Los cuerpos de la infancia (de las niñas) como estadía insular-literaria: “Panza de burro” entre “El barranco” y el oleaje de “La isla y los demonios”. Por Macarena Nieves Cáceres

Macarena Nieves Cáceres

Presentamos en la Revista Trasdemar un ensayo de la autora Macarena Nieves Cáceres (Lanzarote, 1968) Escritora y artista visual, vinculada a la acción poética y al pensamiento feminista. Compartimos en nuestra sección de ensayos esta valiosa aportación sobre la novela “Panza de burro” (Barrett, 2020) de Andrea Abreu

Y ahí, entre una bruma inconexa y una tierra hundida, el paisaje se designa cuerpo insular, un eco que se repite entre la inmaterialidad de las nubes y el fondo (inabarcable) del barranco, encontrando en esta triangulación la corporeidad que hace de la naturaleza lo que fluye per se: tierra, cielo y agua.

MACARENA NIEVES CÀCERES

(…) escribo con el cuerpo. Y lo que escribo
es una niebla húmeda.

Clarice Lispector

Dando por hecho que los libros se tropiezan contigo y que cada uno te indica cuándo necesitas de su lectura, no solo nunca me gustó leer por obligación sino que alguna vez llegué a sentir animadversión por el libro de quien todo el mundo hablaba. Claro que este acaecer me dio la alegría de compartir con mi padre, estando enfermo, la lectura de El rabo del ciclón, de Félix Hormiga, porque intuía en su relato que mi padre, habiendo sido hombre de mar, era conocedor de lo que allí se narraba. Como así sucedió… Así que el libro que estuvo de tres a cuatro años por casa sin que le prestase mucha atención hizo precisa su presencia como un legado de comunicación, cuando fue necesario, justo antes de la muerte del padre. Aunque también es verdad que este proceder de “antelectura” me hace posponer narraciones maravillosas, como intuyo, por ej., Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, tan de moda en mis previos universitarios, que deseosa estoy de saber cuándo se darán las circunstancias que promuevan esa aventura indispensable… ¿Qué “suceso” hará que me acerque de lleno a ese relato de Yourcenar? Pero no voy a disertar en este escrito sobre mis complejas maneras de aproximarme al entendimiento y por ende a la escritura, sino a explicar que queriendo saber del contenido de Panza de burro, de Andrea Abreu, y dadas mis particulares “manías”, no me valía con adquirir el libro y leerlo, ni con la tan buena crítica y reediciones que tiene esta publicación. Carecía de un acontecimiento contundente que me empujara a ello desde las entrañas, por lo que entreví una oportunidad al trompicar en mis manos El barranco, de Nivaria Tejera, al tiempo que el equipo de Trasdemar me invitaba a colaborar con la revista. No había leído esta novela pero recordé que en ella la autora cuenta su experiencia, de niña, al estallar la guerra civil española, viviendo en la isla de Tenerife. Y entonces sentí el “impulso” que me daba permiso para abrir ambos libros, al preimaginar a dos niñas narrándose en una misma isla en contextos (a)temporales diferentes… ¿Cabría un lenguaje común entre ellas? Con la duda de qué libro hojear antes, si empezar por el que fue escrito primero o empezar por el presente y rebobinar al pasado, me decanté por leer ambas obras en paralelo y ahí anduve absorta, atrapada por un yo narrativo que cobraba sentido, tanto de manera autobiográfica como desde la autoficción, a partir de lo verdadero: la vulnerabilidad de dos niñas sujetas a la idolatría de un ser querido. La una hacia su padre: “Corro a pararme en sus muslos y me aprieto a él hasta que ya no respiro. (…) Mamá dice que soy su novia, pero ella lo dice porque siente celos. No sabría entender que yo tengo una ciudad deliciosa en papá.” Y la otra niña hacia su mejor amiga: “La hubiese seguido al baño, a la boca del volcán, me hubiese asomado con ella hasta ver el fuego dormido, hasta sentir el fuego dormido del volcán dentro del cuerpo.” Y en este cruce de caminos entre la hendidura de la tierra de El barranco y la neblina del cielo de Panza de burro, el tiempo de la infancia va transmutando como una fractura emocional tenaz, quiebre de un presente infinito donde la percepción del mundo se va entremezclando con lo cotidiano que acontece. Distintos sucesos ajenos imbricados a modo de muñeca rusa, historias chiquitas dentro de la historia grande, que van moldeando cada una de las novelas. Diferentes narraciones cercadas por la constante del mar, en común fluidez con la desgracia, donde el dolor no solo se solapa entre el paisaje sino que a ratos cambia a naturaleza misma y ahí se pierde, a modo de falsa promesa que no alcanzase nunca el horizonte. “Se me ocurrió que la tristeza de la gente del barrio eran las nubes, las nubes clavadas en la punta del cogote,” dice la amiga de Isora, la niña que narra Panza de burro, la que ve en la amistad un mayor aliento que en la familia, desde la mirada constante del asombro, la curiosidad e ingenuidad, aun siendo el parentesco y la vecindad quienes conforman el pilar que maneja el mundo. Una realidad limitada por la casa, el entorno familiar y la calle. “Pensé en la calle. La vi como un largo cuchillo. Siempre imagino, cuando salgo a jugar y me prohíben pasar de la esquina, que al final de la calle se acaba el mundo.” (El barranco). “…y más abajo el bar y más abajo la iglesia y más abajo la casa de doña Carmen y ya más abajo no sabía, porque para mí la casa de doña Carmen era como el límite del mundo.” (Panza de burro). Igualmente los sentimientos mostrados en ambas obras son muy contradictorios, cara y cruz de una misma moneda, pasando de la querencia más absoluta a la mortificación más descarnada. En El barranco, cuando la protagonista siente que las niñas del hospicio, que anteriormente le habían evocado cierto cariño la nombran como “pobrecita”, porque tiene a su papá en la cárcel, cavila: “(Es razonable que haya rejas, ellas están detrás y yo soy libre, camino y puedo estar sola.) Ojalá que los soldados entren y las fusilen.” Mientras que en Panza de burro la niña que narra, al tiempo que dice “…Isora era mi mejor amiga yo quería ser como ella…” también evoca “…y me daban ganas de hacerle daño de agarrarle la mano y retorcérsela hasta sacarle dos dedos del sitio hasta dejarla sin manos a veces la odiaba y quería destrozarla…” Esta perturbación de los deseos, de amor y perversidad a la par, pareciera prescribir hasta la persona adulta por ser, dotando a la infancia cual bandera de una patria única y no solo como una parte relevante de la vida, sino como una marca que mancha cada personalidad, (de sangre en el ciclo de las niñas). Y desde esta ambigüedad, propia del desarrollo o experiencia básica de lo humano que resulta la infancia, las emociones se activan igual que cimientos perdurables en futuros posibles. Tanto en perseverancia de lo amoroso o alentando odios.
Alongada en estas infancias de lo literario al tiempo que tengo presente la edad de mis hijas, la misma que tienen las protagonistas de ambos relatos, pensé en Los años, de Annie Ernaux, en cómo la escritora francesa despierta mis recuerdos juveniles y la posible reinterpretación que el tiempo hace de cada vida, hallando en ese ayer, pese a la diferencia generacional y el hecho de haber nacido en países distintos, el lugar de los mandados, las libretas de canciones, la cultura popular como base de la educación, en rituales de bautizos, bodas, primeras comuniones, etc. En mi caso, una minoría de edad que se nutre de la escasez y precariedad de la cultura academicista y que luego va a sujetar mi afán de creación en lo que acierto a nombrar poéticas del hambre. No por haberla sufrido, que no es el caso, como por la memoria intrínseca que se arrastra en la piel. Un hambre literal, el de la memoria del cuerpo, que a día de hoy se vuelve metáfora de los deseos y se expande en expresión artística. Entendiendo desde el texto de Ernaux, que la lectura comparada respecto a pretender abordar la niñez desde lo insular, no es sino un estigma más como puede ser el color de la piel, la orientación sexual y/o religiosa, etc. Y que la infancia embebe de las cosas que no son de una vida sino de la vida, en general, como una canción antigua que se repite, independientemente de la época y circunstancias que le toque vivir. Una línea delimitada (de tiempo) que crece y no solamente nos hace vernos reflejada en los recuerdos de una adolescente francesa sino, a su vez, comprender las obsesiones que nos puedan aflorar posteriormente en la madurez. Un mundo, sea este rural, urbano, de guerra, riqueza o pobreza, que gira siempre en torno a las emociones ambivalentes que sentimos, aún esencia misma de esas circunstancias cual pescadilla que se muerde la cola. Por lo que intuyo que entrelazar similitudes entre el pasado y el presente de distintas infancias es forjar una atmosfera similar que solo puede darse desde el magma de lo poético, (condición que tanto Tejera como Abreu profesan), hasta alcanzar luego otros futuros posibles donde la cultura prevalece en una concatenación de sucesos diversos. Así dice Annie Ernaux: “Como el deseo sexual, la memoria no se detiene nunca. Empareja a muertos y vivos, a seres reales e imaginarios.” Lo que ayuda a ver que la identidad de un lugar queda desdibujada hasta diluirse en la emoción de lo universal. Y entre estos ritos de paso y de crecimiento en juego vago a la deriva del tiempo-espacio de la memoria, imaginando que la niña de El barranco y las amigas inseparables de Panza de burro puedan salir a jugar juntas en un libro único, rodeado de agua por todas partes. Pero cuando ya casi concluía estas lecturas complementarias, la también escritora Eduvigis Hernández pone sobre mi mesa La isla y los demonios, de Carmen Laforet, de la que ni tan siquiera había leído Nada, premio Nadal de 1944. Y con este gesto surge una nueva bifurcación, al hallar en tan paradigmático título la metáfora idónea de la infancia, que sucede “… en una isla cerrada, como un destino, entre los oleajes del Atlántico.” Y ahí, entre una bruma inconexa y una tierra hundida, el paisaje se designa cuerpo insular, un eco que se repite entre la inmaterialidad de las nubes y el fondo (inabarcable) del barranco, encontrando en esta triangulación la corporeidad que hace de la naturaleza lo que fluye per se: tierra, cielo y agua. Y por darle voz propia a este pacto entre niñas imagino un círculo intangible que las proteja de todo demonio visible e invisible, rescatando los inicios de sus novelas respectivas: “Hoy empezó la guerra. Tal vez hace muchos días.” (El barranco). “Como un gato. Isora vomitaba como un gato.” (Panza de burro). “Este relato comienza un día de noviembre de 1938.” (La isla y los demonios). Extraigo también algunos fragmentos de las últimas páginas donde, una vez más, queda patente la visualización del territorio: “La silueta de la Cumbre, y el silencio de los barrancos, el mar y las playas, humedecerían siempre el latido de su sangre. Donde quiera que fuese, la isla iría con ella.” (La isla y los demonios). “Iré y entonces el viento vendrá revuelto desde el fondo. Y yo estaré mirando hacia abajo.” (El barranco). “Nunca había caminado hasta tan lejos. Al fondo, allá abajo, empezó a alumbrar el sol de septiembre. Los primeros rayos traspasaron las nubes como una navaja que cayó desde arriba.” (Panza de burro). Y con este gesto simbólico de lo triangular, la magia de la literatura se expande en cuerpo inmortal, en corazón que late desde la estancia de lo emocional a lo eterno (de la muerte), caminando hacia atrás y/o hacia delante, indistintamente, por alcanzar esa falta que nos constituye humanos y que la fe en las artes apacigua. A expensas de intuir que del nacer nos queda la infancia pero del morir, no sabemos… y que en toda senda acecha algún “accidente” que cambia el curso de la vida y nos condiciona, algo que tantas veces hace que la niñez desnuda se vea traicionada por el cuerpo, truncando la infancia en infamia. Porque no resulta ajeno que Marta Camino, la adolescente de La isla y los demonios, se cuestione que quiera “vivir suelta” cuando masculla “Hay seres que salen y se mueven sin consultar con nadie estos movimientos. Si yo fuera un muchacho, a nadie le extrañaría que yo saliese por las mañanas.” Al igual que cuestiona la necesidad de poder elegir un amigo, de tener la libertad para hacerlo, una amistad que le ayude “a comprender las cosas hondas, las que en realidad tienen importancia.” Y el control directo o abuso de poder respecto al cuerpo de las niñas se vuelve descarnado en las tres historias, desde una violencia soterrada de la que nadie habla. Así el tío de Marta le dice: “Todo se puede hacer si se guarda el decoro, nenita. Pero el decoro, ¿eh…? ¿No te gusta que te dé un pellizquito…? (…) Dame la manita… ¡Oh, tienes un poco descuidadas las manos…! Una damita como tú… ¿No sabes que estás muy guapita ahora?” Lo que en la voz de la niña de El barranco se traduce en: “Claro que depende de don Gustavo, de si me pasa la mano por el pelo. Esta es la señal de que terminaré sentada en sus piernas (…) y me pellizca y besa las mejillas y por fin promete que dependerá de la gimnasia, como si esto para mi fuera un juego. <>.” Asimismo, la niña que narra Panza de burro también tiene sus ascos particulares: “Ayoze se levantó rápido los pantalones apoyando su pecho contra el mío. La peste a güevo se me metió dentro de las narices como cuando uno huele una cosa que sabe que siempre va a recordar, aunque pasen y pasen los años y, sacando fuerzas del miedo que me comía por dentro, me subí yo también las bragas y los pantalones.” Y frente a este hecho común, de abuso de poder sobre el cuerpo de las niñas, surge también la experimentación con el cuerpo propio, desde esa extrañeza de lo precario y clandestino que caracteriza el cambio de la infancia a la adolescencia. En El barranco, la niña menciona al muchacho que la aborda en la calle, “… estará con las manos en los bolsillos como si allí algo le picara. Nunca he querido entender lo que hay allí. Pero cuando él se me para delante sin dejarme pasar, aunque mire a los lados, yo noto el movimiento de sus manos, y me da asco y me entran ganas de escupirle. Y cuando llego a casa busco en ese sitio de mí, palpo, para saber lo que él sintió. Entonces me da como una corriente en todo el cuerpo.” Al tiempo que estos hechos provocan la represión, sin diálogo alguno, “ … una vez Samarina quiso comparar ese sitio de mí con el de ella para saber si eran iguales. Mamá nos descubrió y le dio un empujón a Samarina y a mí me encerró en la alacena.” Lo que en Panza de burro se recoge en el fragmento “ … pensé que me estaba naciendo una cosa caliente en la zona de abajo del cuerpo, como un potaje que hervía y el caldero iba botando agua pafuera, y empezamos a rodar por la cama, hacia un lado y hacia otro, abrazadas, como dos gatos peleándose por la noche”. Y en esta edad de la in-suficiencia, sin ser adultas, el peso de la culpa busca solventarse en “un bisbiseo de rezos”, que se menciona tanto en La isla y los demonios como en las otras dos obras, “… yo sabía que Isora se estaba estregando contra la silla y me copiaba y me comenzaba a estregar. (…) Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorreados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas”. Situación similar que sucede en El barranco “… en los bancos de la iglesia, rotos y sucios, donde mis rodillas se lastiman, si tía me pellizca (<>) junto las manos y empiezo a decir: <>, que suene alto, como si rezara.” Y este rumor-castrador de lo religioso que domina el respirar de las tres historias va repitiéndose en el imaginario de las niñas, donde Marta Camino, de La isla y los demonios, ya una adolescente, es la única que tiene nombre propio al igual que Isora, la niña que la narradora de Panza de burro venera mientras que ella solo tiene el apelativo que le da la voz de su amiga,“ … shit shit me llamaba shit porque la mierda era una cosa hermosa bella como la brumasera entre los pinos”. Igual que en El barranco el hermanito de la niña la nombra Chi-bi-ta, o “Mi niña” en la voz del padre. Siendo otras constantes el maleficio o daño igual que la “ausencia” de la madre, que la de la niña Isora, está muerta y la de Marta Camino, está loca; o la de El Barranco piensa que su madre solo tiene ojos para su hermano, “Tenía rabia por el bulto que volvía redonda la sábana de mamá. (…) ella acariciaba una manta azul y sonreía. Y era desconocida así”. También el turismo tiene su presencia, carente todavía como la “marca comercial” de la economía en La isla y los demonios”. Vemos en El barranco, “Los deportistas son extranjeros, visten de blanco, hablan otros idiomas y se ríen felices con sus ojos azules. (…), los turistas me dan monedas.” O en Panza de burro, “Mi padre trabajaba en la costrusión y mi madre limpiando hoteles. Trabajaban en el Sur”. Asimismo aparecen personajes secundarios que podrían tener su propio relato independiente, como el de la majorera Vicenta, en La isla y los demonios, “Vicenta había crecido sabiendo que la gran riqueza es el agua, pero también un dios maligno que puede desatar fuerzas dormidas”. O el de la vieja Serrucho, la que “se acuesta con los gatos (…), les pone nombres raros (…) y cuando se encariña con ellos los mata”, en El barranco. Y el niño Juanito, amigo de las niñas en Panza de burro, “soychaxiraxiysoymuyguapa, con la voz de pajarito. Juanita Banana se moría porque lo invitásemos a jugar a las barbis porque en la casa no tenía. El abuelo de Juanito decía que estos chicos que estaban saliendo hoy en día se estaban todos amarisconando”. Pero la palabra de la infancia no es solo un devenir pequeño, a modo de fábula que verbaliza la emoción del cuerpo, la pérdida, el crecimiento o lo que nos falta, desde la magua propia de lo cotidiano-insular, sino un vocablo que permanece in-mutable. Como la ola que pareciera la misma pero siempre es otra dentro de una obstinada mar, al rebozar esperanza en las niñas de Panza de burro por satisfacer su deseo de ir a la playa, o incertidumbre, donde encallan los sueños rotos de la niña de El Barranco al recordar un paseo con su padre, por el puerto, antes del Golpe. Esa misma mar donde la adolescente de La isla y los demonios se adentra para dar su primer beso. Una ínsula-traicionera como punto de intersección en las voces de unas niñas anudadas, perversas, ásperas, secas, agrias y salvajes en sí mismas. Siendo este mar el confidente exabrupto de tragedias que se repiten, en la “apestosa” infancia que se pierde. Como la guerra.
Pero no terminan aquí mis paralelismos de historias cruzadas de la infancia literaria, ya que aparece otro libro en mi biblioteca, que tampoco había leído aunque llevaba un par de años en casa, De corazón y alma, compendio de cartas entre Carmen Laforet y Elena Fortún, donde Laforet cuenta de la novela que está escribiendo y que no viene a ser otra que La isla y los demonios, la cual describe a su amiga como “parto de los montes” o “ratón raquítico”, y en la que pareciera hacerse un autoguiño literario, quizá inconsciente, al expresar, “A Marta no se le había perdido nada fuera de la isla, nada…” Un “no” que imagino suprimir de esta frase por aventurarme a que su Nada deje de estar perdida entre mis libros pendientes de leer y abrazar su afirmación de que “el arte es un demonio que empuja…”. Y queriendo que este demonio carezca ya de una vez por todas de autoridad alguna ni de mal posible, porque si ha sido capaz de parir a tan brillantes creadoras desde un lenguaje local-coloquial del cuerpo, metamorfoseado en pura emoción hasta universalizar lo identitario, merece también que pueda hacer entrega de sus alas a las personas que les fueron arrebatadas, ángeles caídos en esta estadía de isla, cuerpo e infancia, para que puedan volar donde y con quienes quieran. Sin olvidar tampoco otras tantas aventuras literarias que gozan, igualmente, de una atmósfera propia de lo atlántico-africano-latino en hibridez con el cosmos. Relatos como Al jallo, de Ángel Guerra, o Cuchillo criollo, de Ángel Sánchez, Mararía, de Rafael Arozarena y un largo etcétera que va entretejiendo el territorio común desde Panza de burro, como expresión canaria para denominar el fenómeno atmosférico de la acumulación de nubes que impide ver el sol, hasta El barranco, como desnivel abrupto que quiebra la tierra y determina la geografía del lugar Isla…, allí donde las palabras de afecto que se pescan se vuelven palabrotas. Cual habitá(culo) de la infancia inconclusa.

Macarena Nieves Cáceres
Las Palmas de Gran Canaria
Diciembre 2020


Bibliografía

  • Panza de burro. Andrea Abreu. Editorial Barret. 2020.
  • El barranco. Nivaria Tejera. Gobierno de Canarias. 2016.
  • La isla y los demonios. Carmen Laforet. Ediciones Destino. 1997.
  • De corazón y alma. Carmen Laforet & Elena Fortún. Fundac. Banco Santander. 2017.

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