“Galdós en el castillo de Kafka: el sentimiento del absurdo y la burocracia moderna en su obra” Por Ramiro Rosón

Galdós

Desde la Revista Trasdemar presentamos este ensayo de nuestro director, Ramiro Rosón, dedicado a las figuras de Kafka y Galdós, en la semana del 178 aniversario del nacimiento del novelista canario. El texto fue leído en la Casa-Museo de Las Palmas de Gran Canaria, dentro del Ciclo “Hablando sobre Galdós” el pasado mes de abril de 2021

Las causas de esta diferencia entre Galdós y Kafka en cuanto a la libertad y al destino de sus personajes pueden rastrearse en el arco temporal que separa sus narrativas. Galdós, cuando escribe Miau, se encuentra aún en pleno siglo XIX, en una sociedad que responde a los ideales burgueses de seguridad y certidumbre, pero Kafka, cuando crea novelas como El castillo o El proceso, ha vivido grandes traumas colectivos como el fin del imperio austrohúngaro y los horrores de la Primera Guerra Mundial. Se trata de acontecimientos que llegaron de forma inesperada, pero que hicieron saltar en pedazos el mundo seguro y confortable de la Belle Époque, “el mundo de ayer”, como diría Stefan Zweig en sus magníficas memorias.

RAMIRO ROSÓN

I. Introducción

La narrativa de Benito Pérez Galdós admite numerosos puntos de vista para su lectura, ofreciendo siempre nuevos significados, y en esta diversidad se esconde su riqueza, que la aproxima a los grandes narradores de la historia, como Cervantes, Tolstói, Zweig o García Márquez, por citar solo algunos nombres de relevancia universal. En esta conferencia trataremos la narrativa galdosiana desde la perspectiva de Kafka, centrándose en la novela Miau, protagonizada por un funcionario cesante, para compararla con algunas obras de Kafka, especialmente El castillo y El proceso, donde los temas del poder y la burocracia desempeñan un papel decisivo.

De este modo, se puede establecer una relación entre el sentimiento del absurdo y la burocracia moderna, no solo porque más de alguna vez todos hemos sufrido enojo o desesperación en los pasadizos laberínticos de la administración pública, sino también porque esta experiencia forma parte de la vida cotidiana para la mayoría de las sociedades actuales. Desde los tiempos de Napoleón, se produjo un desarrollo de la administración pública en toda Europa, permitiendo que en 1867 el economista alemán Lorenz von Stein publicara su Tratado de teoría de la administración, en el que pretendía sentar las bases de una nueva ciencia social para explicar el funcionamiento del Estado y sus relaciones con los ciudadanos, con el fin de introducir reformas políticas y legales para construir una sociedad más igualitaria. Por lo tanto, el siglo XIX todavía contemplaba la administración desde el optimismo que brinda la confianza en el progreso humano.

En cambio, desde el inicio del siglo XX los intelectuales descubrirían la cara oscura de la administración y la burocracia, pues ambas forman parte de las estructuras necesarias para el crecimiento de la economía capitalista, impulsando fenómenos como la deshumanización del trabajo. Por ejemplo, Max Weber afirmó en su ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo, publicado en 1905, que la dedicación al trabajo productivo y administrativo se ha convertido para el ser humano en una férrea envoltura (expresión también traducida como jaula de hierro), que lo cosifica y le arrebata el sentido de su existencia a través de las poderosas fuerzas del sistema económico. Casi cuarenta años más tarde, en 1944, Theodor Adorno y Max Horkheimer sacaron a la luz su Dialéctica de la Ilustración, en la que hablan de la vida administrada (es decir, la vida del ser humano moderno, subordinada a los patrones de producción y consumo que establece el capitalismo). En este contexto histórico, marcado por la alienación, se manifiesta con especial intensidad el sentimiento del absurdo, hasta convertirse en uno de los temas centrales de la literatura moderna.

Sin embargo, no debe olvidarse que el sentimiento del absurdo, aunque se desarrolla en los siglos XIX y XX, surge en épocas anteriores, vinculado a otras categorías estéticas como lo siniestro o lo grotesco. En la tradición cultural española, lo siniestro y lo grotesco aparecen al menos desde el Barroco, cuando se introducen estos elementos en las artes plásticas y la literatura para romper con la estética armoniosa del Renacimiento. En las artes encontramos los retratos de bufones de Diego Velázquez o ciertas obras de José de Ribera, como El zambo o La mujer barbuda, iniciadoras de un gusto por la deformidad y la anomalía que desembocará en la serie de las Pinturas negras de Francisco de Goya y su anticipación del expresionismo. En la creación literaria, los Sueños o la poesía satírica de Francisco de Quevedo contienen una visión pesimista de la realidad, en la que lo feo y lo desagradable permiten incitar a la risa o censurar las lacras sociales de su tiempo. Siguiendo la estela de esta tradición, lo sinestro incluso aparece en algunos pasajes de las novelas galdosianas, como la descripción del aspecto físico de Ramón Villaamil en Miau:

un hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes, largas y pegadas al cráneo, la barba corta, rala y cerdosa, con las canas distribuidas caprichosamente, formando ráfagas blancas entre lo negro; el cráneo liso y de color de hueso desenterrado, como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él los sesos”.

De todas formas, lo absurdo y lo siniestro no aparecen en la narrativa galdosiana por la distorsión de la realidad, sino por un análisis minucioso de los hechos. Al igual que Stendhal, Galdós considera la novela como un espejo que se pasea por un ancho camino, reflejando tanto el azul del cielo como el fango de los barrizales. Este sentido notarial de la escritura muestra semejanzas con la narrativa de Kafka, que crea atmósferas angustiosas a través de frías descripciones de lugares, personajes y situaciones, pero también establece ciertas diferencias, pues en Kafka lo fantástico y lo misterioso cobran una especial importancia, mientras que en la narrativa galdosiana prevalece el apego a la realidad en todo momento.

Por otro lado, la modernidad asiste a una apoteosis del sentimiento del absurdo, a medida que la conciencia colectiva se desengaña de los tres estadios de la ilusión humana, definidos por el filósofo ecléctico Edme-Marie Caro: la felicidad mundana, la felicidad eterna y el progreso histórico. Galdós conocerá el desengaño de los dos primeros estadios, pero el desengaño del tercero no llegará hasta los tiempos de Kafka, cuya narrativa anuncia el mundo convulso que alumbrará los horrores del fascismo, de la segunda guerra mundial y del Holocausto. Esta evolución de la historia del pensamiento, que se reproduce en la historia de la literatura y las artes, nos permite comprender las semejanzas y diferencias entre las narrativas de Galdós y Kafka, revelando por qué el absurdo que se manifiesta de forma parcial en la obra galdosiana, como un efecto de las injusticias sociales, se convierte en el fundamento de la realidad para la obra del escritor checo.

II. La administración pública en Galdós y Kafka

La narrativa galdosiana documenta las características de la administración pública española en el siglo XIX, marcada por un sistema de ascensos y promociones a través de contactos personales. En este sistema, la adulación a los superiores se convierte en un recurso de gran importancia, como ya sucedía entre los cortesanos del Barroco (en este sentido, algunos pasajes de Miau trasladan a su época el viejo tema del menosprecio de la corte, que se convirtió en un motivo habitual entre ciertos autores del siglo XVII, como Góngora o Quevedo).

Como habíamos adelantado en la introducción, el mundo surgido de la crisis del Antiguo Régimen traerá consigo la moderna administración pública, creada por Napoleón y extendida al resto de los países europeos. Sin embargo, en este nuevo mundo habrá ciertas pervivencias del Antiguo Régimen y el acceso a la función pública no siempre se decidirá por criterios de mérito y capacidad, sino por los vaivenes políticos de cada momento. El favor del rey o de la aristocracia, que los cortesanos del Barroco perseguían ansiosamente, dejará paso al favor del ministro de turno, que distribuye los cargos funcionariales entre sus allegados, valorando las afinidades ideológicas y las simpatías personales por encima del conocimiento o la experiencia profesional de los candidatos. Por otro lado, la revolución industrial y el crecimiento económico de gran parte del mundo occidental en el siglo XIX provocarán que la administración sufra un incremento sin precedentes en los siglos anteriores. En sintonía con esta realidad, Galdós describe en Miau el Ministerio de Hacienda como una especie de industria o fábrica dedicada a la tramitación de expedientes:

Ni Dante ni Quevedo soñaron, en sus fantásticos viajes, nada parecido al laberinto oficinesco, el campaneo discorde de los timbres que llaman desde todos los confines de la vasta mansión, al abrir y cerrar las mamparas y puertas, y al taconeo y carraspeo de los empleados que van a ocupar sus mesas colgando capa y hongo: nada comparable al mete y saca de papeles polvorosos, de vasos de agua, de paletadas de carbón, a la atmósfera tabacosa, a las órdenes dadas de pupitre a pupitre, y al tráfago y zumbido, en fin, de estas colmenas donde se labra el panal amargo de la Administración.

En la sociedad industrial, toda la actividad económica se somete a la división del trabajo y a los frenéticos ritmos que impone este sistema productivo, creando un tráfago permanente de mercancías y de personas, de modo que la administración no puede quedar al margen de esta dinámica. El paralelismo entre la fábrica y las oficinas públicas también aparece en El castillo de Kafka, cuando el alcalde del pueblo le describe al agrimensor K. la oficina donde trabaja Sordini, uno de los funcionarios que ha impulsado su nombramiento:

[…] me han descrito su despacho como una habitación consistente en paredes cubiertas con columnas de expedientes, y ésos son sólo los expedientes en los que está trabajando en ese momento, y como los expedientes se están sacando y metiendo continuamente, ocurriendo todo con gran prisa, las columnas se derrumban y precisamente el ruido y los crujidos que producen se han convertido en el distintivo del despacho de Sordini. Así es, Sordini es un trabajador y dedica al caso más pequeño el mismo cuidado que al más grande.

La narrativa kafkiana describe la realidad social del imperio austrohúngaro, del que formaron parte los territorios de la actual República Checa hasta 1918. Esta época se caracterizó por la influencia germánica en los campos del gobierno y la administración pública. Se impuso el sistema prusiano de administración, respetando ciertos privilegios de la nobleza local. La administración de los vastos territorios del imperio austrohúngaro, habitados por diversas etnias y culturas, se caracterizaba por un intrincado reparto de competencias desde los ministerios del Estado hasta las autoridades locales. Los altos funcionarios, generalmente, procedían de familias de la aristocracia o de la alta burguesía, mientras que los nobles venidos a menos solían acaparar puestos de rango medio en la burocracia. Conseguir un puesto en la administración pública, aunque fuera de medio o bajo rango, se consideraba un privilegio, pues significaba un trabajo para toda la vida y una oportunidad para el ascenso social.

Pero este sistema burocrático tenía un lado oscuro: aprisionados en las jerarquías y las formalidades, los funcionarios austrohúngaros, formados para la obediencia incondicional a sus superiores, terminaron convirtiéndose en meros ejecutores de órdenes que a menudo actuaban como engranajes de una maquinaria dedicada a vulnerar la dignidad y los derechos humanos. Igualmente, la ilusión de que el funcionariado se encontraba por encima de la política de partidos fue destruida por la presencia de diversos grupos nacionalistas y facciones ideológicas en todo el imperio, que procuraban influir en la administración pública para defender sus intereses. Incluso los funcionarios más incorruptibles podían doblegarse ante la voluntad arbitraria de sus superiores.

De hecho, novelas como El castillo o El proceso atacan de forma directa a la burocracia del imperio austrohúngaro, presentándola como un sistema ineficiente e incapaz de corregir sus propios errores, bajo su engañosa apariencia de perfección. Por ejemplo, en El castillo, cuando el agrimensor K. se entrevista con el alcalde del pueblo y le muestra una carta del señor Klamm, el alto funcionario que lo ha designado para el puesto, el alcalde comienza a divagar con retorcidas interpretaciones de la carta y luego busca el expediente relativo a su contratación, pero no consigue localizarlo en su archivo. Para colmo de males, el alcalde confiesa que los teléfonos del castillo generalmente se encuentran desconectados y, en las pocas ocasiones en que se contestan llamadas, los funcionarios responden con falsas identidades, por lo cual nunca se habla con la persona con la que se cree estar hablando.

III. De superiores, esperas e intermediarios: los procedimientos administrativos en Galdós y Kafka

En las narrativas de Galdós y de Kafka, los altos funcionarios de la administración aparecen como instancias que deciden sobre el destino de los personajes, ostentando un poder que nace de leyes humanas, pero que se acerca al de los dioses. En El castillo, el señor Klamm posee tal importancia en la aldea que se transforma en un ser quimérico, en un personaje del que todo el mundo habla pero que no interviene en la novela. Varias personas (la camarera Frieda, la posadera o el secretario municipal) se disputan el privilegio de convertirse en intermediarios entre Klamm y el resto del mundo, mostrando una sumisión y un apego enfermizos hacia ese alto funcionario. Incluso la posadera conserva algunos objetos que Klamm le entregó hace más de veinte años como si se tratara de reliquias. De forma semejante, el Ministro de Hacienda en Miau se convierte en un personaje inaccesible, al que solo se puede llegar a través de ciertos intermediarios y en el que Ramón Villaamil piensa a menudo, preguntándose si le incluirá en la próxima lista de cesantes readmitidos. En todo caso, el futuro de los protagonistas de la novela depende de la voluntad de estos personajes: Klamm es el único que puede ratificar el nombramiento de K. como agrimensor del condado, así como solamente el Ministro de Hacienda puede autorizar la readmisión de Vilaamil en su puesto.

Estos superiores se rodean de un círculo de subalternos que realizan su trabajo con ineptitud manifiesta, pero que constituyen los únicos intermediarios para acceder a sus jefes. El castillo describe la incompetencia absoluta de Barnabás, el mensajero que ejerce de intermediario entre el señor Klamm y el agrimensor K., o refleja la torpeza de los secretarios municipales, que siempre se olvidan de llevar las peticiones de K. al escritorio de Klamm e incluso las acaban extraviando. Por su parte, Galdós describe un mundo en el que ciertos funcionarios (por ejemplo, Francisco Cucúrbitas, amigo de Ramón Villaamil en Miau, cuyo estrambótico apellido significa “calabaza” en latín), a pesar de que no cuentan con los conocimientos adecuados para ejercer su cargo, prosperan a base de picardías y enjuagues, solicitando sobornos para tramitar expedientes o encubriendo toda clase de actos ilegales bajo una apariencia de legalidad. El ejemplo más claro se encuentra en el personaje de Víctor Cadalso, yerno de Ramón Villaamil: se trata de un funcionario que asciende por sus amoríos con damas de la alta sociedad madrileña y que falsifica la recaudación de los impuestos sobre el consumo, obteniendo comisiones para su lucro personal. Uno de sus superiores amenaza con sancionarlo, pero Cadalso no se asusta frente a esta amenaza, pues se propone vengarse sacando a la luz los escándalos de su superior en el Ministerio de Hacienda. Esta caterva de funcionarios deshonestos refleja una larga tradición de las letras españolas, en la que el éxito social y económico se vincula a la picaresca.

En este contexto de corrupción generalizada, la esposa de Ramón Villaamil, doña Pura, terminará reprochándole a su marido su incapacidad para abrirse camino en el mundo de la administración pública. Doña Pura describe a su marido como un hombre escrupuloso, tan honrado que aparece como un cuerpo extraño en un ministerio de funcionarios corruptos y no puede granjearse el respeto de sus compañeros de trabajo. En este mundo, el respeto se gana con la habilidad para actuar de manera deshonesta y la agresividad frente a los otros, como expresa la mujer de Villaamil en sus lamentaciones:

Las credenciales, señor mío, son para los que se las ganan enseñando los colmillos. Eres inofensivo, no muerdes, ni siquiera ladras, y todos se ríen de ti. Dicen: “¡Ah, Villaamil, qué honradísimo es! ¡Oh!, el empleado probo…” Yo, cuando me enseñan un probo, le miro a ver si tiene los codos de fuera. En fin, que te caes de honrado. Decir honrado a veces es como decir ñoño.

Y esta amarga realidad también aflora en las lamentaciones del propio Villaamil, cuando se pierde en sus pensamientos mientras lleva a su nieto a la cama:

Duérmete. ¿No tienes ganas de estudiar? Haces bien. ¿Para qué sirve el estudio? Mientras más burro sea el hombre, mientras más pillo, mejor carrera hace… Vamos, a la cama, que es tarde. […] Sí, hijo mío, bienaventurados los brutos, porque de ellos es el reino… de la Administración.

Para garantizar que el acceso a los superiores solo pueda llevarse a cabo a través de los subalternos, el poder establece separaciones físicas y simbólicas entre los que pertenecen a su esfera y el resto de la sociedad. Esta situación se percibe especialmente en El castillo de Kafka: al misterioso K. le cuesta muchos días encontrar la dirección del castillo donde debe ser reconocido oficialmente como agrimensor del condado. Incluso las personas que trabajan en ese castillo se niegan directamente a facilitarle la visita, diciendo que no podrá acudir allí “ni mañana ni nunca”, o le responden con evasivas. Cuando K. se aloja en una posada, descubre a través del posadero que allí también se está alojando el señor Klamm, responsable de su nombramiento. Entonces solicita a Frieda, una criada que trabaja allí, que le permita visitarlo, pero deberá limitarse a mirarlo a través de un agujero en la puerta de la habitación donde este funcionario se hospeda, sin dirigirle ni siquiera una palabra. De hecho, Klamm, pese a alojarse en la posada, ni siquiera habla con Frieda, sino que se relaciona con ella a través de su propio séquito de criados. A pesar de este trato humillante, la sumisión de los aldeanos hacia los señores se encuentra tan arraigada que la posadera reacciona con dureza cuando el agrimensor K. le comunica su deseo de casarse con su hija y su intención de hablar con el señor Klamm:

Usted no es capaz de ver realmente a Klamm, esto no es envanecimiento por mi parte, pues yo tampoco soy capaz. Klamm debería hablar con usted, pero él ni siquiera habla con la gente del pueblo, nunca ha hablado con alguien del pueblo. La gran distinción de Frieda, que será mi orgullo hasta la muerte, consistía en que al menos solía pronunciar su nombre, en que ella podía dirigirle la palabra cuando quería y recibía el permiso para mirar por el agujero de la pared, pero él tampoco ha hablado con ella. Y que llamase a Frieda de vez en cuando, no debe tener el significado que a uno le gustaría atribuirle, él se limitaba a pronunciar el nombre de Frieda.

Sin embargo, entre las narrativas de Galdós y de Kafka aparece una diferencia significativa en este punto. El mundo galdosiano, a pesar de sus injusticias, no ha perdido del todo su humanidad: la separación entre la esfera del poder y el resto de la sociedad puede quebrarse de vez en cuando, pues algunos conocidos de Ramón Villaamil intentan llevar a cabo gestiones para readmitirlo en el Ministerio de Hacienda. Todavía se aprecia un cierto sentido común, una cierta lógica en la conducta de los personajes. En cambio, en el mundo de Kafka se percibe claramente la deshumanización, con unos personajes envueltos en relaciones frías y opresivas. Los personajes kafianos se encuentran atrapados en situaciones inverosímiles: por ejemplo, Frieda, la futura esposa del agrimensor K., llora cuando este le anuncia su intención de casarse con ella, porque ello significa que perderá el privilegio de mirar al señor Klamm y hablar con él, aunque no mantuviera con él ninguna relación humana más allá de intercambiar estos simples gestos. Mientras la narrativa galdosiana permite imaginar o suponer la conducta de los personajes ante ciertas situaciones, en Kafka esta conducta resulta absurda, extraña, impredecible, pues no obedece a ningún sentido común.

Al quedarse atrapados en un laberinto de trámites administrativos o judiciales, sin saber cuándo encontrarán la salida al mismo, la espera se convierte en una forma de vida para los personajes galdosianos y kafkianos. Se trata de un proceso largo y tortuoso, en el que los personajes se aferran a cualquier signo, cualquier palabra, cualquier gesto que parezca obrar en favor de sus intereses. Para fortalecer sus ánimos, interpretan los documentos oficiales de todas las maneras posibles; escudriñan los gestos y las palabras de los funcionarios subalternos; sus actitudes oscilan entre la súplica y la impertinencia. Pero, más allá de sus intentos baldíos, estos personajes no poseen ninguna certidumbre más que su esperanza, la cual constituye el único elemento que dota de cierto sentido a su posición en el mundo. En las dos narrativas, la de Galdós y la de Kafka, la espera resulta igualmente angustiosa y digna de conmiseración, pues obliga a los protagonistas de estas novelas a incurrir en toda clase de compromisos humillantes y de situaciones absurdas.

Por ejemplo, en El castillo, el agrimensor K. intenta esperar al señor Klamm, pasando frío en un día de nieve, junto al coche de caballos que debería recogerlo, hasta que un subordinado de Klamm se da cuenta de sus intenciones y obliga al cochero a desenganchar los caballos y conducirlos a sus cuadras. En Miau, Ramón Villaamil debe asumir la humillación de vagar entre sus amigos para pedirles favores que alivien su precaria situación económica, lo cual se parece, en el fondo, al itinerario que realiza el agrimensor K. para ratificar su nombramiento. El misterioso K. pregunta a los campesinos y al maestro de la aldea por su situación laboral, pero también mendiga el apoyo y la benevolencia de los funcionarios menores; en definitiva, usa el tiempo de su espera para dotar de sentido a su presencia en la aldea, pues entiende que solo si obtiene el reconocimiento de los aldeanos, como un miembro de pleno derecho de su pequeña sociedad, conseguirá que los señores del castillo confirmen su puesto de trabajo.

En esta difícil espera, las mujeres aparecen como compañeras de fatigas de los personajes masculinos: tal es el caso de Pura, la esposa de Ramón Villaamil, y Frieda, la prometida del agrimensor K. Ellas acompañan a los hombres en su tortuosa espera y atraviesan las mismas vicisitudes, alimentando sus esperanzas o cayendo en el pesimismo. Galdós y Kafka retratan con fina precisión cómo las mujeres se enfrentan a la tarea de sostener el hogar pese a las penurias económicas que sufren sus maridos o parejas. En Miau, Pura se encarga de la humillante gestión de solicitar préstamos a sus amigos y conocidos para sostener la maltrecha economía de la casa. En El Castillo, la camarera Frieda, una vez que se promete en matrimonio con K. y se marcha de la posada donde servía, experimenta situaciones rocambolescas, como quedarse a dormir en un aula de la escuela de la aldea, hasta el punto de que son sorprendidos por una maestra y sus alumnos cuando entran allí para comenzar las clases.

Por otro lado, el tema de la espera introduce la lucha por el ascenso social como un elemento básico de las narrativas de Galdós y de Kafka. Esta lucha se aprecia tanto en el carácter de Ramón Villaamil como en el del agrimensor K., aunque en cada uno cobra matices diferenciados: en Galdós, se ofrece un retrato apegado a las circunstancias históricas de la época, en sintonía con los postulados del realismo; en cambio, el expresionismo de Kafka teje un relato simbólico que, más allá de su apariencia de irrealidad, se aproxima al oscuro funcionamiento de la conducta humana. Esta lucha descarnada, que degenera a menudo en obsesión enfermiza, se aprecia claramente en el desconcierto que sufre K. cuando lee la carta en que se le nombra agrimensor del condado donde transcurre El castillo. Se trata de un documento redactado en términos ambiguos y contradictorios, propios de la burocracia austrohúngara, como describe el escritor checo:

No era una carta uniforme, había pasajes en los que se hablaba con él como si fuese una persona independiente, a quien se le reconoce una voluntad propia, así era el encabezamiento, al igual que el pasaje que se refería a sus deseos. Sin embargo, había otros pasajes en que era tratado abierta o encubiertamente como un trabajador inferior apenas digno de la atención de ese director; éste parecía tener que esforzarse para no «perderle de vista», su superior sólo era el alcalde del pueblo, a quien incluso tenía que rendir cuentas, era probable que su único colega fuese el policía del pueblo. Ésas eran sin duda contradicciones, tan visibles que debían de ser intencionadas. […]K no dudó al elegir, tampoco habría dudado sin las experiencias que ya había tenido. Sólo como trabajador del pueblo, lo más alejado posible del señor del castillo, estaba en condiciones de alcanzar algo en el castillo; esa gente del pueblo, que aún se mostraba tan recelosa frente a él, comenzaría a hablar cuando él, aunque no se hubiese convertido en su amigo, sí fuese un conciudadano, y una vez que ya no se diferenciase de un Gerstäcker o Lasemann —y esto tenía que ocurrir con gran rapidez, de ello dependía todo—, entonces se le abrirían de golpe todos los caminos que, si hubiese dependido de los señores de arriba y de su indulgencia, no sólo habrían quedado cerrados para él, sino invisibles.

Como nos enseña la teoría marxista, la lucha por el ascenso social no se origina por factores individuales como la envidia o la codicia, sino por las penurias materiales que genera la desigualdad de clases. Por lo tanto, un anhelo de justicia late en los personajes de Galdós y de Kafka: en Miau, Ramón Villaamil quiere recuperar su puesto en el Ministerio de Hacienda; en El castillo, el misterioso K. quiere ser reconocido oficialmente como agrimensor; en El proceso, Josef K. quiere escapar a una causa penal totalmente arbitraria, en la que ni siquiera conoce de qué delito se le acusa. Sin embargo, la justicia material (es decir, la realización de una idea de justicia en la sociedad) colisiona con las leyes y las costumbres, que detrás de su apariencia de racionalidad sirven a otros intereses, como la conservación de los privilegios de las clases superiores.

En este punto surge otra diferencia destacable entre las narrativas de Galdós y Kafka. Los personajes de Galdós todavía disponen de un pequeño margen de libertad ante sus desgracias particulares, pero los de Kafka son empujados por oscuras fuerzas hacia un destino que rechazan. El escritor checo, con su característica angustia, ya vislumbra en El proceso la maquinaria estatal que dará a luz el infierno del Holocausto, pues el destino trágico de Josef K. puede leerse como premonición del exterminio de un otro inocente e indefenso ante sus ejecutores, que se encarnará en el pueblo judío y en otros grupos sociales. Como apuntó Elías Canetti en su ensayo El otro proceso de Kafka: sobre las cartas a Felice, “el miedo ante la supremacía del prójimo es un tema central” en la obra del escritor checo. En la esfera de la administración pública, la supremacía del burócrata sobre el administrado no proviene de ninguna virtud ética o moral, sino en última instancia de la fuerza bruta, pues el Estado posee el monopolio de la coerción, ejerciendo el poder de obligar a los ciudadanos a cumplir las normas contra su libre albedrío.

Aunque se trata de un rasgo definitorio de todo Estado, esta coerción adquiere una especial intensidad en algunos sistemas jurídicos, como la administración creada en el siglo XVIII por el rey prusiano Federico el Grande. El sistema prusiano, que inspiró la burocracia del imperio austrohúngaro, obligaba a los funcionarios menores a prestar una absoluta sumisión a sus jefes, sin cuestionar las órdenes recibidas en ningún momento. Esta tradición burocrática ganó fama de seriedad y eficacia en los países centroeuropeos, pero dejó un campo abonado para los horrores del Holocausto, pues muchos de los funcionarios alemanes que participaron en crímenes contra la humanidad alegaron en su defensa, tras la caída del régimen nazi, que se limitaban a cumplir las órdenes de sus superiores. El ejemplo más famoso de este proceder se encuentra en Adolf Eichmann, el responsable de las deportaciones de judíos alemanes a los campos de exterminio de Polonia, que intentó defenderse con ese argumento después de que Israel lo capturara y lo sometiera a juicio.

Las causas de esta diferencia entre Galdós y Kafka en cuanto a la libertad y al destino de sus personajes pueden rastrearse en el arco temporal que separa sus narrativas. Galdós, cuando escribe Miau, se encuentra aún en pleno siglo XIX, en una sociedad que responde a los ideales burgueses de seguridad y certidumbre, pero Kafka, cuando crea novelas como El castillo o El proceso, ha vivido grandes traumas colectivos como el fin del imperio austrohúngaro y los horrores de la Primera Guerra Mundial. Se trata de acontecimientos que llegaron de forma inesperada, pero que hicieron saltar en pedazos el mundo seguro y confortable de la Belle Époque, “el mundo de ayer”, como diría Stefan Zweig en sus magníficas memorias. Así como el gran terremoto de Lisboa de 1755 puso en tela de juicio la noción de la divina providencia para las gentes del siglo XVIII, la aparición de un conflicto bélico sin precedentes y el mundo convulso de entreguerras sembraron la desconfianza sobre la idea del progreso humano en el siglo XX.

IV. La tragedia final: el amargo destino del administrado

Las afinidades entre Galdós y Kafka también se aprecian en el destino final de sus personajes. Ramón Villaamil se suicida pegándose un tiro con un revólver, desesperado por su situación económica y por su incapacidad para obtener un ascenso en el Ministerio de Hacienda. Se da cuenta de que ha vivido en la infelicidad, trabajando en un empleo que no le provocado sino desesperación y casado con una mujer derrochadora e inútil que solo pensaba en las apariencias y en la opinión de los demás. El agrimensor K., protagonista de El castillo, no toma ninguna decisión de este carácter, pero termina la novela descubriendo que los señores del castillo no lo consideran como un individuo autónomo, sino como una pieza más del enorme engranaje que forman los habitantes de la aldea y que se encuentra al servicio del castillo. Por otro lado, el protagonista de El proceso, Josef K., es ejecutado por unos misteriosos verdugos que lo conducen hasta las afueras de la ciudad para cumplir su sentencia de muerte.

En todos los casos, ya se trate del suicida Ramón Villaamil, del agrimensor K. o del acusado Josef K., los personajes de Galdós y de Kafka asisten a una epifanía: no solo se les revela que sus vidas carecen de todo propósito y significado, sino también que sus intentos por escapar al absurdo han caído en saco roto. Se trata de su particular destino trágico. Ramón Villaamil no consigue volver a ser admitido como funcionario en el Ministerio de Hacienda, K. no llega a ser nombrado oficialmente agrimensor de la aldea por los funcionarios del castillo y Josef K. muere sin comprender el motivo de que se haya iniciado un proceso penal en su contra. Por otro lado, en todos estos personajes se repite la misma tragedia: ya se trate de una muerte voluntaria, fruto de una decisión individual, de una muerte civil establecida por la burocracia o de una condena impuesta por un tribunal de justicia, en todos los casos la sociedad termina propiciando la aniquilación real o simbólica de los protagonistas. Ramón Villaamil y Josef K. son suicidados por la sociedad, como diría Antonin Artaud sobre Vincent van Gogh, otro ilustre suicida. El enigmático K., en cambio, no muere físicamente, pero queda condenado a convertirse en un hombre invisible, irrelevante para la maquinaria burocrática del castillo.

Aunque estos finales trágicos o dramáticos se producen en diversos contextos, las circunstancias que los rodean se asemejan de manera inquietante. Ramón Villaamil se suicida en un basurero del Madrid del siglo XIX, llamado “los vertederos de La Montaña”: se trataba de un lugar solitario, a donde no llegaba el alumbrado público, y su cadáver rueda cuesta abajo una vez que se ha disparado con su revólver. Pone fin a su vida en plena noche, después de haber tomado tres copas de vino en una taberna de Madrid, escondido entre un grupo de mujeres y soldados para escapar de la vista de Mendizábal, un funcionario y conocido suyo al que debía dinero y con el que no quería cruzarse en las calles. Josef K., el protagonista de El proceso, muere también de noche, en la víspera de su trigésimo cumpleaños, cuando vienen a buscarlo a su casa dos guardias que en principio no le revelan sus intenciones. Los dos guardias acompañan al procesado hasta las afueras de la ciudad y, a pesar de que Josef K. todavía alberga una tenue esperanza de no ser ejecutado, cumplen la sentencia de muerte: uno le sujeta la garganta con las manos mientras el otro le clava un cuchillo en el corazón. Por lo tanto, tanto en Galdós como en Kafka las víctimas del poder mueren en lugares solitarios, en los extramuros de la sociedad, y mueren bajo el manto oscuro de la noche, para que el horror de su muerte no quede expuesto a la luz del día. El poder oculta sus infamias para seguir conservando su apariencia respetable frente a sus súbitos.

En este sentido, la noche representa los fantasmas del inconsciente, el arquetipo de la Sombra, como diría Carl Gustav Jung, pues en la oscuridad afloran las conductas irracionales que se evitan durante las horas diurnas. Desde tiempos inmemoriales, esta asociación entre la noche y lo irracional se ha plasmado en diversas tradiciones, como la creencia de que la luna podría ejercer una influencia maligna sobre ciertas personas, inspirándoles conductas extrañas o incluso provocando la locura (no olvidemos que de esta creencia viene la palabra lunático). No en vano la psiquiatría moderna demuestra que en muchos casos los efectos de algunas enfermedades mentales, como la ansiedad o la depresión, se acentúan cuando el sol se esconde. Por lo tanto, la elección de la noche como marco temporal para ambientar el final trágico de estos dos personajes (Ramón Villaamil y Josef K.) no parece tratarse de una simple coincidencia.

Junto a todos estos rasgos comunes, los destinos de los personajes de Galdós y de Kafka se caracterizan por el hecho de que las causas últimas de su tragedia permanecen en la sombra, pues los más poderosos esconden sus arbitrariedades bajo el manto del secreto y de la mentira. Ramón Villaamil no comprende las razones de su despido, al igual que Josef K., en El proceso, no entiende por qué se le condena a muerte, ni el agrimensor K., en El castillo, no consigue saber por qué no se confirma el cargo para el que se le ha designado. De hecho, después de su cese, Villaamil se verá obligado a solicitar ayuda a sus amigos y conocidos para aliviar su precaria situación, como ya hemos comentado. Algunos responden a sus peticiones, mientras otros se alejan con excusas. Galdós aprovecha esta situación para describir el problema del “quiero y no puedo”, un fenómeno típico de la pequeña burguesía y las clases medias del siglo diecinueve, a través de los esfuerzos que realizan las mujeres de la casa de Villaamil para simular la buena posición económica que no han logrado.

 Por último, debe considerarse que la función de la ley, presente en la obra de ambos escritores, adquiere una relevancia especial en el caso de Kafka, debido a la influencia subterránea de la tradición judía en su narrativa. Aunque el escritor checo nació en una familia de judíos seculares, que apenas acudían a la sinagoga, en su obra pueden apreciarse diversos rasgos de la cultura hebrea. Por ejemplo, en El proceso se incluye un relato alegórico en que la ley se encuentra al fondo de un castillo, así como los rollos de la Torá se depositan en un armario al fondo de las sinagogas, ocupando un lugar equivalente al altar en las iglesias. El protagonista de esta fábula, un campesino de nombre desconocido, intenta llegar al fondo del castillo para conocer el texto de la ley, pero un guardián se lo impide durante el resto de su vida, hasta que el campesino muere.

Cuando el acusado Josef K. conversa con un sacerdote sobre esta fábula, ambos parecen dos estudiantes judíos que discuten sobre el Talmud, pues cada uno defiende una interpretación de la historia y se apoya en diversos argumentos para intentar convencer al otro de su postura. Josef K. defiende que el guardián obraba de manera injusta con el campesino, pero el sacerdote, con su lógica retorcida, convierte esta injusticia en una acción noble, considerando que el guardián ha cumplido su deber hasta las últimas consecuencias. De hecho, el Talmud recoge las interpretaciones de varias escuelas de rabinos sobre la Torá, así como las leyes humanas parecen admitir innumerables significados, hasta el punto de que lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, dependen en última instancia de quien las interpreta. Y el administrado puede ahogarse en el océano de la burocracia, así como el judío devoto puede extraviarse en el mar del Talmud, entre una selva de opiniones rabínicas sobre los textos del Viejo Testamento, sin saber cómo orientarse.

V. Galdós como precursor de Kafka: la recepción de una analogía

Algunos reconocidos galdosistas ya han destacado las analogías entre el escritor canario y el checo, definiendo Miau como una novela precursora de la narrativa kafkiana. Ricardo Gullón dedica un capítulo a la burocracia y el absurdo en su ensayo Galdós, novelista moderno, en el que establece algunos vínculos entre Ramón Villaamil y el agrimensor K., descubriendo esta semejanza en ciertos detalles incluidos en las tramas narrativas de Galdós y de Kafka. Por ejemplo, Gullón cita el hecho de que los dos personajes traten “de penetrar en un espacio cerrado al que se sienten llamados por sus peculiares destrezas” y “adonde creen tener derecho de acceso”, aunque se vean abocados al fracaso, “con la misma resistencia imposible de forzar”. En su opinión, esta analogía obedece al hecho de que Galdós y Kafka, desde sus diferentes orígenes históricos y culturales, llegan a una conciencia crítica de los mecanismos de funcionamiento del poder, cuando el ser humano “no consigue entablar relación” con la maquinaria controladora y organizativa del Estado.

Vicente Cervera comparte en gran medida el criterio de Ricardo Gullón, afirmando que “leer a Galdós cuando la historia ya nos ha permitido leer a Kafka amplía insospechadamente la riqueza de los textos galdosianos”. En opinión de Cervera, tanto Ramón Villaamil como el enigmático K. pertenecen a un tipo humano que denomina homo domesticus (en latín, hombre doméstico): se trata de personas que buscan sentido a sus vidas por el afán de integrarse en una corporación u organización determinada (por ejemplo, en un ministerio o en las oficinas públicas de un condado), cuyo funcionamiento, al menos en apariencia, obedece a un conjunto de normas racionales. Frente al caos de un mundo regido por la necesidad y por lo aleatorio, el homo domesticus desea encontrar “un Orden perfecto en el prosaico y desvaído mundo de las instituciones contemporáneas”, pero se siente “extranjero en su trabajo y en su hogar”, pues la sombra del caos también aparece allí donde esperaba cobijarse en el remanso del orden.

En definitiva, si seguimos la opinión de Cervera, los anhelos de Ramón Villaamil y de K. podrían interpretarse como una forma singular de la nostalgia del absoluto, definida por George Steiner en su libro homónimo: se trata del gran vacío causado por el declive de la teología en la modernidad, que el ser humano intenta llenar con los relatos alternativos que le ofrecen la filosofía, la ciencia o los discursos ideológicos de toda clase. No en vano Hegel, el filósofo prusiano que aspiró a conocer el sentido del cosmos y de la historia a través de la dialéctica, afirma en su Fenomenología del Espíritu que “la realidad efectiva del reino de los cielos es el Estado”. Cuando mueren los dioses (o cuando se transforman en dialéctica, como sucede en la filosofía de Hegel), el Estado ocupa el sitio de la divina providencia y le corresponde hacerse cargo de las necesidades y aspiraciones humanas, aunque a menudo incurra en dejación de funciones.

Otros autores, como Rodolfo Cardona, han querido refutar esta analogía entre Galdós y Kafka, destacando las diferencias entre el calvario administrativo que sufre Ramón Villaamil en la capital de España y el que vive el agrimensor K. en un pueblo centroeuropeo. Cardona atribuye al propio Ramón Villaamil las causas de su despido en el Ministerio de Hacienda y lo compara con otros personajes de la novela que conservan su puesto en esta administración. En su interpretación de Miau, Cardona sugiere que Villaamil es despedido por su idealismo quijotesco y por su obsesión con introducir en España el impuesto sobre la renta (conocido entonces como income tax, por influencia británica). Por el contrario, el enigmático K. sí aparecería como víctima de una realidad totalmente absurda, pues jamás consigue aclarar su situación laboral en la aldea a la que ha sido enviado a trabajar como agrimensor.

Sin embargo, Cardona parece olvidar que toda sociedad elige sus chivos expiatorios, víctimas inocentes a las que transfiere sus culpas en forma de injusticias, y a Ramón Villaamil le toca asumir este papel en la novela galdosiana. Al funcionario madrileño no se le despide porque su idealismo y sus proyectos de reformas fiscales incomoden al Ministerio de Hacienda (esto aparece como una cuestión secundaria, pues al Ministerio le bastaría con hacer oídos sordos a los proyectos de Villaamil), sino como consecuencia de una administración corrupta que funciona según sus propios intereses. Asimismo, de la incertidumbre en que se encuentra el agrimensor K. solo puede culparse a los señores del castillo y a sus subalternos, que esconden el juego de sus intereses particulares bajo la máscara de una administración opaca. En este sentido, atribuir a los fallos del individuo lo que en realidad se debe a la acción de la superestructura (es decir, al conjunto de relaciones económicas que gobiernan la sociedad) nos aboca a interpretar la historia y la literatura de forma distorsionada, deteniéndonos en cuestiones superficiales en vez de analizar las causas profundas de los hechos.

VI. Análisis estilístico y conclusiones

Hasta ahora, hemos subrayado las afinidades y diferencias temáticas entre Galdós y Kafka, pero todavía no hemos abordado en detalle la cuestión del estilo. Desde el punto de vista estilístico, Galdós y Kafka difieren en gran medida, aunque en algunos aspectos muestran ciertas semejanzas. El compromiso de Galdós con los postulados del realismo decimonónico le hace guardar una enorme fidelidad a los hechos históricos (por ejemplo, conocemos las fechas en que Ramón Villaamil entra en el Ministerio de Hacienda y en que se le cesa en su puesto). Por el contrario, Kafka concede un mayor protagonismo a lo simbólico y a lo enigmático en su narrativa, aunque no deja de describir con gran precisión la vida cotidiana en el imperio austrohúngaro, especialmente la de cierta clase media vinculada a la administración del Estado y a los pequeños negocios, como sucede en el caso de Galdós.

A pesar de sus diferentes orígenes, los estilos de Galdós y de Kafka se asemejan en las atmósferas inquietantes e incluso angustiosas que generan a través de minuciosas descripciones de la realidad inmediata. Los interiores domésticos que aparecen en las novelas de Kafka son lugares oscuros, estrechos, angustiosos, que aparecen como un reflejo del tormentoso mundo interior de sus personajes. Las calles son estrechas y sombrías. De igual forma, Galdós describe en Miau un Madrid de callejuelas estrechas, que se vuelven siniestras y peligrosas a la caída de la noche, y unos interiores domésticos, especialmente en la casa de Ramón Villaamil, que se caracterizan por su relativa pobreza y falta de adornos, salvo en ciertas habitaciones de la casa, como el salón, donde las mujeres procuran aparentar una buena posición económica de cara a las visitas.

Sin embargo, más allá de las atmósferas y las descripciones, hay una cuestión de estructura narrativa que distancia notablemente a Kafka de Galdós. El escritor canario, como buen realista decimonónico, aún espera ser comprendido: es decir, cree en la literatura como un mensaje que admite una variedad de interpretaciones, pero al que puede atribuirse un significado concreto en cada caso. Por el contrario, la escritura de Kafka ha perdido la fe en la posibilidad de comprensión del texto. En palabras de la investigadora argentina Paula V. Botta, “el texto kafkiano produce una atmósfera perversa en la cual una vez que algo queda fijado o significado inmediatamente es rechazado, refutado, negado, destruido”. La inteligibilidad como rasgo de la escritura kafkiana se percibe de forma continua, por ejemplo, en los diálogos de El castillo, cuando se describen las actuaciones contradictorias y caóticas de los funcionarios menores, pues a menudo se observa cómo desarrollan un trámite conforme a un criterio determinado y adoptan un criterio opuesto en el trámite siguiente.

Esta diferencia de planteamientos asoma en la estructura de las novelas, pues en Galdós encontramos siempre narraciones bien concluidas, mientras las novelas de Kafka se caracterizan por lo inconcluso y lo abierto. En este sentido, El castillo y El proceso se acompañan de numerosas anotaciones y versiones de ciertos pasajes de estas obras, que el escritor checo incorporó a sus manuscritos como posibles alternativas a los textos principales. Incluso podría entenderse que esta forma de escritura abierta se corresponde con los cambios introducidos por la física en el siglo XX. La narrativa de Galdós proviene de la concepción del mundo heredada de la física clásica, en la que el universo, aunque resulte desolador o amenazante, funciona como un engranaje más o menos predecible. En cambio, la narrativa de Kafka parece ajustarse a las leyes de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, que nos descubren un cosmos gobernado por el principio de incertidumbre, donde nadie sabe predecir el movimiento de las partículas subatómicas.

En todo caso, las obras de Galdós y de Kafka no han perdido ni un ápice de su vigencia para los lectores contemporáneos, pues en sus recursos temáticos y estilísticos advertimos inquietudes que nos parecen del todo cercanas y familiares. En este difícil momento histórico, cuando el espejismo del orden neoliberal venía quebrado tras la gran crisis financiera de 2008 y ahora se descompone todavía más con la pandemia global de coronavirus, muchas personas se suicidan para escapar de sus penurias vitales, como el infortunado Ramón Villaamil, o luchan por la supervivencia en un paisaje de precariedad e incertidumbre, como el agrimensor K. se mueve por los caminos de la aldea a la que se le ha destinado. Hoy como ayer, la literatura nos demanda un compromiso político y social contra esta realidad amarga de la injusticia, para luchar por un Estado que no funcione como trituradora de carne humana bajo el control de una élite de privilegiados, sino como garantía suficiente de la dignidad y los derechos de todos. Solo entonces podremos comprender las lecciones de los dos gigantes de la escritura que hemos tratado en esta conferencia.


Deja un comentario