Narrativa “Quiero vender este reloj” Por Jhak Valcourt (Haití)

Desde Trasdemar ofrecemos una ventana a las nuevas poéticas y narrativas del Caribe en nuestra sección "Conexión Derek Walcott"
Jhak Valcourt (Haití,1992)

Desde Trasdemar presentamos a nuestro colaborador Jhak Valcourt (Haití) Poeta y narrador, cursa estudios de Artes plásticas en la Escuela Nacional de Artes visuales (ENAV) Santo Domingo. Su primera novela publicada es “El vaivén de las horas” (2021) Además de fotógrafo, traductor y guionista, ha sido antologado en el el libro de cuentos «Malas palabras», Editorial FUNGLODE. En su trayectoria ha sido Tercer finalista del Premio de Cuento Juan Bosch en 2019 y segundo finalista en Poxeo Literario, del Centro Cultural España en República Dominicana.


«La operación no tiene los resultados esperados, hay que operarla de nuevo, si no, no sobrevivirá».


Salvo el eco de la voz del doctor en su cabeza, ninguna mano arrancaría a Fedel de su
ensimismamiento desde el cual veía desfilar, una tras otra, las desgracias de su familia.


Sintió que la voz le azotó las entrañas. Se sobresaltó. Nervioso, tomó del piso un reloj de oro. Le dio
un par de vueltas, probando su peso. Quiso estrellarlo, pero no se atrevió: era parte de sus esperanzas.
¿Cuánto me darán por él? Se sumió en una breve cavilación. Se levantó, se puso a dar vueltas en la
habitación. Sea lo que sea, no me será suficiente pa’ la operación. Menos pa’ los medicamentos… Se
detuvo de repente, se tumbó sobre el catre. Pero no quiero volvé a robá. Hundió el rostro entre las
palmas.
—No. No quiero, ¡Dios mío! —repitió en voz alta. Lloró.

Limpiar zapatos no le proporcionaba suficiente dinero. Pero a su madre (estaba convencido) le debía
la vida. Por ende, algo había de hacer. Se levantó resuelto. Puso el reloj en su bolsillo. Recogió su caja
de limpiabotas y salió.

Fedel era hijo único de Jeannette Cadet, quien padecía insuficiencia cardíaca desde la niñez. Luchó
todo cuanto pudo para aferrarse a la vida. Pero un día fue violada y el fruto de aquella desgracia fue
Fedel. Desde el nacimiento de este su salud fue desmoronándose. Pese a todo, siguió luchando por
años hasta que su caída era ya inminente. Entonces ahí estaba, tumbada en una camilla, padeciendo
anestesias y cuchillazos de manos de unos doctores que se creían heraldos de la vida.


Desde muy temprana edad Fedel tuvo que salir del campo y aprender a su manera a revolcar las
entrañas de la vida en la ciudad, todas las mañanas, con la caja de limpiabotas debajo de sus fuertes
brazos de metal. «A veces… —le decía a su madre, con un bostezo infinito, cuando la cena de casabe
con sopa le traía el sueño que ponía fin a su cansancio— …A veces siento que he estao trabajando toda
mi esistencia». La madre, entristecida, lo miraba como si ella tuviera la culpa y, con un nudo en la
garganta, los ojos acuosos, le contestaba: «Ay m’hijo, si apenas tienes dieciocho añitos. A nosotros los
campesinos, al parecé, Dios nos creó pa’ borricá la vid’entera».


Sus odiseas en la ciudad empezaron cuando contaba los siete años —edad en la cual se dio cuenta
de que la madre era el mismo padre, los abuelos y los tíos; la misma edad en que supo, también, que la
salud de ella estaba muy delicada y no podía hacer grandes esfuerzos—, hasta aquella mañana de
jueves, cuando el eco de la voz del doctor le retumbó en los oídos. Estaba sentado, cual el pensador de
Rodin, en el borde de su catre oxidado. Miraba con desaliento el reloj de oro. Nunca se supo dónde lo
había conseguido, como tampoco se supo de dónde había conseguido el dinero para la primera
operación de su madre, ni el dinero para comprar los medicamentos que el doctor, impasiblemente, le
había prescrito sabiendo que aun vendiendo todo cuanto poseían, incluso a ellos mismos, la familia
Cadet nunca lograría reunir, siquiera en siglos, tal cantidad de dinero. Sin embargo, una semana
después de aquello, ahí estaban los medicamentos y el dinero. ¡Qué fácil!, ¡qué rapidez! Debió de tener
alguna fuente. Y como si eso fuese poco, el doctor tuvo que decirle que la operación no tenía los
resultados esperados…, aquello y lo otro.

Entonces por ahí iba, a pasos enredados, con un pie en la angustia, el otro en el desengaño, rodando
por la calle que parecía más rodarle a él. Primero el reloj, luego la botica. ¡Que Dios me ayude y nos
tenga en su misericordia!
… De lejos vislumbró una relojería, se dirigió hacia ella.
—¡Buen día, señor! —saludó humildemente.
El relojero lo recogió, desde los zapatos hasta las hebras de los cabellos, con una mirada desdeñosa.
—¿Qué quieres? —inquirió con la frente surcada.
—Quiero vendé este reloj —respondió, tendiéndole el objeto.
Él lo cogió. Lo miró al través de su lupa. Luego, con los ojos entrecerrados, examinó desconfiado,
por encima de sus anteojos, al muchacho que hasta entonces guardaba la calma. Si es robado, estás
jodido, muchacho.

—¿Dónde lo conseguiste? —interpeló, dejando ver unos dientes acanelados de tabaco.
—¿Y eso qué l’importa? —replicó Fedel, mirándole fijamente.
—¿¡Cómo qué me importa!? Aquí no compro nada si no sé de dónde sale —exclamó con furia, al
instante agregó—. ¡Cuidado si es robado!, que ahora mismo llamo a la policía. ¡Maldito muchacho
malcriado!
Estas palabras desataron un temblor que le recorrió la columna. Sintió sus piernas desfallecer.
Agarró bruscamente las rejas de la ventana por las cuales hablaba con el señor. Ingirió una calada de
aire. Se sobrepuso. El corazón se le abultó en el pecho. Intentó calmarse: no le convenía que aquel
hombre sospechara su temor.
—¡Cómo que robao! ¡Cómo que llamáme la policía! De seguro me lo quiere robá, ¡Entrégueme mi
reloj! —exigió con voz pastosa y con ademanes inconscientes.
—¡Umjú! —gruñó el hombre, y se puso de pie con lentitud—. Yo sabía que era robado.
Esta frase arrasó la esperanza de Fedel.
—¡Deme mi reloj, señor, pa’ yo ime a mi casa! —empezó a plañir, menguando su actitud de
defensa.
El hombre se alejó. Regresó con un teléfono: «A ver si de verdad es tuyo» —dijo, marcando un
número.
—¡Señor, por favor, se lo suplico, devuélvame mi reloj! —rogó, juntando las palmas de las manos
como si rezase a algún santo.
—¡Aló! ¿Hablo con el jefe de policía?
—¡Señor…!
—Aquí les tengo agarrado un ladrón de reloj —explicó el hombre, haciendo como si saliera de la
tienda.
Entre sollozos recogió su caja de limpiabotas y se fugó como un cañón.
—¡Y de oro! —se regocijó el hombre entre risitas.

Cuando Fedel hubo alcanzado cierta distancia, se apoyó de espaldas contra una pared. Jadeaba. Se
sentó sobre la caja, llorando. La muerte de su madre, recordó que le había dicho el doctor, sería segura si no conseguía ese dinero. «¡Dios mío!», murmuró. Sintió que ya no le quedaban fuerzas. Sin
embargo, no podía pasar todo el día allí. Lo sabía. Se sonó en el dorso de la mano izquierda. Se
levantó. Se secó las lágrimas. Recogió con desgana la caja y se fue, resignado, siguiendo sus planes.


No era la primera vez que la tenía en la mira, pero necesitaba confirmar ciertos detalles. Fedel hizo
la circunferencia de la botica. Revisó las cámaras de vigilancia, las puertas de salida y entrada… En
eso no perdió mucho tiempo. Terminada la inspección, se dirigió hacia la entrada con la caja de
limpiabotas debajo del brazo izquierdo cual gallo de pelea.
—¡Hey, moreno!, ¿Para dónde vas? —inquirió el guardia.


Por un instante esa pregunta le hirvió la sangre. Pero resignado, solo respondió: «A compráme una
pastilla, señor». El guardia revisó la caja, después a él. Fue un chequeo rápido que le impidió ver el
cuchillo oculto en su zapato. Con un mover de cabeza le permitió entrar. Entró. Eran las doce del
mediodía: la hora perfecta.


La cajera tenía la registradora abierta, haciendo recuentos. El guardia se quedaba afuera, ansioso,
esperando que trajeran el almuerzo. La puertecilla donde se leía «SOLO PERSONAL AUTORIZADO» y que daba paso hacia donde estaban los trabajadores no tenía seguro por el vaivén de quienes salían a buscar la comida y quienes la traían.


A Fedel la cosa no le pareció muy difícil. En la botica solo había dos muchachas y un guardia
distraído por el hambre. Había un pasillo, según calculaba, no muy largo, que llevaba al baño de los
empleados y seguía hacia la puerta de emergencia detrás del edificio. Por allí pensaba escapar.
Teniendo ya el control de la situación no quiso perder más tiempo, bastante había perdido con el
relojero.


Se acercó a la puertecilla no autorizada. Puso la caja en el piso para desocuparse la mano y sacar
cautelosamente el cuchillo. Pidió una pastilla cualquiera. Una de las chicas en cuya blusa se leía
«Luisa» y que le parecía tener la edad de su madre le atendió. Ella buscó la pastilla, se la mostró a él
que había pedido verla. En un movimiento rápido y preciso agarró la mano tendida hacia él y apuntó a
la chica con el cuchillo. «¡Ni un grito!» —le ordenó en voz baja, el rostro lleno de pavor—. ¡Dios mío!
¿Qué estoy haciendo?
, pensó al reparar en el susto de Luisa. Estás salvando la vida de tu madre, otra
voz
le contestó. Como pensó que pudiera ser la voz de Dios, la obedeció. La cajera entendió lo que
estaba ocurriendo cuando Fedel cruzó la puertecilla. Abrió la boca para pegar un grito, pero él, con un
gesto decidido, presionó el cuchillo en la garganta de Luisa y con voz pavorosa amenazó:


—Si gritas le reviento la garganta a tu compañera.


La cajera se calló. Pero antes de que él se diera cuenta ella activó con el muslo derecho la alarma
que tenía a poca distancia de sus rodillas. El corazón de Fedel asestó un topetazo. Sintió cómo la
camisa remendada se le deslizaba sobre el pecho; sintió cómo un hilo frío de sudor le recorrió el cauce
de la espalda. El calor se le subió a la cabeza y le hirvió a fuego vivo los pensamientos. No tenía el
valor para presionar el cuchillo, ya fuese porque no era un criminal, o fuese porque en aquel instante
solo pensaba en su madre. Arrojó a Luisa que fue a rebotar en la pared. Corrió hacia la caja. La cajera
saltó como un sapo cediéndole el espacio. Del bolsillo de sus bermudas deshilachadas sacó una bolsa
doblada y se puso a echarle tanto dinero como podía.


El tiempo para él ya no existía.
Los pensamientos se le enmarañaron en la cabeza.
La alarma no dejaba de chillar.

El guardia ya había entrado. Le apuntaba con su revólver ordenándole apartarse de la caja. «Yo no
puedo
», pensaba en voz alta. «No. No puedo. Sino mi madre morirá». Para él eran solo pensamientos.
Mas las palabras iban saliendo por cuenta propia, como una especie de delirio. Lloraba. Sacaba más
deprisa el dinero como si aquellas palabras le ordenaran apresurarse. «No soy ladrón, pero no tengo
opción. No. No la tengo. ¡Dios mío, tú lo sabes! Madre perdón
», seguía pensando en voz alta mientras
vaciaba la caja. «Te sacaré de ahí, te lo prometo, verás cómo Dios no nos abandonará». Ya no veía a
nadie a su alrededor, ni escuchaba las órdenes del guardia. «Debo terminálo. Sé que Dios me ayudará a
salí d’eso. Sí, debo continuá, terminá y llevá el dinero. Debo hacélo. Si no, morirá
». Su instinto le
prevenía de algo, pero él no lo podía entrever. «¡Ayúdame, Dios mío! ¡Ténganos en tu miseric…»
Se escuchó un primer disparo…


Las muchachas se sobresaltaron. La entrada se llenó de gente que grababa y tomaba fotos. Fedel
cayó de rodillas. No sintió el balazo, ni el ruido que provocó. Pero sí, sintió un líquido espeso, cálido,
manándole del pecho como un sudor hervido, que le manchaba la camisa. Se llevó los dedos de la
mano derecha al pecho, luego los miró, pintados de rojo, por poco los ojos se le salieron de sus
cuencas. En un brioso ademán se apoyó de la caja, aún de rodillas, siguió sacando las monedas que
todavía quedaban. «¡No me abandones, Dios mío! ¡Ayúdame! ¿Dónde estás, mi Dios? ¡Tanto te hemos
orao! ¡Tanta vela te hemos prendío! ¡Ayúdanos, te lo suplico!» De repente sintió una fuerza, como si
dos manos gigantes e invisibles le alzaran del piso. Se levantó. Abrazó la bolsa donde echaba el dinero.
Ya no se preocupaba por los medicamentos: no había tiempo. Riéndose de su éxito se dirigió hacia el
pasillo, que llevaba hacia la puerta trasera. «¡Sabía que no me dejarías solo!, ¡Sabía que no me dejarías
sin fuerza! —exclamó—. Sabía que me escuchabas. Mamá tiene razón cuando dice que eres
misericordioso, todo poderoso, de cierto lo eres, no hay duda alguna. No, no la hay. ¡Oh, padre santo,
gracias! ¡Gracias, mi Dios! ¡Gra…!»
Se oyó un segundo disparo…


Y como si una mano lo detuviera, se paró en seco. Con la mano izquierda se apoyó contra la pared.
Resoplaba. Los pies le pesaban como un borracho, como un niño que diera sus primeros pasos,
enseguida siguió caminando; dio un paso, luego otro y otro. La funda se le deslizó de la mano. La
agarró de súbito, con ahínco. A rastros alcanzó la puerta. Hizo un esfuerzo para abrirla. La abrió. El sol
le dio de lleno en la cara y vislumbró la esperanza, el sabor de la victoria. Sonrió.
Y retumbó un tercer disparo…


—¡Ay madre! —musitó—, te han matao.


Obra finalista del Premio de Cuento FUNGLODE, 2019

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