“José Martí, creador del ensayo moderno en la literatura hispánica (II)” Por Carlos Javier Morales

Desde Trasdemar ofrecemos un puente transoceánico para reconocer las poéticas y narrativas del Caribe ayer y hoy. Este ensayo de nuestro colaborador Carlos Javier Morales aborda lúcidamente el papel de José Martí en el impulso histórico del ensayo moderno en la literatura hispánica
Retrato de José Martí por Hermann Norman (1891)

Desde la Revista Trasdemar de Literaturas Insulares, con motivo del Centenario de Cintio Vitier, presentamos el ensayo en tres entregas sobre José Martí de nuestro colaborador Carlos Javier Morales (Santa Cruz de Tenerife, 1967) Poeta y ensayista, Doctor en Filología Hispánica por la Universidad complutense de Madrid, ha publicado ocho libros de poesía, entre ellos “El pan más necesario” (1994), “La cuenta atrás” (2000) o “Nueva estación” (2000). De su obra poética se ha publicado la antología, Una luz en el tiempo (Sevilla, Renacimiento, 2017). Los más recientes libros del autor, que ha dedicado atención a figuras como César Vallejo, Julián Martel, Gastón Baquero o Antonio Machado, son el libro de ensayo La vida como obra de arte (Madrid, Rialp, 2019) El corazón y el mar (Madrid, Rialp, Col. Adonáis) y Tiempo mío, tiempo nuestro (Rialp, 2021)

Martí, aun con las libertades propias del ensayo, sigue sometido a la lógica expositiva del tema que le ocupa. Algo que cambiará definitivamente cuando descubra y se familiarice con la gran ciudad moderna, Nueva York, lugar y época que terminarán de conformar el moderno ensayo martiano.

CARLOS JAVIER MORALES

El carácter inaugural del ensayo martiano

Se habla de Unamuno, que en 1895 publica En torno al casticismo, como del autor que inicia el esplendor del ensayo en las letras hispánicas; y con tal valoración se hace hincapié en la incuestionable modernidad con que el escritor bilbaíno concibe un género de muy larga tradición en nuestra literatura. No puedo más que estar de acuerdo en esto último, máxime teniendo en cuenta la influencia directa de Unamuno en tantos y tan grandes ensayistas del siglo XX. Ahora bien: en 1895 hacía más de diez años que José Martí había forjado, en textos ya bien conocidos, una nueva manera de concebir y practicar la escritura ensayística, cuya originalidad y fuerza poéticas no desmerecen para nada ante la prosa de Unamuno.


La inadvertencia de ese papel inaugural de Martí en la historia del ensayismo hispánico moderno puede explicarse por varias razones, aunque es hora ya de revisar esta cronología y de reconocer al cubano su verdadera significación en este proceso. Es verdad que hasta los años 50 del siglo XX la literatura hispanoamericana, si bien era una realidad propia y valorada como tal en España y en todo el mundo occidental, aún no se había estudiado con el rigor historiográfico dispensado a otras tradiciones literarias. Junto a esta razón cabe añadir que, hasta esas mismas fechas (principios de los 50), el modernismo hispanoamericano parecía ser sólo un movimiento de renovación de la poesía lírica; poesía que, en el entender común de entonces, no aspiraba a más que a una delectación sensual y escapista frente a los temas verdaderamente trascendentes del ser humano. Por su parte, la prosa modernista fue juzgada globalmente como un apéndice del verso, de significación ideológica aún más limitada que aquél y, desde luego, como una escritura circunstancial de escasas pretensiones literarias. Además, dentro del modernismo, por esas fechas parecía que Rubén Darío había sido el fundador casi absoluto de ese movimiento centrado en la renovación de la poesía lírica.


Pero desde esas fechas hasta hoy (baste pensar en los estudios propiciados por el centenario del nacimiento martiano, en 1953) tales apreciaciones han cambiado mucho. Sabemos ya con sobrada certeza que la literatura hispanoamericana, gracias al modernismo (que no fue sólo gestado por Darío con el simple estímulo de los mal llamados “precursores”), supuso un empuje decisivo para la renovación y modernización plena de la misma literatura de España. Y sabemos que su producción poética, además de representar el drama radical del hombre moderno, alcanzó esa envergadura gracias a la práctica cotidiana de la prosa que ejercieron sus grandes autores, encarada con la misma exigencia de exploración estética que manifiestan en sus versos. Y en esa prosa, como justamente reconoce Rubén Darío, el magisterio de José Martí (más conocido entonces por sus ensayos y crónicas que por sus poemas) fue un referente inexcusable: “Todos estamos de acuerdo –escribe Darío– en que los versos que se hacen prosa pierden; como toda prosa que se pone en verso tomando gallardía y alientos nuevos y propios, gana. ¡Si yo pudiera poner en verso las grandezas luminosas de Martí! O ¡si José Martí pudiera escribir su prosa en verso! (1)


Y que la prosa de Martí fuera para Darío la prosa de un maestro no se debe sólo a su intrínseca grandeza literaria, sino a la extraña fuerza con que en su momento había irrumpido en el panorama de la prosa hispánica, prácticamente ajena por entonces a la perfección estilística del impresionismo simbolista, sin energía propia para encarnar en sus frases la sugestión creadora que aún parecía exclusiva del verso. Verso que en los países de habla hispana, hacia 1880, aún seguía transitando –con la excepción de Bécquer, de Rosalía de Castro y de algunos americanos de influencia becqueriana– por un remedado romanticismo externo o por un realismo estrecho y vulgar.


De manera que el ensayo martiano surgió con una novedad y una fuerza germinativa que ni siquiera en su coetáneo Manuel Gutiérrez Nájera podemos encontrar, aunque éste fuera un notable poeta, un narrador de cuentos de exquisita creatividad ficcional y un cronista de perfiles líricos muy nítidos. Pero en el ensayo del mexicano, pese a su voluntad de estilo reaciamente innovadora, no hallamos, en la práctica, esa capacidad para representar verbalmente un mundo propio de tan hondos cimientos como el que nos ofrece el ensayo de Martí.

También cabe advertir, aunque en apretadísima síntesis, que el ímpetu renovador del ensayo martiano no es un caso aislado dentro de la literatura hispanoamericana de su tiempo. Conscientes del casticismo conformista y chato generalizado en la prosa castellana, hay un pequeño grupo de autores, coetáneos y aun anteriores a Martí, en los que se aprecia un notable empeño por sacar lustre personal a la prosa de sus ensayos, por dotarlos de una expresividad sugerente que se superpusiera a la estricta literalidad de la palabra.


En ese empeño se encuentra el mexicano Justo Sierra, que en 1868, en El Monitor Republicano, publica una sección semanal titulada Conversaciones del domingo, caracterizada por su indefinición temática y estructural, así como por la sorprendente aparición de frecuentes figuraciones impresionistas, que en ocasiones trascienden el referente externo y se convierten en simbolizaciones expresionistas de su íntimo mundo espiritual (2) . Poco después encontramos, en la prosa del ecuatoriano Juan Montalvo, especialmente en sus Catilinarias (1880-1882) y en sus Siete tratados (1882-1883), un admirable lenguaje de continua tensión emotiva, donde alternan los períodos amplios con las frases sentenciosas las modalidades y estructuras oracionales más variadas, la configuración rítmica del párrafo y una gran cantidad de imágenes de poderoso impacto sensitivo, que en ocasiones constituyen verdaderos símbolos modernos. Como otro caso digno de atención, debería mencionar los primeros ensayos del argentino Miguel Cané, publicados entre 1872 y 1874 y muy desconocidos por la crítica, que nos ofrecen una visión del mundo muy acorde con el armonismo analógico sustentado por los modernistas, la cual cristaliza en una prosa musical bien nutrida de imágenes surgidas irracionalmente (3).


No obstante tales empeños, dignos de la mayor atención del lector y del estudioso, debo reconocer que en esos casos apenas podemos hablar de ensayo moderno en el sentido propuesto más arriba. Si bien los citados de Sierra y de Cané acceden a esa categoría, tales autores evolucionan pronto bien hacia una concepción más sistemática y funcional de la prosa de ideas, en el caso de Justo Sierra (centrado durante su madurez en obras extensas de carácter histórico, político y pedagógico), o bien hacia una suerte de costumbrismo realista de talante escéptico que abandona los presupuestos intelectuales y estéticos iniciales, como ocurre en Cané; mientras Martí avanza sin interrupción hacia una configuración cada vez más creativa e innovadora del ensayo, extrayendo del lenguaje en prosa las más inéditas intuiciones y sugestiones expresivas.


El encomiable legado de Montalvo, pese a la brillantez y flexibilidad de su estilo, se halla más vinculado a la persuasión oratoria del discurso que a la expresividad literaria del ensayo moderno. Su lenguaje, pletórico de metáforas y de otros recursos imaginarios, sólo de modo excepcional se aproxima a la irracionalidad visionaria del símbolo. Guillermo Díaz-Plaja, que admiró la firme y lograda voluntad estética de la prosa de Montalvo, advierte, sin embargo, que «el enlace con el modernismo no nos lo da Montalvo, sino Martí, ese gigantesco fenómeno de la lengua hispánica, raíz segura de la prosa de Rubén y, desde luego, el primer “creador” de prosa que ha tenido el mundo hispánico» (4) . Esa superación y ese enriquecimiento continuo del ensayo martiano quedarán patentes, espero, en la exposición siguiente sobre la trayectoria ensayística de Martí y en la corroboración de sus valores a través de uno de sus textos más representativos.

Ya en 1873, a sus veinte años, nuestro autor, deportado a España, publica el primer ensayo propiamente dicho, La República española ante la revolución cubana (1873), el cual, aunque urgido por unas circunstancias concretas y una finalidad inmediata, no deja de ser un texto fundamental para la defensa de la moral social y de la democracia. Dos años antes, con semejantes fines, había dado a la imprenta El presidio político en Cuba, de inesperada efectividad oratoria y expresiva, prenda segura de la escritura que el genio martiano nos ofrecería más tarde (5) ; aunque, como puntualizaré enseguida, esta obra prefigura más bien el género de la crónica, que Martí también llevará más adelante a su consumación artística.


En el ensayo citado de 1873 podemos advertir nítidamente la indiferenciación temática entre las cuestiones políticas propiamente dichas y los planteamientos de índole moral, tanto individual como social. Asimismo, la mirada subjetiva del escritor acude tanto a la argumentación racional como a la intuición lírica, que le permite delinear su posición ideológica saltando de una razón a otra, sin necesidad de encadenar lógicamente todos sus argumentos. La condensación expresiva de tan complejas cuestiones se consigue gracias a esa intuición radical, de carácter lírico y sintetizador, que compromete al hombre entero, con todas sus potencias intelectuales y emotivas.

Estilísticamente nos encontramos ante un texto que, como El presidio… (aunque con la mayor síntesis y precisión conceptual que reclamaban las nuevas circunstancias), avanza con la mayor flexibilidad expresiva, conjugando los largos períodos de la persuasión oratoria, articulados en estructuras paralelísticas y en gradaciones enumerativas, con las breves sentencias de carácter sugestivo y condensatorio, más propias de la conmoción poética. Esta dos modalidades enunciativas, con todas sus variantes intermedias, aparecerán en toda su prosa posterior; sólo que el efecto persuasivo de la oratoria será invadido progresivamente por la expresividad propiamente poética de las imágenes
simbólicas.


La segunda etapa del ensayismo martiano viene a ser un tramo cronológico de transición y de acelerado desarrollo hacia sus obras de madurez en este género. Tal etapa intermedia comprende los años en que Martí, otra vez en el Nuevo Mundo, peregrina por distintos países hispanoamericanos (México, Guatemala, Cuba y Venezuela), entre los años 1875 y 1881. A pesar de la propia evolución que se opera dentro de este mismo periodo, podemos afirmar que en estos años Martí percibe de modo muy efectivo el contraste entre Europa y el mundo americano que contempla a su regreso.

Desde su llegada a México, en 1875, nuestro autor comienza a ampliar los motivos temáticos de sus ensayos, normalmente artículos de extensión limitada aparecidos en la Revista Universal y en otras publicaciones periódicas. En ellos podemos leer textos de crítica literaria, teatral y de otras artes, así como artículos políticos, económicos y hasta filosóficos; todos ellos amparados en el dinamismo estructural y estilístico del ensayo. La sensualidad de la naturaleza americana hace precipitar un fenómeno expresivo que ya se había incoado en España, y que ahora adquiere una insólita creatividad: me refiero a la progresiva sustitución del concepto y de los vocablos abstractos por la poderosa sugerencia del símbolo, una imagen surgida irracionalmente, por vía emotiva, y que posee una amplia capacidad sugeridora.

Además, si los símbolos de su época española procedían generalmente de fuentes librescas, tradicionales, sorprende ahora que sea del inmediato marco natural, genuinamente americano, de donde extrae las imágenes de su simbología, las cuales, junto a esa amplia y misteriosa significación, aportan unas cualidades sensoriales de especial intensidad, que forman parte de frecuentes figuraciones impresionistas y aun expresionistas. La organización del párrafo adopta ahora una musicalidad nueva que, como anticipaba más arriba, nos hace olvidar el efecto oratorio del discurso y nos sumerge en la conmoción íntima, variable e imprevisible de la poesía lírica.


Sus ensayos de tema literario y artístico con frecuencia se orientan precisamente a concienciar al escritor y al artista americano a ser propio, a independizarse definitivamente de Europa tomando de la naturaleza y la cultura americanas sus temas e imágenes. Conocida es la Carta a Jose Joaquín Palma, de 1878, en la que simbólicamente alaba en la poesía de su compatriota la transparencia del mundo natural y moral cubano:

Dormir sobre Musset; apegarse a las alas de Víctor Hugo; herirse con el cilicio de Gustavo Bécquer; arrojarse en las cimas de Manfredo; abrazarse a las ninfas del Danubio; ser propio y querer ser ajeno; desdeñar el sol patrio, y calentarse al viejo sol de Europa; trocar las palmas por los fresnos, los lirios del Cautillo por la amapola pálida del Darro, vale tanto, ¡oh, amigo mío! tanto como apostatar. Apostasías en Literatura, que preparan muy flojamente los ánimos para las venideras y originales luchas de la patria. Así comprometeremos sus destinos, torciéndola a ser copia de historia y pueblos extraños.
Nobles son, pues, tus musas: patria, verdad, amores. ¿Quién no te ha dicho que tus versos susurran, ruedan, gimen, rumorean? No hay en ti fingidos vuelos, imágenes altisonantes, que mientras más luchan por alzarse de la tierra, más arrastran por ella sus alas de plomo
[…] (6)

Uno de los exponentes más perfectos de esta etapa de desarrollo es el ensayo Guatemala, publicado en volumen exento en 1878, donde Martí traza una radiografía integral del país en que reside actualmente, considerado, por su naturaleza y por el preciso momento histórico que vive, como una promesa de lo que las naciones de nuestra América están llamadas a ser.


En otro lugar he estudiado los valores ideológicos y estilísticos de esta obra tan significativa en la génesis de la prosa modernista (7) . Estilísticamente, podemos encontrar aquí, como en otros ensayos posteriores de esta misma etapa (“Poetas españoles contemporáneos”, “Cecilio Acosta”, “El carácter de la Revista Venezolana“…), casi todas las audacias verbales del Martí maduro. Pero, en lo tocante a la estructura global del ensayo, todavía observamos un ceñimiento continuo y lógico al tema en cuestión, ajeno aún a esas digresiones sorpresivas, arrolladoras, de sus ensayos de madurez. Por ejemplo, en Guatemala, pese a la amplitud y a las enormes posibilidades digresivas que le ofrece el tema acometido, el autor sigue una estructura temática muy definida lógicamente: después de esbozar los elementos más significativos del aspecto físico, social y económico de las distintas zonas de Guatemala, abordados conjuntamente en la primera parte, el ensayo pasa a delinear con trazos firmes el aspecto cultural y artístico; para luego, en la tercera y última parte, hacer una síntesis conclusiva de su recorrido y valorar, a la luz de los mismos, el luminoso porvenir de ese país aún naciente.


En los citados ensayos de 1881, y en otros muchos de ese año, la fuerte tensión emotiva de su frase es prácticamente equiparable a la de los ensayos posteriores; pero, estructuralmente, Martí, aun con las libertades propias del ensayo, sigue sometido a la lógica expositiva del tema que le ocupa. Algo que cambiará definitivamente cuando descubra y se familiarice con la gran ciudad moderna, Nueva York, lugar y época que terminarán de conformar el moderno ensayo martiano.


A mediados de 1881 Martí se instala en Nueva York, donde el año anterior ya había pasado una larga temporada, y allí permanecerá hasta principios de 1895, es decir, hasta pocos meses antes de su muerte. Es esta etapa estadounidense la que va a favorecer la total madurez del ensayo martiano. En ella, al calor de la vida diaria, llegará a unos niveles de indagación espiritual y estética que le consolidarán como el escritor inigualable que fue y como el fundador del ensayo moderno en las letras hispánicas, que es el objeto de nuestro interés en estas líneas. De 1882 son, por ejemplo, tres textos capitales en este género: el Prólogo al “Poema del Niágara” del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, y los ensayos sobre Emerson y Óscar Wilde, que revelan su plena conciencia de la inmensa potencialidad del ensayo para representar la vida del individuo en la sociedad moderna, con toda la repercusión que esto tuvo en la literatura posterior.

No olvidemos que estos textos, al igual que sus crónicas de sucesos norteamericanos, eran difundidos por un medio de comunicación esencial en la sociedad moderna: el periodismo, tanto el de la prensa diaria como el de las revistas de diversa periodicidad. Al igual que ocurre con sus crónicas, Martí publica estos ensayos en rotativos tan prestigiosos en Hispanoamérica como los de La Nación de Buenos Aires, El Partido Liberal de México y La Opinión Nacional de Caracas; y su fama de escritor genial, en lúcida sintonía con su tiempo y sus lectores hispanoamericanos, hará que pronto otros muchos periódicos hispánicos reproduzcan estas colaboraciones habituales. Además, están los muchos ensayos y crónicas que Martí destinaba originariamente a otras revistas estadounidenses para lectores de lengua castellana, como La América y La Revista Ilustrada, ambas de Nueva York.


Todo ello nos permite imaginar la influencia que ejerció su prosa en la generalidad de los lectores y, de modo especial, en los escritores más selectos, muchos de los cuales se irían sumando a la estética modernista que él practicaba con tan persistente clarividencia. Y de ahí también que fuera su prosa, más que su verso, la que le procuró en vida la fama de escritor ejemplar que tantos le reconocieron; ya que de sus versos sólo se publicaron en vida, y en ediciones de muy escasa circulación, el Ismaelillo (1882) y los Versos sencillos (1891). La extraña raíz existencial y estética de sus Versos libres, por ejemplo, no vio la luz hasta casi veinte años después de su muerte.

Con los estudios de Aníbal González, de Julio Ramos, de Susana Rotker y de José Olivio Jiménez, entre otros, ha quedado claramente definida la naturaleza peculiar de la crónica modernista hispanoamericana, así como su difícil compromiso con el consumo periodístico y, a la vez, con las más altas exigencias literarias de sus autores. Gracias a tales estudiosos sabemos también que la misión fundacional de Martí en el género de la crónica modernista es un hecho incuestionable. Fue la vivencia neoyorquina de nuestro autor, por dramática que fuese personalmente, la que, unida a su singular talento literario, permitió que su voluntad estética radicalmente innovadora encontrara las incitaciones vitales más oportunas para conformar un género tan proteico como la crónica modernista. Estados Unidos, y la ciudad de Nueva York concretamente, posibilitaron su conflictivo encuentro con la sociedad moderna y con su espacio prototípico: la gran urbe. Allí afrontó Martí, como nunca en su vida, el dramatismo existencial del individuo en la más plena ebullición de la modernidad. Y su ansiosa voluntad de armonía espiritual, consecuencia directa de su visión analógica del Universo, le impuso el grave deber de asumir y otorgar sentido trascendente a las realidades contrapuestas y a las experiencias más disímiles que entretejían el vivir diario de la gran ciudad moderna.

El espacio urbano aparece ante su mirada como un inmenso montón de fragmentos físicos y humanos que el progreso ha ido generando espontáneamente sin prever las inevitables tensiones entre ellos. La multiplicidad racial, cultural, social y económica, sobrevenida sin una planificación unitaria y coherente, y amenazada por continuos desajustes, engendra en la conciencia del individuo una incertidumbre espiritual desasosegante, especialmente para un hombre que, como Martí, ansía contemplar lúcidamente el horizonte último de la existencia personal y colectiva.


Y ésta es la misión que cumple la crónica modernista: la de dar cuenta de los más diversos sucesos de la intensa vida moderna, para que el individuo escritor consiga otorgar sentido trascendente a esa caótica realidad fragmentaria que percibe y experimenta a diario, empleando para ello todo su personal esfuerzo intelectual, moral y estético. Ahora bien: si la crónica intenta avizorar y transmitir el sentido último de los múltiples acontecimientos diarios, representados precisamente en su dinámico acontecer, el ensayo tratará de conferir sentido último a la conciencia individual que experimenta en estado puro esa incertidumbre interior y se ve urgida a reflexionar de inmediato sobre su existencia, sin necesidad de notariar previamente aquellos acontecimientos, aunque acudiendo en su auxilio siempre que su libre indagación lo requiera.

Análogamente: si la crónica se tematiza en torno a sucesos, el ensayo suele tomar como tema –más bien como pretexto– un personaje célebre (Emerson, Whitman, Heredia, por ejemplo) o una cuestión abstracta (“Nuestra América”, la libertad política, las tensiones sociales, la educación…), aunque no por “abstractas” menos apremiantes para el espíritu.
Martí era consciente de tal distinción y, como nos advirtió oportunamente José Olivio Jiménez, indicó a Gonzalo de Quesada y Aróstegui, en su carta- testamento literario, que sus escritos sobre Estados Unidos debían recogerse en dos secciones distintas: una dedicada a los “Norteamericanos”, que agruparía los ensayos, y otra acogida al rótulo de “Escenas norteamericanas”, que correspondería a las crónicas .

A estas alturas de los estudios martianos resulta necesario reconocer que nuestro autor no fue sólo el fundador de un género tan decisivo en su tiempo como la crónica modernista, sino que, por lo que vamos viendo y veremos en el resto de estas páginas, su misión fundacional se extiende igualmente a un género de mayor vigencia posterior en la historia literaria y que, por otra parte, Martí venía practicando de modo habitual antes de emprender su tarea propiamente cronística (si exceptuamos la asombrosa crónica embrionaria de El presidio político en Cuba).


Lo realmente interesante en este punto es consignar lo decisiva que fue la vivencia norteamericana para la maduración definitiva del ensayo martiano: si en el nivel estilístico de la frase la etapa inmediatamente anterior supuso una conquista casi insuperable, en el nivel de la estructura global del texto, así como en la concepción del género, la inmersión plena de Martí en la modernidad neoyorquina fue el detonante de la configuración netamente moderna de su ensayo.


En esta época, de 1882 a 1895, el ensayo del maestro llega a consustanciar plenamente la subjetividad intelectual de su pensamiento con la subjetividad de sus emociones y del estilo verbal que de ambas emerge; hasta llegar a hacer casi imposible cualquier intento de delimitar las secuencias discursivas de las secuencias emocionalmente intuitivas de sus textos ensayísticos. Asimismo, en esta época Martí asume y practica sin titubeos la indeterminación estructural de su discurso y su configuración esencialmente fragmentaria, tanto en lo referente a la estructuración temática como a la organización de las ideas, que fluyen sin planificación previa, únicamente regidas por el desarrollo imprevisible de la intuición creadora. De ahí que la variedad de temas y de estilos dentro de un mismo texto suponga una continua sorpresa para el lector, por lo que la digresión deja de ser para siempre un recurso retórico y se constituye en un principio
estructural irrenunciable.

Esa consustanciación plena entre reflexión discursiva e intuición emotiva cristaliza en un estilo radicalmente sintético y sugeridor, que favorece por su propia naturaleza la brevedad textual del ensayo, y que se hace posible, en buena parte, gracias al inmenso poder revelador del símbolo; ya sea en construcciones de figuración impresionista o expresionista.


Todas estas aportaciones de la última etapa del ensayo martiano, tan sumariamente apuntadas, hacen que cada texto suyo de este género rebase con creces el objetivo de una mera exposición o argumentación en torno a un tema, por importante que sea, y lo conviertan, pese en su concentrada extensión, en una representación total de su personal visión del mundo, en una auténtica revelación de la condición humana, que es la piedra de toque de toda obra verdaderamente literaria.


1 Alberto Ghiraldo, El archivo Rubén Darío, Buenos Aires, Ed. Losada, 1943, p. 314.

2 Para una exposición sistemática sobre el carácter simbólico del impresionismo y del expresionismo, así como el de su presencia habitual en la prosa de Martí, puede consultarse mi libro La poética de José Martí y su contexto (Madrid, Ed. Verbum, 1994, pp. 339-414).


3 Véase mi libro recién citado en las páginas 480 a 495.

4 Guillermo Díaz-Plaja, Modernismo frente a 98, Madrid, Espasa-Calpe, 1951, p. 306.

5 Cfr. Carlos Javier Morales, “José Martí: poesía y revolución en El presidio político en Cuba”, en Casa de las Américas, nº 214 (1999), pp. 90-99.

6 José Martí, Obras completas, La Habana, Ed. de Ciencias Sociales, vol. V, pp. 95-96.

7 C. J. Morales, “La raíz americanista del modernismo: el ensayo Guatemala (1878) de José Martí”, en Anales de literatura hispanoamericana, nº 28, tomo II, 1999, pp. 1025-1039.

8. Véase la “Introducción” a José Martí, Ensayos y crónicas, ed. cit., pp. 11-41

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