“Deligne, el olvidado príncipe de las letras antillanas” Por José Ángel Bratini

Publicamos en Trasdemar este ensayo de nuestro colaborador José Ángel Bratini a quien damos la bienvenida. Para el poeta dominicano "el más importante aporte de Gastón Fernando Deligne, tal lo avalan Pedro Henríquez Ureña y Emilio Rodríguez Demorizi, es la creación en América del poema psicológico. Deligne suprime el ardor emocional de su poesía por la emoción del pensamiento hasta erigirse en un espíritu crítico observador, con una aguda intuición de la esfera psíquica del ser humano que lo ayuda a hacer síntesis de procesos psicológicos en sus poemas"
Gastón Fernando Deligne (1861-1913)

Desde la Revista Trasdemar presentamos el ensayo de José Ángel Bratini (Sabana del Mar, República Dominicana, 1987) dedicado a la figura del autor Gastón Fernando Deligne (1861-1913) Poeta, ensayista y articulista dominicano, nacido en Santo Domingo en 1861 y fallecido en San Pedro de Macorís en 1913. Compartimos el ensayo de nuestro colaborador en la sección “Conexión Derek Walcott” de literatura caribeña

Amante de lo raro, de lo desconocido, de la densidad y el simbolismo, sugestivo pero sin pecado de sensualidad; sobrio, nunca cuadrado ni aburrido, creó Deligne su propio mundo poético legando una obra breve pero sólida y, a pesar de esto, variada. Escribió poesía indigenista, costumbrista, amorosa, laudatoria, política, histórica y filosófica, e inventó un nuevo género, único en América: el poema psicológico-social

JOSÉ ÁNGEL BRATINI

El de príncipe es un título otorgado al considerado primer ciudadano, al principal, como lo entendían los antiguos romanos desde Augusto. El concepto evoca las más altas cualidades del género humano, connota belleza, valentía, nobleza y muchas otras virtudes que las leyendas han difundido y sellado en el tiempo. Existen reinos con un solo príncipe, el heredero del rey; en otros reciben el mismo título nobiliario todos los hijos y nietos del soberano. Estos son reinos monárquicos o imperiales en los que hay normas relativamente claras que dan un orden. Pero existe para los amantes de las letras el universo misterioso y expansivo de la literatura, tan rico y tan variado que las grandes estrellas de las que alcanzamos a notar su brillo son apenas una parte minúscula de todo lo que hay y, más aún, de lo que se ha olvidado. En este vasto universo se encuentra “un pequeño reino literario, diminuto”, en una isla, casi desconocido, llamado República Dominicana, donde un poeta recibió la distinción de ser honrado con el título póstumo de “Príncipe de las Letras Antillanas”. Su nombre, Gastón Fernando Deligne, no brilla entre las constelaciones hacia las que suelen apuntar los telescopios literarios. Poco y muy breve es el rastro que se puede encontrar del hombre y de la obra, la misma reseña y biografía se repite en cada web de contenido relacionado, lo que deja claro el olvido y abandono al que ha sido relegado quien fue considerado el primero y principal ciudadano de la poesía dominicana y de las Antillas. Justicia fuera el hecho si se tratara de un destino merecido, pero el caso está mucho más que lejos de una afirmación semejante. Para acercarnos y conocer la poesía de Deligne hay que viajar entre los libros viejos que puedas encontrar en el país, que no tiene, para mala fortuna, una industria editorial fuerte, lo que hace difícil ver que se reediten obras importantes de una rica y aislada tradición poética.

Pero es un hecho que Gastón Fernando Deligne, a fuerza de talento y de obra, para los dominicanos, para esos pocos que se han enterado, sigue siendo el “Príncipe de las Letras Antillanas”. Nació en Santo Domingo el 23 de octubre de 1861, su padre fue un especialista militar francés de nombre Alfred Jules Deligne, que estuvo de tránsito en la capital dominicana donde conoció a Ángela Figueroa, con quien procreó a Gastón y a su hermano Rafael, también escritor. Poco tiempo después el padre de los Deligne dominicanos viajó a Haití para mejorar su precaria situación económica abandonando a la familia en una penuria y escasez de recursos. A partir de aquí la vida golpeó con dureza a todos los miembros de la familia, los golpeó con la misma embestida de una novela de Emile Zola. Sin embargo, un gesto de humanidad alivió la pesada carga de la madre cuando el sacerdote y filántropo Francisco Billini internó a sus dos hijos en el Colegio San Luis Gonzaga hasta que alcanzaron el grado de bachiller en 1877, época en que la poesía dominicana era fuertemente influenciada por el positivismo del gran poeta José Joaquín Pérez y por el entusiasmo civilizador y eticista de Salomé Ureña, poeta extraordinaria y natural del Olimpo dominicano. Unas décadas después, a estos dos se unió el nombre de Gastó Fernando Deligne para formar la triada fundadora de los dioses de la poesía dominicana.

La época que le tocó vivir a nuestro príncipe comprende los años posteriores a la restauración de la independencia de la República Dominicana en 1863 y los primeros 13 del siglo XX. La inestabilidad política y las tiranías eran dominantes en el entorno social. Ante esta realidad los artistas y los intelectuales promovían las ideas positivistas integradas en el pensamiento del puertorriqueño Eugenio María de Hostos, fundador de toda una escuela filosófica y pedagógica en Santo Domingo. Deligne absorbió todas estas influencias y se hizo poseedor de una cultura muy sobresaliente en su entorno y, admirable, en cualquier otro de su época. Se sabe que dominaba varias lenguas, entre ellas latín, griego, italiano, francés e inglés, una facultad que le dio la ventaja de poder leer en su idioma original a importantes autores, de los cuales a algunos como Víctor Hugo y Paul Verlaine tradujo al español, así como al estadounidense Henry W. Longfellow. De esta forma se convirtió en un intelectual de consulta, los más importantes hombres de letras en la isla sabían de él, el tenedor de libros, trabajo al que se dedicó gran parte de su vida.


En la prosa se destacó con excelentes artículos de temas sociales y literarios publicados en revistas como La Cuna de América y Letras y Ciencias, y en los periódicos capitaleños El Teléfono y El Lápiz. También en San Pedro de Macorís, en El Cable y en Prosa y Versos.

Pocos poetas de este país caribeño han recibido en vida tantos elogios como Deligne, pero contrasta con su gran esplendor y mérito, que nada de esto se tradujera en la mejoría material de su existencia, la precariedad económica lo acompañó toda la vida y pese a su influencia en los círculos literarios dominicanos, entre sus contemporáneos era un incomprendido taciturno, incluso había quienes daban más importancia a su erudición que a su poesía, la cual les parecía sobria y rara. La misma poesía de la cual, según Emilio Rodríguez Demorizi, dijo Marcelino Menéndez y Pelayo que era la más notable de entre sus contemporáneos. Una verdad que ha quedado sellada en una obra de abundantes matices que hizo evolucionar la sensibilidad poética de las generaciones posteriores, elaborada con un detenido y minucioso esmero que no le permitió ser extensa, pero sí incuestionable en su valor literario e histórico.


La poesía dominicana, que empieza a cuajar a partir de 1821 y se consolida con la llegada de José Joaquín Pérez y Salomé Ureña, había incursionado por viejos senderos neoclásicos y románticos. La inspiración de los pocos escritores que había para los primeros años del siglo XIX en la olvidada colonia española era básicamente patriótica y libertaria, dado que al mismo tiempo iba tomando forma la identidad nacional de los dominicanos, el pueblo resultante de la mezcla entre hispanos, africanos y aborígenes. El panorama cambió poco aun con la irrupción de Pérez y Salomé, algo diferente se puede decir del poeta mártir Manuel Rodríguez Objío, autor de poemas ya con un tono más filosófico, con influencia de la poesía francesa a diferencia del casticismo que ponderaban poetas como Nicolás Ureña de Mendoza y Félix María del Monte. Es Deligne el continuador y quien hace explotar el conato iniciado por Rodríguez Objío. El tema filosófico, más allá de la novedad, vino a darle a la poesía dominicana la profundidad y particularidad subjetiva que se imprime al concepto y a la forma desde la óptica individual y única del poeta. El escritor, político e historiador de la literatura dominicana Joaquín Balaguer afirma que la “poderosa originalidad” de Deligne radica, además del rico y extenso caudal de expresiones e imágenes con que renovó la forma de escribir poesía en su país, “en el aparato filosófico y en la dignidad conceptual de que supo revestir sus grandes composiciones”. El lenguaje utilizado por Deligne supuso el impulso hacia una poesía dominicana verdaderamente moderna. El poeta aprovechó la riqueza de las culturas clásicas y de la gran literatura universal que tuvo a su alcance y la integró a un mundo, a un “reino literario pequeño, diminuto”, en el que se le invistió de un título que trasciende las fronteras nacionales y lo erige como el “Príncipe de las Letras Antillanas”, poseedor de gran variedad de recursos técnicos y procedimientos de estilo que hacían de él un artista auténtico y, a pesar de sus insignificantes desaciertos, taumaturgo.

En 1908 se publica la primera edición de Galaripsos, quizá el más esperado libro de poesía en Santo Domingo, en un momento en que, como afirma Pedro Henríquez Ureña en un artículo de la revista Cuna de América, la poesía del continente “amplía y suaviza sus moldes bajo la influencia de Becquer, renueva y afina sus ideas con el ejemplo de Campoamor”. Bajo el influjo de estas influencias, Gastón Fernando Deligne logra consolidar en este singular poemario un estilo autárquico, fundamentado en su concepción estética y filosófica de la individualidad del artista y su obra. En una carta remitida a Pedro Henríquez Ureña, Deligne bosqueja con breves, pero desafiantes palabras, su postura de rechazo frente a la corriente modernista de Rubén Darío, a quien consideró un “mal aconsejado imitador de Paul Verlaine”, que impropiamente llamó modernismo a su movimiento ya que, a su consideración, esto sugiere que todo lo demás creado en literatura es antiguo, o que por errónea suposición el resto de la tradición habría nacido avejentada, sin el esmalte marfileño tan característico de este movimiento preciosista; cuando por el contrario, todo en su época ha sido moderno. “Nos han hartado de la época del Rey Sol; de las lises, de las Pompadours y de las frivolidades Watteau”, expresa con desdén el poeta.

Para Deligne en el mundo hay gente “que puede hacer buen trabajo en arte, y hay gente que no”, no hay modernos ni antiguos, sino que en todas las épocas ha existido la “individualidad”, o ese rasgo distintivo de los espíritus sobresalientes, tan notable y tan vivo en Galaripsos, título que revela el gusto por las rarezas y los arcaismos con que logró enseñorearse de ese lenguaje de abundante caudal, matices y giros ingeniosos de una versificación intachable, fruto de la madurez, pues no hay en él un poeta precoz, no. Lo que hay en él es una labor pausada, sobria y perseguidora de una alta ambición estética que solo podrá alcanzar cuando logre el dominio de la más singular subjetividad:


“Todo lo que era en él reminiscencia de poetas dominicanos, de Campoamor, de Núñez de Arce, afinidades con Gutiérrez Nájera, con el Díaz Mirón primitivo, va borrándose, en el transcurso de los diez años primeros de su vida literaria”, así lo considera Henríquez Ureña en el prólogo de “Galaripsos”, obra en la que, continuando con los argumentos del ilustre investigador y maestro dominicano, Deligne imprime un “ritmo animado, a veces amplio; flexibilidad de entonación, léxico peculiar, selecto y sugestivo; expresión variada, que se distingue por la sutil indicación de matices y las vivaces personificaciones”. Todas estas, características distintivas y persistentes en su producción poética, alejada y alternativa de las modas y corrientes en boga.

Pero el más importante aporte de Gastón Fernando Deligne, tal lo avalan Pedro Henríquez Ureña y Emilio Rodríguez Demorizi, es la creación en América del poema psicológico. Deligne suprime el ardor emocional de su poesía por la emoción del pensamiento hasta erigirse en un espíritu crítico observador, con una aguda intuición de la esfera psíquica del ser humano que lo ayuda a hacer síntesis de procesos psicológicos en sus poemas. Partiendo de estas afirmaciones podemos inferir que la poesía de Deligne es más de inteligencia que de arrebato, no es un romántico en términos estilísticos; es sí, un constructor sesudo, escudriñador de la palabra exacta, a pesar de su caudalosa expresividad. Un inventor solitario, con un repertorio de herramientas exclusivas y personalizadas.

Poemas como “Angustias”, “Soledad”, “La aparición”, “Confidencias de Cristina”, “Aniquilamiento”, “Maireni”, “En el botado”, “Entremés olímpico”, “Del patíbulo” y “Ololoi”, son piezas que condensan una atmósfera psicológica trabajada con admirable maestría, sobre todo en el último citado, “Ololoi”, del cual, Henríquez Ureña, insistentemente consultado en este trabajo por ser el más acucioso de los estudiosos de Deligne, dice que es el “ejemplo culminante de la nueva manera”, es decir, el poema psicológico deligneano.

“Para mí, es la muestra sorprendente de forma germinal de una poesía futura: desaparecen los clisés, desaparecen los conocidos moldes, desaparece hasta el espíritu vago y flotante de la vieja poesía; y la reemplazan desusados motivos, trasfundiéndose en raras metáforas, diverso método de composición, frase exacta aun merced a términos populares o términos científicos, y extendiendo sobre el conjunto un hálito de viva sugestión, inesperada y constante”. (H.U.P. Cuna de América 1910).


El anuncio de esta poesía futura tiene asidero en los senderos explorados por los poetas dominicanos que siguieron la senda de Gastón Fernando Deligne. No es Salomé Ureña, espléndida en lo más alto del parnaso; ni el monumental José Joaquín Pérez, padre de la poesía de Quisqueya; es Deligne quien reveló el camino que un poeta debe seguir. Vedrinismo, Postumismo, Poesía Sorprendida y Pluralismo, Independientes, todos estos remolinos literarios del litoral dominicano están más cerca de la poesía de Deligne que de cualquier otro de sus contemporáneos. Todavía hoy, consciente o inconscientemente, lejos en el tiempo de su desaparición física, sentimos su influjo; todos hasta los menos fanáticos de las letras han escuchado en la radio, en la escuela o en la calle, no quizá lo mejor de su poesía, pero sí lo más entusiasta, su poesía patriótica, como en los emotivos versos de “Arriba el pabellón“:

¡Qué linda en el tope estás
dominicana bandera!
¡Quién te viera, quien te viera
más arriba mucho más!

Amante de lo raro, de lo desconocido, de la densidad y el simbolismo, sugestivo pero sin pecado de sensualidad; sobrio, nunca cuadrado ni aburrido, creó Deligne su propio mundo poético legando una obra breve pero sólida y, a pesar de esto, variada. Escribió poesía indigenista, costumbrista, amorosa, laudatoria, política, histórica y filosófica, e inventó un nuevo género, único en América: el poema psicológico-social. En vida publicó los libros “Soledad” (1887) y “Galaripsos” (1908). Su vida fue dura y su muerte, nada menos que terrible. En 1891, sometido a una precaria situación económica y un clima de inestabilidad política en la ciudad de Santo Domingo, el poeta decidió mudarse a San Pedro de Macorís, ciudad que lo adoptó como hijo natural y donde vivió hasta el final. Fue tenedor de libros, contable, emprendedor de varios negocios, todos fracasados. Estaba destinado a hundirse si no es por la protección de un banquero alemán de nombre Van Kampen, funcionario de la firma Van Kampen, Schumuker y Co., quien lo ayudó incondicionalmente cuando más lo necesitaba.

La desdicha de Deligne aumentó cuando su hermano Rafael cayó enfermo de lepra, un padecimiento terrible e incurable en la época; no se pudo sobreponer al impacto psicológico de ver pudrirse las carnes de quien también fuera su hermano de letras. No se sabe cómo la contrajo, aunque en un poema Gastón señala a quien sería su cuñada, como traidora y causante de tan terrible mal. Un horror del que llegó a decir que le sería insoportable si se contagiara y que no estaba dispuesto a vivir un drama semejante. Murió su hermano menor, también poeta. Deligne no se recuperó.


En 1913 la salud de Gastón Fernando Deligne empezó a desmejorar, el terrible temor era una realidad, estaba enfermo de lepra y de seguir vivo terminaría igual que su hermano, podrido. El 18 de enero de ese mismo año, el más dotado y sabio de los poetas dominicanos se dio un tiro en la cabeza y puso fin a su vida.

Por ser dueño de una “maestría superior”, entregada y explotada en su totalidad mediante una rigurosa disciplina literaria; por agotar en el arte las más puras ambiciones en procura, sin mediaciones ni intereses mezquinos, de la excelencia mayor de los grandes aedos. Por su integridad y por el respeto que le profesamos a su brillante poesía, es Gastón Fernando Deligne, no el poeta nacional, sino algo mayor: el Príncipe de las Letras Antillanas. ¡Que perdure su obra mientras su alma descansa!


José Ángel Bratini es poeta y ensayista, también se dedica al periodismo. Nació el 20 de abril de
1987 en Sabana de la Mar, República Dominicana. Actualmente reside en Santo Domingo, Distrito
Nacional, ciudad a la que se mudó a estudiar Letras puras en la Universidad Autónoma de Santo
Domingo (UASD). Pronto se rodeó de una ambiente literario casi permanente, conociendo grupos
como el taller literario César Vallejo y el Círculo Literario el Viento Frío. Ha publicado cinco
poemarios: el primero en 2013, “El álbum-K”, Premio Poesía Joven Feria Internacional del Libro
Santo Domingo 2012; a este le sigue “De leyendas”, en 2016, con Editora Nacional; en 2017 el libro
doble que incluye “Teoría del cuerpo” y “Flores de beleño”, con la editora española independiente
Amargord, para su colección Autores Dominicanos y “Los enviados”, 2021, nuevamente con
Amargord.

Un comentario

  1. Excelente trabajo, amigo Brattini. Gaston merece su cuspide en las letras dominicanas por su orfebre numen poetico.

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