que sube desde la aparente inactividad pasiva a una desaforada actividad contemplativa; el juego de dejarse ir continúa en otros coches de otros poemas porque “el mundo marcha, las ruedas se deslizan” (21:2021). Si la niña juega a dejarse llevar “con la indolencia de una muñeca recortable / que vistes y desvistes a tu antojo” (21:2021), es para coquetear con la eternidad, fuera del espacio y del tiempo y fuera, por tanto, de etapas y edades diferenciadas, puesto que en el seno de su rebelión de muñeca dirigida se declara un juguete solo en apariencia pasivo, ya que su revolución –como decíamos– es el aparente estatismo y la falsa quietud. Por toda negación de crecimiento pautado toma el reloj y lo hace trizas, la única seña de experiencia e intuición la encuentra en entender que por todo lugar la eternidad y por todo tiempo ahora, o lo que es lo mismo: “me hallo en el umbral de la clarividencia absoluta”, “la mortalidad es de otros” (21:2021).


En “Drama prodigioso” leemos en “cantaba en el asiento de atrás” (10:2021) no solamente el lugar que suele ocupar un niño en un coche, sino en el que la voz poética decide instalarse para, de alguna manera, reivindicar el canto por los ecos como una aparentemente contradictoria negación al movimiento. Desde atrás, desde el fondo del pasillo, reclama así un vitalismo estático perpetuando las “tardes que se me van en postergar la vida” como en el rechazo de la muerte estacional, “cuando postergaba recoger el árbol de Navidad” (11:2021). Dejarse llevar o deslizarse sin tiempo será su más firme rebelión clarividente y la trampa de estatismo en que se mueve. El idilio se termina a partir de que “el drama prodigioso invadió la vida / cuando dejé de guardar caramelos en los bolsillos” (10:2021), estableciéndose en la decorosa adolescencia, cuando el cuerpo toma forma y en la conciencia del pudor y la incipiente sexualidad “cruzaba las piernas con el recato de una vieja, / mordiendo el lápiz hasta hacerme sangre en los labios” (10:2021). Son versos copados de desengaño, que es el segundo tema expuesto en el que podemos dividir el poema, si bien se trata de un desengaño muy particular, plagado de desafíos pasionales a la autoridad, reivindicando máxima exigencia de adolescencia: “el amor es un mar desbordado, me decía a mí misma / mientras besaba con lengua y devoción”; y formando su educación sentimental en lecturas de amor romántico y fatal: “Werther me enseñó a llorar muy bien; / guardaba entre sus páginas hojas secas / y rosas que ansiaba negras” (10:2021). De “aquellos días de amor, / cuando la niñez que oprime me concedía una tregua”, a los días en que “el amor se tornó un asunto serio, / un trasiego de diarios y discursos exaltados / que consumían un tiempo nuevo en las fronteras de mi cuarto” (10:2021), estrofa por medio, va un desengaño dramático que se torna consternación temporal: “todo lo que vino después ha quedado lejos”. A la vez también es progresivo desencantamiento del hechizo, perpetuando así las revelaciones y haciendo de ellas afirmaciones legítimas de la duda, quimera del fin, conteo regresivo, detenido eterno crecimiento, “como si subiera una cuesta / que aún no sé hacia dónde me lleva” (10:2021).

POEMA (ANEXO)

DRAMA PRODIGIOSO


De niña, cuando pensaba que los sueños los creaba dios,
me dormía y dejaba que él se encargara del resto.
Contemplaba el televisor con la convicción de que
unos seres diminutos habitaban su interior.
Quería casarme, tener hijos y manteles calados,
peinarme una larga melena,
coser botones de cuatro agujeros,
fumar cigarrillos mentolados.

Un tedio soberano ocupaba mis tardes.
Haciendo sopas de letras, contorneaba la palabra dos veces.
Contaba los coches azules tras un cristal tenue
que me dejaba ver y pensar en un tiempo mejor,
y reflejaba la sonrisa sin miedo que aún conservo.
Poco me importaban esas horas,
que eran una larga espera de flores en germen.

Hablaba con los altos muros de un jardín,
apuntando la barbilla hacia el cielo,
impostando una lengua madura
mientras recogía buganvillas.
Hablaba en una fiesta de aplastar hormigas,
cadáveres inapreciables que dejaban una resaca
libre de toda culpa.
Escarbaba mi nombre en la tierra,
a veces con un corazón.
En verano la radio de los domingos me conducía
de vuelta a casa, exhausta por aquellos días distintos.
Cantaba en el asiento de atrás;
cantaba a voz en grito mientras anochecía,
con una paz retribuida y una querencia por la vida
que me estallaba en la garganta.
Aquellos días de amor,
cuando la niñez que oprime me concedía una tregua,
el cielo se me hacía más grande
y ya no ansiaba crecer para no ser yo.

Qué drama prodigioso invadió la vida
cuando dejé de guardar caramelos en los bolsillos.
Mi cuerpo fue tomando forma en el espejo del baño.
Yo ponía el flequillo en orden para cubrir un seño arrugado,
reina en un mundo pequeño, autónomo y tirano
donde me hacía oír a ratos.
Cruzaba las piernas con el recato de una vieja,
mordiendo el lápiz hasta hacerme sangre en los labios.

El amor se tornó un asunto serio,
un trasiego de diarios y discursos exaltados
que consumían un tiempo nuevo en las fronteras de mi cuarto.
Werther me enseñó a llorar muy bien;
guardaba entre sus páginas hojas secas
y rosas que ansiaba negras.
El amor es un mar desbordado, me decía a mí misma,
mientras besaba con lengua y devoción.

Todo se precipitó; se volvió borroso íntegramente.
Sin estadios diferenciados.
Todo lo que vino después ha quedado lejos,
más lejos que lo que lo precedía.
Pero hay tardes que siguen sitiadas por una angustia de ser
sin retrospectiva del pasado y sin anhelos futuros.
Tardes que se me van en postergar la vida,
como cuando postergaba recoger el árbol de Navidad,
o deshacer la maleta a la vuelta de las vacaciones.

Hay horas donde yace oculto entre matojos
aquel vestido rojo de cumpleaños
y el reloj con una media luna en su esfera.
A veces me veo, metida en una bruma, con la espalda encorvada
y las piernas tensas, como si subiera una cuesta
que aún no sé hacia dónde me lleva.
Sé que al final no hay hijos, ni manteles calados.
Solo ganas de bailar a zancadas,
libre y torpemente.


Bibliografía


FAULKNER, William, Absalón, Absalón (Cátedra, Letras Hispánicas, 2020).
PESSOA, Fernando, Antología de Álvaro de Campos (Alianza Editorial, 2020).
RIMBAUD, Arthur, Una temporada en el infierno (Alianza Editorial, 2014).
SANTANA, María, Fin de fiesta. (Ediciones de la Exma, Diputación de Soria, Poesía,
2021).
SANTANA, María, No puedo concebir la poesía sin abrirse en canal (El Día, La
opinión de Tenerife, 05/06/21).
«No puedo concebir la poesía sin abrirse en canal» – El Día (eldia.es)
SANTANA QUINTANA, María del Pino, investigadora, Canarias y su contexto
atlántico. ULPGC
Canarias y su contexto Atlántico – MARÍA DEL PINO SANTANA QUINTANA
(investigadora) (ulpgc.es)


Sobre María Santana.

María Santana

María Santana es doctora en Filología Inglesa y docente en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Sus temas de investigación se centran en el cine independiente y la narrativa contemporánea. Algunos de ellos han sido Cosmopolitismo e identidad en los libros de viajes de Bill Bryson (Las Palmas de Gran Canaria: Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 2008), “The Notions of Home and Abroad in Travel Writing” en New Directions in Travel Writing and Travel Studies (Ed. Carmen Andraş. Aachen: Shaker Verlag, 2010), “La promesa de la alteridad: otredad e hibridismo en el libro de viajes contemporáneo” en Interrogating Gazes: Comparative Critical Views on the Representation of Foreignness and Otherness (Ed. Montserrat Cots, Pere Gifra-Adroher and Glyn Hambrook. Bern: Peter Lang, 2013). Ha obtenido también el reconocimiento por dos obras de creación literaria: en 2005 gana el primer Premio de Cuento CajaCanarias por su relato La historia del saltimbanqui desorbitado y la Excma. Diputación Provincial de Soria le otorga el Premio Gerardo Diego 2020 por el poemario Fin de fiesta.

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